Tema
Se analizan los varios elementos –más allá de la jornada electoral del 5 de noviembre– que hay que tener en cuenta para que comience a andar una nueva administración en la Casa Blanca.
Resumen
Faltan pocas semanas para que se celebren unas decisivas elecciones en Estados Unidos (EEUU); pero el ciclo electoral va más allá del 5 de noviembre. La etapa de primarias, que permite elegir a los candidatos a la presidencia y a sus vicepresidentes, concluyó a principios de verano y culminó con las convenciones republicana y demócratas en julio y agosto respectivamente. Ahora hay que cerrar dos etapas más: la campaña electoral, que culmina el 5 de noviembre, centrada en los denominados swing states y con la vista puesta en las elecciones al Senado y a la Cámara de Representantes; y el periodo de transición, el que se cuentan y se certifican los votos, y se hace el traspaso de poderes. Culminará el 20 de enero con la investidura de un nuevo inquilino en la Casa Blanca, tal y como prevé la vigésima enmienda a la Constitución de EEUU.
Análisis
1. La campaña
La campaña electoral en EEUU dio comienzo de manera formal el 3 de septiembre de 2024, un día después de la festividad de Labor Day. Pero la realidad es que desde que Donald Trump anunció que presentaba su candidatura para las primarias republicanas, el reloj comenzó a correr. Ahora apenas quedan unas semanas de reñida campaña electoral, con una inesperada nueva candidatura demócrata. Desde que entró en la contienda a finales de julio, la vicepresidenta Harris ha sido capaz de mejorar la posición del presidente Joe Biden en las encuestas tanto a nivel nacional como en los estados disputados. Harris ha sido capaz de controlar los términos de esta contienda y la campaña de Trump ha fracasado a la hora de vincularla a un presidente (todavía) impopular. Pero, aunque Harris está ganando terreno, Trump no lo está perdiendo.
El 5 de noviembre no se decide todo. En algunos estados ya se ha empezado a votar, siendo Alabama el primero en haber enviado sus votos por correo a partir del 11 de septiembre, seguido de otros nueve que empezaron a hacerlo 45 días antes de las elecciones. A ellos se han ido sumando paulatinamente el resto de los estados (las papeletas para militares y residentes en el extranjero también se envían 45 días antes del día de las elecciones). Desde cinco semanas antes de la jornada electoral, también se han empezado a emitir los primeros votos en persona, siendo Virginia el primer estado en hacerlo, seguido de Dakota del Sur y Minnesota.
En EEUU, es necesario inscribirse para poder votar, convirtiendo la votación en un proceso de dos pasos que, en ocasiones, desincentiva a los propios votantes. En el pasado, los complicados procedimientos de registro que establecían cada uno de los estados, junto con otras numerosas medidas restrictivas, interpusieron un conjunto de barreras entre el votante y las urnas, diseñadas con demasiada frecuencia para dificultar la participación de determinados grupos de ciudadanos, a menudo identificables por su etnia, raza, clase, alfabetización y preferencias partidistas. Los procesos de registro han cambiado considerablemente y son menos abiertamente discriminatorios, ampliando las fechas y haciendo que el proceso sea prácticamente automático, pero siguen obstaculizando la participación de algunos ciudadanos. Esta es una de las razones por las que la participación en las votaciones presidenciales ha sido, en general, muy baja situándose siempre alrededor 50%. Sin embargo, las elecciones de 2020 tuvieron la tasa de participación más alta en una elección nacional desde 1900, con un 66% de la población. Una nueva candidata demócrata puede volver a impulsar la participación en una reñida carrera y se espera igualar el porcentaje de las pasadas elecciones.
El objetivo final de los dos grandes partidos es llegar a los 270 electores, la mayoría simple del Colegio Electoral formado por 538 miembros.
