Tema
En este ARI se repasa el complejo tema de la seguridad energética.
Resumen
La cuestión de la seguridad energética ha constituido tradicionalmente un terreno farragoso y lleno de confusión. El concepto mismo es tan polifacético y complejo que las propuestas intuitivas, por lo general, resultan incompletas, cuando no simplemente erróneas. La mayoría de las veces, la interpretación más exacta o, al menos, la más reveladora en lo que respecta a la cuestión energética, es la efectuada en contra de la intuición.
Análisis
En agosto de 1941, ya emprendida la invasión de Rusia, y con Moscú a tiro, los generales de Hitler suplicaron a éste que la capital soviética encabezara los objetivos alemanes, una audaz medida que, probablemente, hubiera supuesto la victoria en el Este. Pero Hitler aplazó la toma de tal medida, convencido de que lo prioritario eran los yacimientos petrolíferos del Cáucaso y de Bakú (a su parecer, el fundamento de la guerra y del futuro del Reich). Sin embargo, para cuando cambió de opinión, había perdido un valioso tiempo y sus hombres habían caído a las mismas puertas de Moscú a manos de tropas soviéticas de refresco y de la llegada del invierno. Pero en lugar de persistir en su intento de decapitar al sistema soviético, en primavera volvió hacia el sur, dedicando todo sus recursos y capital humano en una nueva operación destinada a tomar Bakú. Este monumental esfuerzo se empantanó en las montañas del Cáucaso y lo único que consiguió fue abandonar a su suerte al Sexto Ejército justo al norte de Stalingrado. Convencido, según su juicio intuitivo, de que la prioridad fundamental debía consistir en controlar los yacimientos petrolíferos de Bakú, Hitler debilitó la capacidad estratégica de gran parte de sus tropas en el Frente del Este. Fue alto el precio que pagó por dejarse llevar por esta intuición (que, en última instancia, distorsionó su visión estratégica de las posibilidades germanas en Rusia) que le alentaba a controlar el petróleo. El resto, por supuesto, es historia.
La intuición también nos dice que eran los países miembros de la OPEP del Golfo Pérsico quienes querían imponer en 1973 unos precios mucho más elevados, en perjuicio de la economía mundial. No obstante, tal y como ha estado afirmando durante años el Jeque Zaki Yamani, es muy probable que fuera Henry Kissinger quien convenciera a los saudíes y a los iraníes para que incrementaran sus precios, alegando, de manera contraria a la intuición, que incrementar el precio del petróleo no tenía por qué ir en detrimento de los intereses de EEUU, y, por lo tanto, que no iba a ser algo a lo que el Gobierno estadounidense fuera a oponerse. Incluso a la vista de la inevitable consternación de los consumidores y del claro perjuicio que dicho incremento de los precios ocasionaría a las economías desarrolladas, Kissinger confiaba en que una subida drástica de los precios estimularía la producción de los países no pertenecientes a la OPEP (algo que ocurrió en la realidad). Y, como contrapartida, un boom en la producción petrolífera en el Mar del Norte, México, Alaska y otros países, podría, en última instancia, hacer que flaqueara el poder de fijación de precios del cártel (algo que también ocurrió), cuando no el propio organismo en sí. Es posible que Kissinger haya perdido alguna de sus enmascaradas batallas a lo largo de los años, pero ésta (potencialmente, una de las medidas diplomáticas más osadas de la historia moderna) no es una de ellas.
La historia de la seguridad energética, tanto en la política del mundo real como en los debates de los think tanks, está plagada de falacias intuitivas y fracasos.
Las diferentes caras y facetas de la seguridad energética
La definición estándar, y excesivamente utilizada, de seguridad energética afirma que se trata de la capacidad para asegurar (o garantizar en grado suficiente) el suministro de energía a los consumidores a unos precios razonables. Desgraciadamente, esta definición es tan vaga e incompleta que resulta básicamente inútil en cualquier discusión seria sobre economía energética o geopolítica. Quizá el único aspecto positivo que podría resaltarse de la misma es que aunque casi siempre se menciona al inicio de dichos debates, casi siempre se deja de lado enseguida, más o menos justo en ese punto de la discusión.
