Tema: El conflicto de Cachemira entre la India y Pakistán parece irresoluble mientras no exista una política de reconciliación y devolución del poder a la región –a las dos partes divididas– y no se amplíe la perspectiva para salir del plano meramente soberanista.
Resumen: Este ARI explora las implicaciones que tiene abordar la resolución de la cuestión de Cachemira hoy en día. Tal cosa supone entender las dinámicas internas actuales del conflicto y contextualizarlas dentro del marco de las negociaciones entre la India y Pakistán. Al reconocer diferentes niveles en esta contienda, se cuestiona si desde la perspectiva estrictamente bilateral –fomento de las relaciones transfronterizas, pero sin cambios en el plano local en cada una de las partes divididas– se pueden crear las condiciones que faciliten la eventual resolución del problema. En este sentido, se subrayan, como puntos de partida para reevaluar un posible tratamiento del conflicto, las maneras en que la India y Pakistán han tratado el territorio de Cachemira bajo su control, así como su falta de interés por la información que emerge desde la población de la zona.
Análisis: “No habrá paz en la región hasta que el conflicto de Cachemira se resuelva”. Ésta es una expresión habitual, junto con otras similares, con la que políticos, diplomáticos, funcionarios, activistas y hasta simples ciudadanos de la India, Pakistán y la Cachemira dividida, se pronuncian acerca de una de las disputas más duraderas del mundo. Quizá por su componente bélico interestatal, la disputa de Cachemira se podría clasificar hoy en día como de baja intensidad, aunque en el plano local la situación difiere sensiblemente. El enfrentamiento armado se centra ahora sobre todo en la lucha del ejército y las fuerzas paramilitares indias en combatir algunas facciones separatistas (que apoyan la violencia) y otros grupos terroristas, estos últimos con una agenda bien diferente de la causa independentista cachemir y más asociada al fenómeno del extremismo islámico de carácter general. La policía de la parte india estima que todavía puede haber unos 400 guerrilleros foráneos (léase paquistaníes) en su territorio y sobre ese argumento justifica un amplio despliegue militar, que a su vez ha tenido consecuencias muy graves para la población civil.
El balance de muertes a causa del conflicto durante las dos últimas décadas se estima entre 80.000 y 100.000 víctimas, pero no hay datos claros. El desarrollo de la violencia a lo largo del tiempo ha generado abusos masivos contra la población de mayoría musulmana en el Valle de Cachemira de la parte india (aunque también contra la minoría local pándit hindú, que tuvo que abandonar la región) por parte de las fuerzas de seguridad y de los guerrilleros. La situación de conflicto también ha perpetuado un recorte visible de libertades en la parte paquistaní, además de las consecuencias, en sentido más amplio, de los enfrentamientos armados y de las frecuentes escaramuzas entre la India y Pakistán en la zona fronteriza. La disputa, en el plano local, ha degenerado de tal manera que hoy por hoy resulta muy complicado entender sus dinámicas internas.
La nuclearización del subcontinente en 1998 añadió una nueva dimensión al conflicto, ya que, desde entonces, la posibilidad de un escenario de enfrentamiento indo-paquistaní en el que se pudiese emplear armas nucleares no puede ser ya totalmente descartado. Las crisis periódicas que afectan a los dos países reiteran ese peligro, aunque parece que a la India se le ha reconocido una mayor responsabilidad internacional, y se da casi por descontada su postura de que sólo empleará ese armamento como respuesta a un ataque previo. En líneas generales, después de 1998 se ha producido una mayor presión internacional sobre la India y Pakistán para que resolvieran el conflicto de Cachemira, pero de manera paralela ha habido una menor atención a la dimensión interna del problema. De hecho, esta es la línea que mantiene EEUU en la actualidad, por lo que parece que la visita del presidente Obama a la India el próximo mes de noviembre no ofrecerá cambios en este sentido. No obstante, el empeoramiento de la situación interna en el Valle en los últimos meses resulta muy preocupante.
El enfrentamiento entre los separatistas cachemires y el gobierno indio a lo largo de las dos últimas décadas se ha inclinado a favor de este último, en parte por sus tácticas de “divide y vencerás”, pero tal cosa no quiere decir que la India haya ganado la batalla en el Valle. Muy al contrario, la imagen de esa zona sigue siendo la de un territorio controlado militarmente, con una población dividida y traumatizada por la experiencia de la violencia, apática respecto del gobierno de Nueva Delhi en su mayoría y generalmente poco optimista con el futuro de la región. La crisis de verano de 2008 y la que se ha desencadenado en los últimos meses también contribuyen a reforzar la idea de que, sin una negociación política, el problema está lejos de resolverse, y continuará degenerando en direcciones poco previsibles.