El Colegio Electoral es una institución –y, por extensión, un proceso– antigua y enrevesada, que sólo se utiliza para las elecciones presidenciales (el voto popular se utiliza para determinar todas las elecciones al Congreso, y estatales y locales). Este modelo se esbozó por primera vez en la Constitución de 1787. Entonces se rechazó explícitamente que el voto popular eligiera la presidencia porque los padres fundadores no confiaban en que los votantes hicieran una elección sabia. Se acordó, así, el Colegio Electoral como un compromiso entre los que pensaban que el Congreso debía seleccionar al presidente y otros que estaban a favor de una votación popular directa en todo el país. En su lugar, se encomendó a las legislaturas estatales la designación de los electores, que formar el Colegio Electoral.
Los electores, por tanto, son un grupo de intermediarios designados por la Constitución de EEUU para elegir al presidente y al vicepresidente del país, y suelen ser cargos electos o miembros significativos de un partido. A cada uno de los 50 estados se le asignan electores presidenciales en número igual al de sus representantes en la Cámara Baja y senadores. La ratificación de la 23ª Enmienda en 1961 permitió que los ciudadanos del Distrito de Columbia participaran también en las elecciones presidenciales; desde entonces tienen tres electores. 48 estados y el Distrito de Columbia utilizan un sistema en el que el ganador del voto popular de las elecciones en cada uno de los estados se lleva todos los electores que tiene asignados dicho estado. Maine y Nebraska han adoptado un enfoque diferente. Estos estados asignan dos votos electorales al ganador del voto popular del estado y luego un voto electoral al ganador del voto popular en cada distrito del Congreso (dos en Maine, tres en Nebraska). La Constitución de EEUU creó el Colegio Electoral, pero no explicó cómo se asignan los votos a los candidatos presidenciales, una vaguedad que permitió a estos dos estados esta particularidad.
Al emitir su voto el día de las elecciones o antes, los votantes desempeñan su papel en el proceso de “selección” formal de los electores de su estado. En la mayoría de las elecciones presidenciales a lo largo de la historia, el Colegio Electoral ha funcionado sin problemas. Sin embargo, en cinco ocasiones el ganador del Colegio Electoral no ha ganado el voto popular. Tres ocurrieron en el siglo XIX; ninguna en el siglo XX y dos en el siglo XXI. El principal problema es que tener un presidente que pierde el voto popular a pesar de haber ganado el Colegio Electoral socava la legitimidad electoral. En 2000, el vicepresidente Al Gore ganó el voto popular contra el gobernador George W. Bush por algo más de 500.000 votos. En 2016, los resultados fueron aún más dramáticos, con Clinton ganando el voto popular por más de 2.800.000 y perdiendo el Colegio Electoral. En las elecciones presidenciales de 2020, un cambio de sólo 45.000 votos en tres estados –Wisconsin, Georgia y Arizona– podría haber creado un empate en el Colegio Electoral y enviado las elecciones a la Cámara de Representantes. Eso podría haber sucedido a pesar de que Joe Biden ganó el voto popular por más de siete millones de votos.
Esta discrepancia entre el Colegio Electoral y el voto popular está generando una creciente controversia sobre el sistema electoral. Además, las denuncias de irregularidades en las votaciones no hacen que el público se sienta muy seguro de la integridad del proceso. Y hay que añadir una amenaza más. En un momento de gran desigualdad de ingresos y de importantes disparidades geográficas entre los estados, existe el riesgo de que el Colegio Electoral represente sistemáticamente en exceso las opiniones de un número relativamente pequeño de personas debido a la propia estructura del Colegio Electoral. Tal y como está constituido actualmente, cada estado tiene dos votos en el Colegio Electoral, independientemente del tamaño de su población, más los votos adicionales que correspondan a su número de miembros en la Cámara de Representantes. Este formato representa en exceso a los estados pequeños y medianos en detrimento de los grandes. Todos estos motivos han llevado a los estadounidenses a oponerse de forma creciente al Colegio Electoral. Seis de cada 10 preferirían que el ganador fuera el que consigue más votos a nivel nacional, con una creciente división partidista en los demócratas que se muestran mayoritariamente a favor y los republicanos más divididos.