Si se quiere sacar algo en limpio de un debate sobre la seguridad energética, la cuestión de la energía debe ser objeto de una disección y una reflexión profundas. En primer lugar, existe una dicotomía entre seguridad energética según los consumidores (“seguridad del suministro”) y seguridad energética según los productores (“seguridad de la demanda”). Para los consumidores, este punto (con muy raras excepciones) se reduce básicamente al precio y a la sensación de que éste no experimentará incrementos que resulten económicamente perjudiciales. Para los productores, la cuestión se reduce a los ingresos y a la necesidad que ellos perciben de mantener unos niveles suficientes de ingresos que permitan alcanzar un desarrollo económico importante y a largo plazo (o, en un contexto lejos de ser óptimo, la necesidad de mantener unos niveles suficientes de ingresos que permitan a los elites captar las rentas económicas).
Para bien o para mal, ambas perspectivas están vinculadas. Unos precios excesivamente bajos favorecen el consumo y el crecimiento de la economía de los consumidores, pero debilitan el potencial de desarrollo económico impulsado por los ingresos en la economía de los productores. Es más, los precios bajos también limitan los incentivos a la inversión en la producción futura de los países productores, lo que crea el marco para la fijación de precios mucho más elevados en el futuro ?a no ser que los precios reducidos se conviertan para las compañías petroleras privadas en la llave de un acceso barato a las inmensas reservas de los países productores?. En cualquier caso, en los países productores, esta situación ha suscitado a menudo la idea de que su soberanía económica y política se está viendo comprometida, provocando así distintas manifestaciones de nacionalismo energético que en numerosas ocasiones augura un incremento de los precios en el futuro. Por otro lado, unos precios más elevados tienden a repercutir negativamente sobre las percepciones económicas y sobre la actividad económica real en los países consumidores, lo que no augura nada bueno para los ingresos de los países productores si, como consecuencia de dichos precios, cae en picado la demanda. Además, unos precios altos pueden estimular la inversión en la producción futura, que a medio plazo tendría efectos moderadores, pero a menudo incentivan la reaparición de nacionalismos energéticos que, las más de las veces, limitan el nivel de inversión en la nueva producción a largo plazo. Por último, los precios elevados también pueden estimular el desarrollo de alternativas combustibles no fósiles, que, en última instancia, podrían destronar a los hidrocarburos de su papel protagonista, tanto en la economía mundial como en las finanzas de los países productores.
Esta ecuación resulta aún más complicada si tenemos en cuenta el hecho de que no podemos asumir con tanta ligereza que, con respecto a los precios, todos los países consumidores vayan a mostrarse siempre dóciles (“palomas”) o que todos los países productores vayan a mostrarse siempre agresivos (“halcones”). Ya hemos mencionado la opinión de Yamani sobre la consideración de Kissinger como el principal arquitecto de la primera crisispetrolífera. No obstante, incluso los presidentes estadounidenses han afirmado en determinadas ocasiones que los precios del petróleo por debajo de los 18 dólares/bbl no redundarían en el interés nacional (supuestamente, pensando en los intereses de la producción de petróleo de estados como Tejas). Europa, por su parte, ha aprendido a vivir con unos precios del petróleo altos (sus consumidores generalmente pagan por duplicado o triplicado ?si no es más? el precio que soportan los estadounidenses por la gasolina y el diesel, y, por consiguiente, el crecimiento de su consumo se ha estancado). De hecho, Europa está mucho más pendiente de la fiabilidad que le brindan los flujos de gas de Rusia que de los precios del petróleo o del gas.
Por otro lado, aunque Arabia Saudí se ve a menudo vilipendiada como el típico Estado árabe empeñado en controlar el petróleo mundial y explotar a los consumidores de todo el mundo con precios al alza, ha sido en realidad durante mucho tiempo la voz moderadora en las políticas de precios de la OPEP. Con el Shah, Irán fue el primer “país paloma” (es decir, una “paloma” respecto a los precios); después, con los ayatolás pasó a ser un “país halcón”, y ahora, una voz cada vez menos relevante en las reuniones de la OPEP dadas sus limitaciones de capacidad impuestas por las sanciones y su necesidad de importar gasolina. Argelia y Libia han sufrido muchos altibajos a lo largo de los años con respecto al tema de los precios. Sólo Venezuela ha sido un constante “país halcón” y, hasta hace poco, con graves limitaciones de capacidad propias por resolver a corto plazo, un constante manipulador del sistema de cuotas. Ni siquiera a Rusia se le puede acusar de imponer precios abusivos: sus recientes interrupciones de corta duración en el suministro de gas a sus vecinos han formado parte de un contexto de negociaciones en el que Rusia ha querido eliminar al menos algunas de las importantes subvenciones que sigue efectuando a las exportaciones de gas a sus antiguas Repúblicas hermanas de la extinta Unión Soviética.