Hoy por hoy, en una hipotética resolución de la disputa de Cachemira se debe hacer frente al problema de la violencia existente en la parte india, pero igualmente se deben tener en cuenta los territorios que pasaron a ser controlados por Pakistán en 1947. Y, en este sentido, el problema que plantea la Cachemira de la parte paquistaní y los territorios de Gilgit-Baltistán también supone un gran reto para el gobierno de Islamabad. Pakistán controla esos territorios a través de diversos arreglos jurídico-administrativos que, en la práctica, limitan las libertades y derecho de los ciudadanos residentes. En la Cachemira de la zona paquistaní no hay ningún conflicto armado y, de hecho, la violencia extremista que asola el resto del país, apenas ha afectado a esta zona, a excepción de un par de atentados ocurridos en 2009 y 2010, cuyas circunstancias no están muy claras. La razón para ello parece residir en el férreo sistema de seguridad allí existente que, a diferencia de lo que ocurre en otras regiones fronterizas del país, parece operar con bastante éxito.
Los imaginarios de Cachemira y su significado en la resolución del conflicto
El imaginario geopolítico de Cachemira da lugar a numerosas cuestiones sobre cómo determinadas concepciones del territorio y de las fronteras han sido sacralizadas bajo la fórmula del Estado-nación soberano, y acentuadas en los procesos de descolonización del siglo pasado. Así, por ejemplo, para la mayoría, la disputa aparece como un enfrentamiento entre dos Estados a raíz de la partición del subcontinente indio, ya sea planteado como una lucha por un territorio estratégico –no en vano Cachemira posee importantes recursos fluviales y ha sido un punto tradicional de paso de las rutas entre Asia central y meridional– o como un poderoso elemento simbólico para la identidad plural o secular de la India y musulmana en el caso de Pakistán. Por su parte, el nacionalismo cachemir, en líneas generales, arguye la existencia de una entidad, el principado de Yamú y Cachemira (creado a partir de la desintegración del imperio sij y la anexión de otros territorios próximos), y su supervivencia a lo largo de un siglo (1846-1947) para reclamar la necesidad de un Estado independiente o bien cuestionar su autonomía en la federación india. Una tercera forma de observar el problema se plantea desde la perspectiva de la sacralización del imaginario “Cachemira”, tanto territorial como en términos de identidad, y la desconsideración hacia las comunidades que aunque en su día formaron parte del principado durante el período colonial, por diversas razones, no se consideran parte del problema.
Si se tienen en cuenta estas perspectivas dentro del recorrido histórico de la disputa a lo largo de los últimos 63 años, del enfrentamiento que ha causado (no sólo entre la India y Pakistán, sino entre los cachemires y el Estado indio y entre los cachemires y no cachemires), el intento de buscar una resolución al conflicto resulta extremadamente complejo. Un acuerdo entre los gobiernos de la India y de Pakistán que no incluya a las fuerzas cachemires nacionalistas (sobre todo las que por ahora no participan en los procesos electorales) parece estar abocado al fracaso. Tampoco es probable que funcione un arreglo si éste no contempla la desmilitarización de la región y un proceso de reconciliación en el que las víctimas del conflicto tengan derecho a obtener información sobre los suyos. Ahora bien, en un escenario tan ideológicamente viciado como es el de Cachemira, en las dos partes divididas, quizá lo que resulte más apremiante sea la creación de unas condiciones mínimas en que se garanticen los derechos básicos de la ciudadanía y se produzca un ejercicio de diálogo entre las distintas partes en la contienda.
El anterior presidente paquistaní, el ex general Musharraf, había propuesto en su día una fórmula para convertir la Línea de Control en “irrelevante”, manteniendo cada país la soberanía territorial de la zona que ya controla, pero otorgando a ese área una autonomía máxima, de tal manera que se pudiera facilitar un sistema de autogobierno para la región. La fórmula de Musharraf también incluía la desmilitarización de todo el territorio. Dicha propuesta tuvo una cierta buena acogida en Nueva Delhi y, de hecho, es probable que siga de algún modo presente en las conversaciones actuales. No obstante, la cuestión que surge en este caso se refiere a la capacidad para afrontar tamaña tarea. Si la India y Pakistán no han tenido hasta ahora la habilidad de gestionar conjuntamente muchos de los problemas que las enfrentan (recursos fluviales, disputas territoriales menores, cuestión nuclear, etc.), ¿serían capaces de llegar a un acuerdo para la administración de toda Cachemira?