El sistema de votación estadounidense está, por tanto, estructurado en torno a los estados que son la unidad jurisdiccional importante de los comicios presidenciales. Esto lleva a las campañas políticas a centrarse en un número relativamente pequeño de “estados oscilantes o bisagra” (swing states). Se trata de estados altamente competitivos que históricamente han oscilado entre el voto a uno o a otro partido en las elecciones presidenciales, mientras que la mayoría de los estados votan sistemáticamente al mismo partido (entre 2000 y 2020, 36 estados votaron por el mismo partido). Por este motivo, estos estados reciben una atención desmesurada por parte de los encuestadores y de los candidatos, que gastan más del 75% de los presupuestos de campaña, siendo especialmente cierta la afirmación de que “cada voto cuenta” en estos casos. Si ninguna candidatura ganara la mayoría de los votos del Colegio Electoral (un empate a 269) la elección presidencial se enviaría a la Cámara de Representantes para una segunda vuelta. Sin embargo, a diferencia de la práctica habitual de la Cámara, cada estado sólo tendría un voto, decidido por el partido que controla la delegación de la Cámara del estado.
De nuevo este ciclo electoral estará marcado por los decisivos swing states: Pensilvania, Michigan y Wisconsin (el Rust Belt o cinturón industrial); y, por otro lado, Arizona, Nevada, Georgia y Carolina del Norte (Sun belt o cinturón del sol).
Cuando Joe Biden era el candidato demócrata tras vencer en las primarias demócratas, su victoria pasaba por ganar el cinturón industrial, mientras que el del sol se daba prácticamente por perdido. Con Kamala Harris, el partido vuelve a ser competitivo en los siete estados y las combinaciones posibles para ganar los 270 colegios electorales han aumentado, mientras que las posibilidades del republicano siguen prácticamente intactas.
Se barajan varios escenarios según las estrategias de campaña. Una posibilidad es que Harris le dé la vuelta al plan de Biden de tomar el cinturón industrial y alcance la victoria en ruta del Sun Belt. Eso significaría no apostar por ganar terreno entre los blancos no universitarios –alejando la victoria en Pensilvania y Wisconsin– pero ganando un porcentaje aún mayor de graduados universitarios blancos y votantes asiáticos que en 2020. También habría que igualar los resultados entre los votantes negros e hispanos de la carrera anterior, lo que le permitiría mantener Arizona, Georgia y Nevada, suficiente para alcanzar la mayoría de los colegios electorales.
Un segundo escenario sería la materialización de las supuestas ganancias de Trump entre los votantes negros, hispanos y asiáticos, impulsando su regreso a la Casa Blanca. Aunque perdería el voto popular nacional, ganaría la presidencia si aumentara el porcentaje de apoyo entre dichas minorías, dándole la vuelta a Arizona, Georgia, Nevada, Pensilvania y Wisconsin.
Otra posibilidad es que Harris tenga un buen resultado entre los votantes de 65 años o más, que le permitiría conservar Michigan, Nevada, Pensilvania y Wisconsin, alcanzando los 276 votos electorales. De ser así, sería la primera vez que un candidato demócrata ganara el apoyo de este grupo desde la candidatura de Al Gore y llegaría en un momento en el que Harris estaría ganando apoyo entre los jóvenes, pero no lo suficiente. Aunque ninguna campaña quiere perder votantes, el cambio de votantes jóvenes por mayores es potencialmente positivo para Harris ya que en EEUU hay más personas mayores que adultos menores de 30 años y tienen más probabilidades de inscribirse en el censo electoral y de votar. Y aunque las cifras exactas difieren según el estado, los votantes de más edad constituyen una parte mucho mayor del electorado que los votantes más jóvenes en algunos los estados indecisos.
Por último, es posible esperar un resultado electoral inconexo –con pocos patrones o tendencias consistentes en los estados disputados– que podría producir una victoria ajustada de Trump. Basta recordar las elecciones de mitad de mandato de 2022 que produjeron resultados muy diferentes de un estado a otro, con los demócratas destacando en estados como Michigan, Pensilvania y Colorado y los republicanos sobresaliendo en Nueva York, California y Florida.