Gran parte del debate sobre seguridad energética gira en torno a los combustibles fósiles. Y así es como debe ser, dado que los combustibles fósiles aportan alrededor del 80% de la mezcla energética principal del mundo. Por lo tanto, la seguridad energética, sea cual sea su verdadero significado, se encuentra inextricablemente vinculada a la producción y el consumo de combustibles fósiles, especialmente el petróleo y el gas, que son las fuentes energéticas más comercializadas a nivel internacional y que constituyen más de la mitad de la mezcla energética del mundo (el carbón tiende a consumirse en los países que lo producen).
No obstante, la generación, transmisión y distribución de electricidad (que representa casi la mitad del consumo energético final mundial y que también puede obtenerse a través de fuentes energéticas combustibles no fósiles), junto con la seguridad y el funcionamiento eficaz de los sistemas eléctricos, constituyen también factores clave de cualquier debate sobre seguridad energética. Se podría afirmar que los asuntos relativos a la electricidad son incluso más importantes que una simple discusión sobre el tema centrada en los hidrocarburos, ya que la electricidad resulta mucho más importante para los cimientos de la economía, es decir, las casas y los edificios de oficinas públicos y corporativos de todo el mundo. Aunque el transporte al centro de trabajo y el envío de mercancías son importantes, si se va la luz, no importa gran cosa si podemos o no salir de casa o llegar al trabajo. Es más, la seguridad energética de la electricidad es, sin duda, la mayor preocupación de los 1.500 millones de personas de todo el mundo que ni siquiera tienen acceso a ella.
De todas formas, existe al menos otro factor importante en el tema de la seguridad energética: la inseguridad que es muy probable que se instaure si el mundo no consigue desplazar a los combustibles fósiles de su papel principal en la economía energética. Incluso aunque se pudieran superar con éxito los problemas generales sobre seguridad energética en relación con los combustibles fósiles y la electricidad, dicho éxito favorecería, paradójicamente, el consumo de una mayor cantidad de combustibles fósiles de forma más rápida al mismo tiempo que una reducción más lenta de las emisiones de dióxido de carbono, lo que supondría el caldo de cultivo para el aumento de las temperaturas y para la manifestación de inestabilidades aún más complejas en los sistemas económicos y políticos mundiales.
La seguridad energética y la cadena del suministro energético
Para que cualquier debate sobre seguridad energética sea completo, debe abordar todos estos factores. En aras de facilitar un análisis de este tipo, sería útil afrontar el tema de la seguridad energética a través del prisma de la cadena del suministro energético, incluidos el upstream (explotación y producción), el midstream (gestión de oleoductos y gasoductos, mantenimiento y administración de las infraestructuras del transporte) y el downstream (refinería, distribución y comercialización).
En el upstream de la producción de petróleo y de gas (en la fuente geográfica de las reservas y de la producción) encontramos ciertos problemas. En primer lugar, está el debate sobre el llamado peak oil (o cénit en la producción de petróleo) o la posibilidad, cercana o no, de que la producción mundial de petróleo alcance un día su límite máximo antes de caer rápidamente, o simplemente se estabilice en una extensa meseta antes de comenzar un declive. La conocida opinión radical afirma que dicho límite está a punto de alcanzarse y que una de las señales más reveladoras de ello lo tenemos en el incremento de los precios, que han batido récords. Una visión más moderada se muestra más optimista con respecto a un pico máximo “duro”, es decir, una situación en la que los precios se disparan hasta interrumpir la demanda porque el suministro ya no puede aumentar. Este punto de vista expone que las teorías de los picos máximos únicamente son aplicables al petróleo convencional, que ignoran la viabilidad económica del petróleo no convencional o de obtención más dificultosa y costosa en las regiones marítimas o en las zonas del ?rtico a medida que se incrementan los precios, y que simplemente niegan la capacidad de la tecnología para incrementar las tasas de recuperación de los yacimientos petrolíferos, que tradicionalmente han representado únicamente el 30% del petróleo. La mayoría de los expertos estima que la posibilidad de que se verifique un pico “duro” es muy pequeña, al menos en los próximos 30 o 40 años. No obstante, algunas voces disidentes de la industria petrolera (incluidos ciertos máximos responsables) consideran que la idea de alcanzar una producción de 115 mbd (la demanda prevista por la AIE para 2030) no es más que una quimera.