Por otra parte, el problema de fondo radica en la disconformidad con la Línea de Control, en cómo esta ha sido construida a lo largo del tiempo como una barrera ideológica formidable. Las premisas liberales, tan en boga en las últimas dos décadas, de que un mayor intercambio económico (a través de la eliminación de barreras fronterizas) puede promover un acercamiento en el plano político y crear actitudes favorables hacia la resolución de un conflicto existente, no toman en consideración el contexto material e ideológico más amplio que la propia disputa ha generado y cimentado lo largo del tiempo. Por ejemplo, aunque el conflicto armado entre los dos ejércitos ha cesado, existe una importante conflictividad a nivel local, sobre todo en la parte india (y a la que Pakistán contribuye). Además, los dos países han impuesto regímenes especiales de control, durante décadas, sobre sus respectivas poblaciones en esa zona, y han adoptado prácticas sucias que han envenenado aún más el problema. En otras palabras, conviene preguntarse si es posible, en este contexto, hablar de permeabilidad fronteriza, y eventualmente de una cesión de competencias soberanas (para una administración del territorio) cuando la propia construcción nacional de la India y de Pakistán sigue estando asociada a prácticas exclusivistas de ejercicio de la soberanía nacional. Y esto aparece de forma muy visible en las periferias de estos países.
El proceso de diálogo indo-paquistaní y las iniciativas transfronterizas
La Línea de Control que separa a los cachemires de Valle en la parte india y a los de las montañas en la zona paquistaní, también divide a dos grandes Estados y, sobre todo, no sólo fragmenta dos maneras de entender una identidad nacional, aparentemente irreconciliables, sino que también fractura la más negociable forma de entender el sentido de pertenencia de las comunidades a uno y otro lado de esta línea divisoria. La Línea de Control no es una frontera, pero funciona como tal. Se mantiene todavía poco permeable para permitir el encuentro de familias y afectados por los vaivenes de las relaciones entre los dos Estados, y se comporta de manera más flexible para dejar cruzar a los que realizan actividades ilícitas y criminales o incluso a los líderes cachemires que ejercen su parafernalia en el juego político marcado por los dos Estados.
Las conversaciones entre la India y Pakistán, en el mal llamado proceso de paz, han permitido la apertura de canales de comunicación entre las zonas divididas de Yamú y de la Cachemira del valle y de las montañas, no así entre las áreas de Ladakh y Gilgit-Baltistán, que han sido, por ahora, injustamente marginadas en todo el proceso. Desde abril de 2005 funciona una línea de autobuses que une varias ciudades a ambos lados de la frontera y, desde 2008, también se ha permitido un limitado intercambio comercial, que por el momento se realiza en especie. Estas iniciativas poseen un alto grado simbólico en un escenario donde con anterioridad predominaba la más absoluta hostilidad y suponen un alivio para algunas familias que han podido reencontrarse con los suyos. Sin embargo, el balance de estos intercambios hasta la fecha es más bien modesto. Hasta febrero de 2010, unos 13.000 pasajeros habían utilizado estos autobuses (según datos del Ministerio del Interior de la India) y el intercambio comercial, aunque con buenas perspectivas de crecimiento, sigue lastrado por la carencia de infraestructuras y en la práctica se restringe a una actividad familiar o entre conocidos.
Además, el impacto y alcance de esas medidas sobre el terreno, es decir, más allá del general clima eufórico de los medios de comunicación y de ciertas esferas políticas, sigue estando muy delimitado por un contexto político y social que no se ha alterado sustancialmente en los últimos años y, lo que es más, con el potencial de volverse de nuevo muy inestable. El principal problema radica en el impasse en el plano político, dada la incapacidad de Nueva Delhi e Islamabad para buscar alternativas que supongan una mayor implicación de la sociedad civil en el proceso. Así, por ejemplo, en la parte india, la desmilitarización de la zona se plantea como necesaria para aliviar la difícil situación de una población e iniciar una transición política creíble, mientras que en el área paquistaní la garantía de ciertos derechos civiles y de un proceso democrático transparente todavía sigue pendiente.
El diálogo bilateral necesario, pero también con la población de Cachemira
Los gobiernos de India y de Pakistán tienen una larga experiencia de diálogo bilateral, pero en general se conocen poco, y este desconocimiento mutuo ha jugado en su contra, no sólo en el plano gubernamental sino también a nivel de la sociedad civil. Los dos países han optado, en general, por reemplazar ese desconocimiento mediante la creación de determinados imaginarios de rivalidad, que han fomentado aun más la tradicional animosidad. A esa tarea han contribuido de manera notable algunos actores y grupos de presión en uno y otro lado, los cuales poseen intereses en minar cualquier posible entendimiento. El caso de Cachemira no es ajeno a esta realidad y es más, ha estado muy viciado por ella.