Por último, no nos olvidemos de lo que se suele denominar como “la sorpresa de octubre”, un acontecimiento que puede influir en el resultado de noviembre ya sea delibrado o espontáneo. Algunos creen que ya ha ocurrido y que éste pudo ser la huelga de estibadores de la Costa Este, o el ataque de Irán a Israel que amenaza con una guerra aún más amplia, o la última moción de 165 páginas del abogado especial Jack Smith, en el caso federal contra Donald Trump por subvertir las elecciones presidenciales de 2020. O a lo mejor, la sorpresa aún está por venir. Sin embargo, hay una mayoría que tiende a argumentar que dicha sorpresa ya no existe.
La carrera presidencial de 2016 estuvo salpicada a un mes de las elecciones por la reapertura de la investigación sobre los correos electrónicos de Hillary Clinton que, según algunos, le costó la elección. Sin embargo, hoy la característica distintiva de las elecciones presidenciales es la inmovilidad. De hecho, lo único que ha cambiado seriamente en las encuestas ha sido la retirada de Joe Biden de la carrera y su sustitución por Kamala Harris como candidata demócrata. Pero ni el mal debate de Biden, ni el primer intento de asesinato de Trump, ni el segundo provocaron un cambio importante en las encuestas. Esta estabilidad refleja el estado de calcificación de la política estadounidense actual, con los estadounidenses divididos políticamente por igual y profundamente polarizados en sus opiniones.
La conclusión es que todo sigue abierto en una reñida carrera presidencial, aunque de forma clara Kamala Harris ha aumentado las posibles combinaciones para alcanzar los 270 electores. Pero además de la campaña presidencial, es importante fijarse en los que está en juego en el Senado y la Cámara de Representantes. No es baladí. Gane quien gane las elecciones si alguna de las dos cámaras es de un color distinto al suyo cambian sus opciones a la hora de gobernar.
2. El Congreso
En noviembre también se renueva los 435 escaños de la Cámara de Representantes –los mandatos de los representantes son de dos años– y un tercio de los 100 escaños del Senado –los mandatos de los senadores son de seis años–. Esa diferencia en la duración de los mandatos hace que la Cámara de Representantes tienda a reflejar las pasiones populares y los entusiasmos pasajeros, mientras que del Senado atempera el entusiasmo con sabiduría y experiencia.
El Congreso es la rama más cercana al terreno. Es el punto de entrada para que los estadounidenses de a pie intenten influir en la política y, aunque pueda parecer inverosímil, los congresistas dedican mucho tiempo a averiguar qué quieren sus electores. El Congreso es también el lugar donde las opiniones y prioridades contradictorias de un país grande, diverso y lleno de energía se encuentran y a menudo chocan. Obliga a los miembros a encontrar suficientes puntos en común para poder aprobar leyes en su propia cámara, en la otra cámara, y luego obtener la firma del presidente. Requiere negociación y compromiso, y cuando el Congreso funciona bien, produce una legislación que puede obtener un amplio apoyo en todo el país. Por último, parte de la labor del Congreso consiste en controlar y supervisar al poder ejecutivo. No cabe duda de que esta función puede utilizarse para perseguir fines partidistas, pero también para garantizar que los organismos y funcionarios sirven realmente a los estadounidenses como deberían. No sería una sorpresa que una mayoría republicana sea un socio menos dispuesto a llegar a compromisos con una Casa Blanca demócrata, con un bloqueo legislativo y un uso agresivo de las herramientas del Congreso para golpear y provocar a la nueva administración. Al revés se puede esperar lo mismo, aunque la Administración Biden ha demostrado que aún cree en el bipartidismo porque ha logrado sacar adelante tres grandes paquetes legislativos con los votos de los republicanos en sus años de mandato.
Entre los poderes de la cámara alta está la facultad para llevar a cabo procedimientos de destitución de altos cargos federales –el denominado impeachement–, tienen la misión de ejercer el poder de asesoramiento y consentimiento en materia de tratados y desempeñan un papel importante en la confirmación (o denegación) de determinados nombramientos (alrededor de 1.200 de los 4.000 nombramientos políticos del presidente), como embajadores y magistrados de tribunales judiciales. También propone legislación, redacta o enmienda proyectos de ley, supervisa el presupuesto federal y aprueban los tratados con naciones extranjeras negociados por el poder ejecutivo.