La idea de que podría “acabarse” pronto el petróleo (que si lo analizamos con inteligencia simplemente significa que el petróleo podría alcanzar una capacidad máxima a nivel productivo) puede parecer, intuitivamente, un problema importante. No obstante, el debate sobre la producción máxima de petróleo, tal y como se enmarca generalmente, es probablemente irrelevante, a pesar de lo opuesta a la intuición que pueda parecer tal conclusión. La cita ahora inmortal de Yamani (“La Edad de Piedra no llegó a su fin por escasez de piedra”) se ha convertido en una especie de tópico en los debates sobre el petróleo, pero como todos los lugares comunes que perduran, toma su fuerza de una simple, aunque innegable, lógica. No sólo se trata de que, inevitablemente, siempre va a quedar algo de petróleo en el yacimiento, pase lo que pase, porque no existe probabilidad alguna, económica o técnicamente hablando, de extraerlo. Se trata también de que la demanda del propio petróleo tiene probabilidades de llegar a su cénit mucho antes de que cualquier limitación geológica grave imponga un máximo técnico a la producción. Este máximo “blando” en la producción de petróleo, provocado por una moderación de la demanda, es, de hecho, lo que parece que estamos esperando, o incluso tenemos expectativas de que ocurra, en nuestra lucha por frenar el incremento de las emisiones de dióxido de carbono y evitar las peores consecuencias del calentamiento global. Si la amenaza del cambio climático inducido por los combustibles fósiles es real, un pico “duro” provocado geológicamente nos resulta o bien irrelevante (si de hecho es sólo es una posibilidad que podría darse dentro de muchas décadas), o bien un tipo de solución contraria a la intuición, con los daños y perjuicios económicos que pudiera tener (y mucho más útil cuanto antes aconteciera), dado que la falta de suministro y los precios prohibitivos que conlleva todo esto, actuarían como un freno de emergencia para las emisiones de dióxido de carbono. Por otro lado, la crisis internacional que se podría desatar con dicho pico “duro” podría lanzar al mundo entero a crear una economía libre de dióxido de carbono con una celeridad muy superior a la que aplicaríamos en el caso de contar con todas las provisiones y disfrutar de precios más moderados a corto plazo.
No obstante, si el debate sobre el punto de inflexión de la producción del petróleo resulta al final irrelevante, la posibilidad de que el suministro de hidrocarburos en el upstream no pueda seguir el ritmo de la demanda (por otras razones “no geológicas” ?léase, políticas?) supone una amenaza muy real para la seguridad energética y para la estabilidad económica y política. La mayor parte de las reservas mundiales de hidrocarburos (ya sean convencionales o no) se concentran en muy pocos países, la mayoría de los cuales están económicamente subdesarrollados, políticamente inestables, faltos de instituciones democráticas sólidas o se sienten amenazados o excluidos por la globalización. Casi el 75% de todas las reservas de hidrocarburos convencionales se encuentran en “el gran creciente”, que abarca desde la Península Arábiga y el Golfo Pérsico, pasando por Asia Central, hasta Siberia Oriental y la Isla de Sajalín en Rusia. Hasta la fecha, este arco geográfico es uno de los agujeros negros de la democracia de mercado liberal y un enorme escollo para la globalización.
Casi la totalidad del petróleo mundial no convencional se encuentra altamente concentrado en términos geográficos. Cerca de la mitad está atrapado en las arenas asfálticas bajo los bosques y suelos vegetales de Calgary en Canadá, mientras que prácticamente la otra mitad está concentrada en los yacimientos de petróleo ultrapesado de la Faja del Orinoco en Venezuela. Aunque Canadá puede ser un modelo de estabilidad y democracia, el desarrollo de sus arenas asfálticas quintuplicaría las emisiones de dióxido de carbono originadas por la extracción de petróleo convencional en las zonas tradicionales de Oriente Medio. Venezuela, por su parte, es un polvorín metafórico, al menos por ahora.