En un reciente estudio (Kashmir: Paths to Peace) publicado por Chatham House y basado en una encuesta realizada en distintos distritos de dos partes de Cachemira, se desmitifican algunos de los supuestos comunes acerca de la resolución de la disputa. El estudio señala, entre otros asuntos, que la población de uno y otro lado de la Línea de Control apuesta por una desmilitarización de la zona y que en la parte india se observa un significativo desencanto con la actividad de los grupos que defienden la lucha armada. Aunque la elaboración del documento genera ciertas dudas (dado el clima de control y vigilancia y la profunda polarización social existente, así como la contextualización de determinados términos empleados), su novedad radica en que muestra por primera vez la opinión de la población civil residente en la zona de conflicto. Se trata, por otra parte, de unas tendencias apreciables en el plano local, pero que difícilmente trascienden al plano político de la toma de decisiones. En cuanto a la resolución del futuro estatus político del territorio, la encuesta muestra una mayor polarización de opiniones (en parte debido a las características específicas de las áreas consideradas en la muestra), pero se aprecia que la población de una y otra zona se considera, en general, reacia a ser incluida como parte del territorio del país contrario.
¿Por qué, entonces, los gobiernos de los dos países no se empeñan en mejorar el clima político y social de la zona que controlan y entrar en un diálogo amplio con las distintas fuerzas allí existentes? ¿Por qué continúan manteniendo una situación de excepción en toda la región, que incluye el uso de prácticas delictivas, y que, en último caso, perjudica al Estado que las promueve? Sin duda, sería erróneo afirmar que no hay interés serio en afrontar la resolución del conflicto, sobre todo en el ámbito próximo al primer ministro indio, que ha tenido que lidiar con los sectores más chovinistas del centro-derecha, e incluso desde sus propias filas, para reiniciar las conversaciones con Pakistán. El problema parece residir en el círculo vicioso que ha generado la disputa a lo largo de seis décadas (que ha creado sus propias dinámicas de cohabitación y de supervivencia en el clima de violencia), y en la falta de suficiente imaginación política para buscar salidas, lo que sería un saludable ejercicio para las democracias india y paquistaní.
En este contexto, las fuerzas separatistas cachemires del Valle (agrupadas en torno a dos facciones de la anterior All Hurryat Parties Conference) tampoco salen indemnes, no por haber defendido su lucha política, sino por haber sido incapaces de hacer un frente común y buscar una salida constructiva al problema. Algunos líderes de esas formaciones incluso admiten el daño que ha generado el doble juego con Pakistán. Hoy por hoy resulta cuestionable la fuerza política que poseen en el Valle, ya que no participan de los procesos electorales, si bien todavía tienen un amplio respaldo moral como se evidencia en el nivel de convocatoria que poseen durante las frecuentes huelgas o hartal.
Quizá lo más preocupante de este espectro político sea la nueva generación de jóvenes que ha crecido en la parte india durante las dos últimas décadas en un clima de perpetuo hostigamiento y violencia. Las imágenes de adolescentes tirando piedras a las fuerzas paramilitares en las calles de Srinagar (que se convirtieron en los últimos meses en un triste espectáculo, saldado con varias decenas de jóvenes muertos), parecen mostrar una nueva deriva violenta del conflicto. La brutal represión con la que las fuerzas de seguridad respondieron el pasado mes de septiembre a las protestas sobre la presunta quema del Corán en EEUU (en realidad, una excusa para canalizar el verdadero problema) prueba la volatilidad de la situación y la incapacidad política para dar respuestas al problema.
Conclusiones: El conflicto de Cachemira parece, hoy por hoy, irresoluble, pero lo es en tanto que se observa que no hay una capacidad política en los dos países para ampliar la perspectiva del problema y salir del plano de la “lucha territorial” o soberanista en sentido clásico. Así, desde la perspectiva estrictamente bilateral –fomento de las relaciones transfronterizas, pero sin cambios en el plano local en cada una de las partes divididas– no se pueden crear las condiciones que faciliten la eventual resolución del problema. En otras palabras, un arreglo entre los dos Estados que no implique una política de reconciliación y devolución del poder a la región, a las dos partes divididas, parece condenado al fracaso.
Antía Mato Bouzas
Investigadora del Zentrum Moderner Orient (ZMO), Berlín