Todo parece indicar que el Senado puede volver a manos republicanas. Pero el Senado suele requerir una mayoría de 60 sobre 100 para aprobar la mayoría de las iniciativas legislativas, el denominado filibusterismo, por lo que es indispensable buscar consensos con la otra parte. Y si no se puede, se gobierna fundamentalmente a través de órdenes ejecutivas. Las proyecciones recientes indican que gane quien gane será una cámara casi tan igualada como la actual (49 senadores republicanos y 51 demócratas). De alcanzarse un empate en número de senadores, el control de la mayoría dependerá del candidato que gane la contienda presidencial (es el vicepresidente el que desempata, llegado el caso).
Un Senado prácticamente empatado limitaría, por tanto, las ambiciones de la agenda tanto republicana como demócrata y sólo podrían influir en la trayectoria fiscal gracias a un procedimiento conocido como “reconciliación”, que permite al Senado utilizar una mayoría simple para modificar gastos e ingresos. Esto es especialmente importante el año que viene, cuando expiran muchos de los recortes fiscales del primer mandato de Trump.
La Cámara de Representantes, por su parte, puede iniciar el procedimiento de impeachment contra funcionarios federales votando la adopción de artículos de destitución que remite luego al Senado; y también está facultada para aprobar o rechazar los nombramientos presidenciales y los tratados internacionales. Pero, además, tiene el poder de investigar temas específicos y asuntos relacionados con el poder ejecutivo, judicial y otros poderes del Estado, que incluye la autoridad para citar testigos y documentos, celebrar audiencias públicas y remitir los resultados a los comités para su revisión y crear comités específicos para ello. Ese poder de supervisión ha sido utilizado de forma agresiva por los republicanos durante los últimos dos años, como contra el secretario de Homeland Security, Alejandro Mayorka,s y el hijo del actual presidente, Hunter Biden.
La Cámara baja también posee el “poder del dinero”. Por sí sola, la Cámara de Representantes no puede aprobar proyectos de ley, pero puede negarse a aprobarlos, a darles dinero y puede amenazar con un cierre del gobierno. La actual mayoría republicana ha tratado de tomar como rehén el límite de la deuda en un intento de forzar recortes de gastos y ha paralizado la financiación adicional a Ucrania durante meses, y podría volver a hacerlo en el futuro. Más gasto dirigido a países como Ucrania y Taiwán, o para hacer frente a los “autoritarios del mundo” podría resultar aún más difícil si la cámara baja está en manos de los republicanos porque parecen decididos a apostar por reducir lo que ellos consideran gastos superfluos.
No está claro quién va a controlar los 435 escaños de la Cámara de Representantes, que parece ser un cara o cruz, aunque quizá con una ligera ventaja para los demócratas. En cualquier caso, obtener la mayoría es fundamental para los dos partidos.
3. Transición
Tras la celebración de la jornada electoral del 5 de noviembre, los 538 electores viajan a las capitales de sus estados –el lunes siguiente al segundo miércoles de diciembre después de la jornada electoral– para elegir al presidente de EEUU. Estos estadounidenses, elegidos por su lealtad a su partido político, votarán al candidato presidencial que haya ganado el voto popular de su estado. Aquí entra en juego un elemento que hasta hace poco había estado en la oscuridad: el recuento y la certificación de los votos.
Inmediatamente después de las elecciones presidenciales de 2020, al menos 17 funcionarios electorales de condados de seis estados indecisos intentaron impedir la certificación de los totales de votos de sus respectivos condados, argumentando fraude electoral. Este esfuerzo para bloquear la certificación no había tenido precedentes hasta entonces. Aunque los intentos fracasaron en todos los casos, las certificaciones impugnadas podían haber saboteado potencialmente las elecciones.
En 2022, durante las elecciones de medio mandato, al menos 22 funcionarios electorales de condado votaron a favor de retrasar la certificación en estados disputados clave, un aumento de casi el 30% con respecto al 2020. En algunos casos, estos funcionarios lograron retrasar –aunque no impedir en última instancia– la certificación.
En los primeros ocho meses de 2024, al menos ocho funcionarios de condado ya han votado en contra de certificar los resultados de las elecciones primarias o especiales. Todo apunta a que una interferencia en la certificación pueda repetirse tras las elecciones presidenciales de 2024, dada la tendencia vista hasta ahora desde el 2020.