La concentración de las reservas de hidrocarburos en zonas problemáticas ajenas a la OCDE presenta una serie de desafíos para lo que se entiende tradicionalmente como seguridad energética. Así como la percepción de la globalización se ha vuelto negativa en muchas regiones del mundo no pertenecientes a Asia ni a la OCDE, y así como se han disparado los precios en los últimos años, está otra vez en alza un nacionalismo energético que no se manifestaba desde los años setenta y que ha echado raíces en nuevos campos. Mientras que el epicentro del nacionalismo energético estuvo en su momento en el mundo árabe e islámico (donde continúa enraizado), los nuevos ejemplos más espectaculares de nacionalismo energético los tenemos hoy en día en Rusia y en Venezuela, y ambos han generado otros réplicas entre países vecinos que se encuentran bajo su influencia (Kazajistán, Bolivia y Ecuador). El desafío más significativo que suponen estos fenómenos para la seguridad energética de las principales economías de consumo (y, de hecho, para la seguridad energética colectiva del mundo) reside en las repercusiones potencialmente perjudiciales que podrían tener las políticas energéticas de dichos países productores sobre el índice de inversiones futuras en la exploración, la extracción y el mantenimiento de la producción de petróleo y de gas.
Los recientes cambios en la política de Rusia y Venezuela, por ejemplo, han aumentado significativamente la carga impositiva aplicada a las empresas privadas (IOC, Independent Operating Companies) que operan en sus sectores energéticos, disminuyendo así sus incentivos para continuar invirtiendo en nueva producción. Los precios elevados han permitido mantener la rentabilidad de las actuales operaciones de las IOC, a pesar del incremento de los impuestos y de las regalías, pero las medidas de los países productores encaminadas a restringir aún más las condiciones de acceso y a favorecer a sus propias empresas petrolíferas y de gas nacionales (NOC, National Operating Companies), en detrimento de las IOC, han dejado a estas últimas el acceso pleno a menos del 15% de las reservas de hidrocarburos mundiales, y a las primeras con el control sobre casi la totalidad del resto. Dichas medidas (como la adquisición del proyecto de Shell en Sajalín y del yacimiento de gas de Kovitka de BP por parte de Gazprom, o la retirada de IOC de posiciones de control mayoritarias por parte de PDVSA en Venezuela) han enturbiado aún más el horizonte de las inversiones futuras, ya que las IOC se enfrentan cada vez más a marcos legales inciertos, incluso allí donde se les permite permanecer activas.
Quizá este aspecto “interno” del nacionalismo energético no resultaría tan preocupante desde el punto de vista de los suministros futuros mundiales de petróleo y de gas, si no fuera por el hecho de que las exigencias de inversión previstas que deben cumplirse para atender la demanda del futuro son sobrecogedoras: la AIE cifra en unos 22 billones de dólares estadounidenses la inversión necesaria en energía a nivel global hasta 2030. Es más, aunque existen excepciones (como Saudi Aramco y Petrobras), por regla general, los países productores y sus NOC son menos eficaces a la hora de canalizar los ingresos con vistas a optimizar las inversiones futuras y los niveles de producción. Tales dudas resultan especialmente graves en lo que respecta a Rusia y Venezuela, cuyos Gobiernos y NOC parecen tener ciertos conflictos de intereses y prioridades que no coinciden con el interés de los consumidores de ver optimizarse la producción futura. En consecuencia, se está esbozando un horizonte en el que el suministro de los hidrocarburos a medio plazo (hacia 2015–2020) será insuficiente para satisfacer la demanda mundial, con la influencia decisoria, en última instancia, de unos precios significativamente más elevados. La diferencia entre las repercusiones de esta situación y las del pico “duro” sería minúscula a simple vista, solo que la causa principal no residiría en los límites geológicos, sino más bien en la influencia ejercida por la política energética de los productores sobre la inversión. La reciente tendencia de incrementar los costes de los inputs de todo tipo (materia prima, equipamiento y capital humano) a lo largo de toda la cadena del suministro de hidrocarburos solo exacerbaría este panorama.
A pesar de que esta es una de las amenazas reales más importantes para la seguridad energética global, la atención de los medios de comunicación y la imaginación del público siguen cautivadas por otro rasgo “externo” y secundario del nacionalismo energético: el potencial uso por parte de los países productores de las interrupciones en el suministro de energía como arma geopolítica. Las recientes interrupciones por parte de Rusia en el suministro de gas y petróleo a Ucrania y Bielorrusia, así como las amenazas por parte de Venezuela de interrumpir la exportación de petróleo a EEUU, han reavivado las peores pesadillas que auguran que Europa y EEUU podrían sufrir una crisis energética más catastrófica que la del embargo árabe del petróleo y la de la primera crisis petrolífera. Los ciudadanos occidentales están convencidos de que dichos productores de energía tienen la voluntad y los medios para cerrar el grifo del suministro energético, generando una actitud reaccionaria y proteccionista hacia estos países, sus empresas y sus intereses económicos y financieros en general.