Es posible que vuelva a haber cierta confusión y caos en las certificaciones a nivel local –menos a nivel estatal– pero decenas de funcionarios locales están ya preparados y encargados para que el proceso de certificación siga adelante con los cambios aplicados a partir de 2020 para evitar, precisamente, la interferencia política en el proceso. Si un organismo local se niega a certificar, los tribunales intervendrán para forzar la certificación. Por lo tanto, a pesar del miedo, hay que confiar en el proceso.
Cuando los electores han votado al candidato presidencial que ha ganado el voto popular en sus respectivos estados, el siguiente paso es una sesión conjunta del Congreso que se reúne en el Capitolio para contar los votos electorales y declarar el resultado de las elecciones. Desde mediados del siglo XX, esta sesión conjunta se celebra el 6 de enero a las 13:00 horas. El vicepresidente en ejercicio preside la reunión y abre los votos de cada estado por orden alfabético. Al final del recuento, el vicepresidente anuncia el nombre del próximo presidente. En ese momento, la carrera presidencial habrá terminado oficialmente, allanando el camino para la investidura presidencial el 20 de enero.
Los estados esperan que sus electores respeten la voluntad de los votantes en el Capitolio. En otras palabras, los electores se comprometen a votar por el ganador del voto popular en su estado. Sin embargo, la Constitución no les obliga a hacerlo, lo que permite que haya “electores infieles”. Samuel Miles fue el primero que emitió su voto en 1796 a favor de un candidato que no había ganado el voto popular de su estado. En las elecciones de 2016, siete electores desertaron de los dictados del voto popular de su estado, siendo el número más alto en cualquier elección moderna. En un entorno político altamente polarizado en el que la gente tiene fuertes sentimientos hacia varios candidatos, es posible –pero todavía poco probable– que futuros electores infieles puedan inclinar la presidencia hacia un lado u otro. Sin embargo, 38 estados y Washington D.C. tienen leyes en vigor que obligan a los electores a votar por el candidato comprometido de su partido. Una decisión del Tribunal Supremo de 2020 dictaminó que los estados están autorizados a imponer sanciones –incluidas multas, la sustitución como elector y un posible enjuiciamiento– contra los “electores infieles” o aquellos que votan en contra del voto popular en su estado.
Además, tras el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, el Congreso aprobó una serie de reformas que harán más difícil que actores partidistas manipulen el resultado de futuras elecciones presidenciales. En 2022, la aprobación de la Ley de Reforma del Recuento Electoral aclara aún más las funciones y deberes específicos del Congreso y del vicepresidente en el recuento de los certificados del Colegio Electoral y garantiza que el Congreso reciba y considere los votos electorales que reflejaran fielmente los resultados de la elección.
Se dice que, si Kamala Harris gana las elecciones el 5 de noviembre, hasta enero deberá defender su victoria precisamente por las incertidumbres sobre el recuento y certificación de los votos, sobre todo por las declaraciones del candidato republicano y el temor de que ya está maniobrando de cara a lo que pueda suceder. Sin embargo, las instituciones han tomado medidas para que los resultados finales reflejen fielmente los votos electorales. Podrá haber episodios de caos y confusión principalmente a nivel local y, sobre todo, noticias intencionadas sobre fraudes electorales y dudas sobre los resultados. Pero nadie duda de que finalmente quien ocupe la Casa Blanca será el ganador o ganadora de la contienda.
4. Traspaso de poderes
La Constitución no dice casi nada sobre las transiciones presidenciales, aparte de que el próximo presidente tomará posesión de su cargo el 20 de enero. Pero existe una ley federal, la Ley de Transición Presidencial, que se aprobó originalmente en 1963 y en la que se establecen determinados procesos y requisitos que rigen tanto antes como después de las elecciones, en caso de que asuma el poder un nuevo presidente. No se dice nada de que el presidente en funciones deba invitar a su sucesor a la Casa Blanca o cooperar personalmente con él de alguna manera. Es sólo es tradición, pero una tradición que ninguna administración saliente ha incumplido nunca hasta el punto de que se vio en 2020 con Donald Trump de presidente saliente, que además decidió no acudir a la investidura de su sucesor.
Un traspaso pacífico del poder –sobre todo de un partido político a otro– es, de alguna manera, la máxima expresión del Estado de derecho. Fue la gran contribución de George Washington a la tradición política estadounidense cuando renunció voluntariamente a la presidencia. El espectáculo de un presidente en funciones –Donald Trump– comportándose de una manera como no se había visto antes fue profundamente corrosivo para la democracia estadounidense.
El proceso de transición presidencial existe, por tanto, en el plano simbólico, con el ritual de un presidente cediendo el poder a otro mostrando una sociedad respetuosa con la ley, en la que rige la voluntad de los votantes. Pero también hay un nivel práctico. El gobierno federal de EEUU es una de las mayores organizaciones del mundo y el proceso de transferir el control de un grupo de actores políticos a otro es increíblemente complejo.
La transición presidencial es, por tanto, también un proceso de planificación de un nuevo mandato presidencial. Y los candidatos presidenciales lo hacen estableciendo equipos de transición, que son organizaciones legalmente separadas de las campañas presidenciales. Los equipos de transición son responsables, por ejemplo, de organizar la investigación de antecedentes del personal, la planificación política y los programas de gestión para convertir las promesas de campaña en gobierno. Hay miles de decisiones en tiempo real que tendrán que tomarse desde el momento en que el próximo presidente tome posesión de su cargo. Y se ha desarrollado una larga tradición según la cual, en cuanto se conoce el resultado de las elecciones, la administración en funciones –si la administración cambia– se compromete a ayudar a la administración entrante a tomar las riendas.
La clave es que quien llegue a la Casa Blanca debe estar preparado para gobernar desde el mismo día de la toma de posesión. Un presidente entrante es responsable de realizar más de 4.000 nombramientos políticos, supervisar un presupuesto de aproximadamente seis billones de dólares y gestionar una enorme organización que emplea a más de dos millones de empleados federales y más de dos millones de militares y fuerzas de reserva. Y, si el proceso se retrasa y no se hace de manera efectiva, puede tener implicaciones incluso para la seguridad nacional. En las elecciones del año 2000, durante la riña electoral en Florida entre George W. Bush y Al Gore, que llegó al supremo y no dictó sentencia hasta 35 días después, la Administración Clinton decidió no dar acceso a ninguno de los dos equipos y esperar hasta la resolución final de esa disputa. Esto condujo a una transición cercenada que afectó negativamente a la seguridad nacional, como recoge la Comisión del 11-S sobre los atentados en EEUU, concluyendo que la truncada transición de la Administración Clinton a la Administración Bush fue un factor que contribuyó a la vulnerabilidad del país ante los ataques terroristas.
Conclusiones
Quedan pocas semanas para la jornada electoral del 5 de noviembre en EEUU que culminará una carrera muy reñida la cual se decidirá en un puñado de estados y de votos. Pero no sólo está en juego la presidencia; el resultado en el Congreso y al Cámara de Representantes determinaran el margen de maniobra de la futura administración.
Pero ahí no acabará la contienda. Si gana Trump, EEUU se debe preparar para un traspaso de poder a una nueva administración que se perfila como disruptiva, sobre todo en el ámbito doméstico. Si gana Harris, deberá además defender su victoria frente a Donald Trump hasta el día de la investidura. Sin embargo, las instituciones han tomado las medidas suficientes para que haya una transición pacífica del poder a pesar de que las narrativas de Trump y la sospecha de que podría intentar repetir lo que pasó entre noviembre de 2020 y enero de 2021.
Aunque el traspaso llegue a buen puerto, las narrativas del Partido Republicano ya están siendo enormemente corrosivas. A ello hay que sumar el daño a la posición de EEUU en el mundo y a la confianza que los estadounidenses pueden tener en su gobierno. Hay gran diferencia entre querer que la democracia estadounidense funcione, aun reconociendo problemas muy graves, y un esfuerzo generalizado por socavar la fe básica de la gente en el proceso democrático.