Con arreglo a la intuición, dichos temores parecerían razonables, pero probablemente estén mal fundados. En primer lugar, el mercado del petróleo es global. Las interrupciones en la exportación de petróleo, bien aumentarían el precio para todos los consumidores de manera global, bien su desviación a otras partes del mercado global provocaría un reajuste de los flujos que disiparía cualquier impacto sobre los precios globales del petróleo. Las interrupciones en el suministro de gas representan una mayor amenaza para los países importadores altamente dependientes del suministro por gasoducto de una única fuente hostil, pero incluso en tales casos (el suministro de gas por parte de Rusia a Europa Oriental y Septentrional, o por parte de Argelia a Europa Meridional) los riesgos parecen mayores de lo que en realidad son. Por un lado, ni Rusia ni Argelia pretenden mostrarse hostiles hacia Europa, al contrario de lo que muchos opinan. Por otro lado, los Gobiernos de estos países dependen demasiado de los ingresos que obtienen de las exportaciones de gas a Europa, como para contemplar la posibilidad de morder la mano que les da de comer. Son tan inteligentes, tan sensatos y tan humanos como cualquiera de nosotros, ciudadanos del llamado “Occidente”. La interdependencia global ha llegado demasiado lejos como para permitir que dichas medidas produzcan algo más que victorias pírricas. Una interrupción del gas por parte de Rusia con cualquier impacto significativo se vería limitado por consideraciones como las que frenaron el despliegue útil del arsenal nuclear de la antigua Unión Soviética. Las consecuencias serían demasiado nefastas como para contemplarlas.
Existen, no obstante, determinados factores (distintos del uso de la energía como arma por parte del país productor) que sí provocan interrupciones en el suministro. Algunos de ellos (como los factores meteorológicos ?huracanes en el Golfo de México? e inestabilidad local ?contiendas civiles en el Delta del Níger?) se localizan en el upstream. Muchos otros, sin embargo, se dan en el midstream, a la hora de transportar el petróleo y el gas: los oleoductos y los gasoductos pierden flujo o se cierran como consecuencia de accidentes o sabotajes (a menudo se hace pasar el uno por el otro). Entre otros ejemplos, tenemos el de las fugas provocadas por la corrosión en el oleoducto de BP en Alaska, el de las explosiones de los gasoductos rusos en Georgia, el del sabotaje de los oleoductos iraquíes por la insurgencia, el de los desvíos del flujo de los oleoductos de Shell por los rebeldes nigerianos, etc. La mayor vulnerabilidad en el transporte depende, sin embargo, de los riesgos que corren el petróleo y el gas natural licuado en el transporte que debe efectuarse a lo largo de rutas marítimas mundiales y a través de ciertos “puntos geográficos sensibles”, como los estrechos de Ormuz, Malaca, el Bósforo y los Dardanelos, y los canales de Suez y Panamá. Casi la mitad de los 86 mbd mundiales de petróleo debe circular a diario a través de estos puntos conflictivos potencialmente vulnerables. Se calcula que para el año 2030, si continúa la tendencia actual, alrededor del 30% del petróleo mundial tendrá que pasar diariamente por los estrechos de Ormuz y de Malaca, en su mayor parte con destino a Asia Oriental. Tanto los accidentes como los sabotajes, actos terroristas o acciones militares pueden interrumpir o reducir el flujo de petróleo a través de determinados puntos sensibles, al menos de manera temporal, desencadenando repercusiones potencialmente devastadoras sobre los precios mundiales. La mayor probabilidad de que ocurra tal situación, que está en la mente de muchos en estos momentos, reside en la capacidad que tiene Irán para influir sobre el flujo de petróleo a través del estrecho de Ormuz, posiblemente como respuesta a una intervención militar en su territorio.
El contexto del downstream se encuentra dominado, en lo que respecta a los hidrocarburos, por las refinerías, los sistemas de distribución de los productos petrolíferos, las redes internas de gasoductos y las reservas estratégicas. En lo concerniente a la electricidad, la seguridad energética engloba la generación, transmisión y distribución suficiente, fiable y segura de aquélla, junto con las adecuadas conexiones internacionales de electricidad y de gas, especialmente en países relativamente aislados, como el Reino Unido o España. La seguridad energética del downstream en la mayoría de los países se reduce a regímenes normativos que optimizan la inversión y el mantenimiento de los sistemas de refinería/generación, las redes de distribución/transmisión y las instalaciones de almacenamiento. A pesar de que, como regla general, la seguridad energética en el downstream sólo se vulnera en contadas ocasiones, la naturaleza del régimen normativo es de suma importancia a efectos de evitar un menoscabo de la inversión requerida o un insuficiente mantenimiento que puede, en determinados momentos, producir apagones como los de California y Nueva York en los últimos años, o incluso como el sufrido en Barcelona en 2007. La extrema importancia de la seguridad en el downstream queda realzada por el hecho de que tales interrupciones en el suministro de energía afectan a los consumidores de la manera más directa y brusca, generalmente en forma de cortes de suministro que sólo pueden subsanarse con gran dificultad y penurias, al contrario que los incrementos de precio más graduales producidos por los tipos de interrupción anteriormente mencionados que pueden darse en el upstream y en el midstream.
La clave está en la diversidad
La clave para aumentar la seguridad energética no reside en la hipótesis intuitiva de que lo ideal sería gozar de una independencia energética nacional y de la capacidad para controlar las propias fuentes energéticas (o las ajenas). Más bien, la clave consiste en sumergirse en la realidad energética globalmente interdependiente del modo más diversificado posible y, por consiguiente, menos vulnerable. La diversificación en el plano de la energía constituye un objetivo más apropiado (y realista) que la independencia energética. Esto implica, en la medida de lo posible, una diversidad no sólo en los tipos de energía y en sus fuentes geográficas, sino también en las modalidades y rutas de transporte. Es mejor disponer de petróleo y gas de todas las fuentes geográficas y políticas posibles, así como de una amplia gama de tipos de energía que abarque desde los combustibles fósiles hasta los biocarburantes, desde las energías renovables hasta la energía nuclear, desde los motores de combustión hasta los motores eléctricos híbridos y pilas de combustible.
Asimismo, la diversidad debe estar presente en la matriz del transporte de energía en todo el proceso, desde el upstream hasta el downstream. Por ejemplo, antes que depender sólo de países de tránsito como Ucrania para el transporte del gas ruso a Europa, o depender sólo de los gasoductos rusos que evitan los países de tránsito y llegan directamente a Alemania, como el proyecto del gasoducto North Stream, Europa debería incentivar un equilibrio entre la dependencia del gas ruso que debe atravesar países de tránsito y la dependencia del gas ruso transportado directamente a la UE. Esto generaría un equilibrio respecto a las presiones que, o bien Rusia, o bien Ucrania, podrían utilizar para ejercer influencia sobre la UE. Asimismo, España debería intentar pasar de ser un mero punto de importación de gas, a un país de tránsito canalizador de gran parte del gas de Argelia (y del GNL regasificado desde Trinidad y Tobago o desde Qatar) hasta Francia. Esto también podría alentar a Argelia a desempeñar, además de su papel principal como productor y exportador de gas, el rol de país de tránsito para el gas nigeriano a través de un futuro gasoducto transahariano, en su eventual viaje a Europa a través de futuros gasoductos transmediterráneos.
La cuestión es que la diversidad de suministro aumenta la flexibilidad energética y reduce la vulnerabilidad ante cualquier forma de interrupción en el suministro, al tiempo que la diversidad en las modalidades de transporte y en las rutas mitiga la capacidad política (y la voluntad política) de verse tentado a utilizar cortes en el suministro como arma política.
Realismo e independencia intuitivos versus colaboración e integración no intuitivas
Quizá la mayor trampa potencial para el razonamiento intuitivo en relación con la seguridad energética reside en la insistencia por parte de los Gobiernos de los países consumidores en que la energía es un bien estratégico (en contraposición a un bien simplemente económico), aun cuando acusan a los países productores de permitir que su política envenene sus medidas en materia energética. En el downstream, esta amenaza a la seguridad energética se ha visto recientemente subrayada por la batalla por crear un único mercado energético europeo unificado y la resistencia que han opuesto a ello determinados Gobiernos y sus “campeones nacionales” en los sectores del gas y la electricidad. Los regímenes normativos y las prácticas (y la connivencia ante determinados incumplimientos) que pueden considerarse por parte de algunos gobiernos como la maximización de su propia seguridad energética nacional, tienen a menudo como efecto la debilitación de la seguridad energética óptima en el espacio económico más amplio del que forman parte. En el upstream, los grandes países consumidores, como EEUU o China, exhiben una tendencia demasiado fácil a utilizar la política exterior y el poder corporativo para intentar “garantizar” el acceso a las reservas de hidrocarburos, aunque esto genere tensiones geopolíticas, dé pie a conflictos militares o fragmente la economía global, y ralentice o invierta la tendencia hacia la integración económica global (el principal adelanto que ofrece la única y mayor posibilidad de alcanzar unos niveles óptimos de paz y prosperidad en el mundo).
Con demasiada frecuencia, los debates sobre seguridad energética comienzan con una declaración que se considera obvia (o intuitiva): la cuestión de la energía pertenece al ámbito estratégico de la seguridad nacional (incluso militar), una materia demasiado importante como para dejar su regulación en manos del mercado (a pesar de que este argumento, como ocurre a menudo, simplemente enmascare los intereses corporativos de los “campeones nacionales”). Así de claro lo expresó el propio Churchill; Roosevelt procedió en consecuencia a estas palabras en sus negociaciones con el Rey Saud. Los americanos han estado actuando conforme a tales instintos desde entonces, y muchos europeos temen que carecen de los recursos y de las herramientas para hacer frente a lo que consideran ahora como un obvio desafío estratégico. Los chinos han estado comportándose de un modo similar a través de la expansión de sus NOC en los últimos años, a pesar de que parece que se están dando cuenta (gracias a sus relaciones con la Agencia Internacional de la Energía) de la trampa que pueden haberse estado preparando a sí mismos.
Para algunos puede resultar obvio que el tema de la energía no puede dejarse únicamente en manos del mercado, pero también debería resultar obvio para todos que nada debería dejarse únicamente en manos del mercado. Es necesario instaurar regímenes normativos eficaces, eficientes y ecuánimes, de manera que los mercados no se hundan, que produzcan los niveles de inversión adecuados para el suministro futuro, moderen la demanda innecesaria, permitan que los precios alcancen el equilibrio óptimo (y, manteniendo inmutable todo lo demás, el más bajo posible), y generen al menos los niveles mínimos de investigación y desarrollo de nuevas tecnologías y de nuevas fuentes y tipos de bienes, servicios y energía.
Hace mucho que la mayoría de los países pertenecientes a la OCDE llegaron a esta conclusión, aunque frecuentemente la olvidan o la ignoran. Al ocuparse del comercio internacional, de cualquier naturaleza, la clave está en ensamblar las economías nacionales, basadas en el mercado aunque enmarcadas en contextos normativos adecuados, en un mercado global único cimentado sobre un régimen normativo internacional fundamentado bien en la soberanía compartida, bien en una sólida colaboración internacional. Aunque muchas otras economías no pertenecientes a la OCDE todavía no han aceptado firmemente este axioma, o continúan favoreciendo la regulación estatal sobre los mecanismos del mercado, debería establecerse como prioridad la colaboración internacional a efectos de extender el alcance de los mecanismos y el comportamiento del mercado y de forjar un sistema normativo internacional (un gobierno global) para regular la producción energética, el comercio y el consumo, de modo que el mayor número posible de actores nacionales tenga intereses entrelazados en el mayor grado posible. Puede que sea cierto que la competencia geopolítica (que es tanto la fuente como el producto de la mentalidad “realista”) ejerce una influencia cada vez mayor sobre los sistemas energéticos mundiales. Pero la única estrategia “realista” consiste en resistirse a esta tendencia echando mano de los principios del mercado y la colaboración internacional (aunque esto signifique la aceptación de ventajas o excepciones asimétricas para los países productores a corto plazo ?como permitir el acceso a Rusia o a Argelia al downstream en Europa antes de que esta última tenga un acceso igual y libre al upstream y al midstream en dichos países; o como continuar tolerando las prácticas de los cárteles entre los exportadores de petróleo de la OPEP, sin mencionar la formación de un nuevo cártel de exportadores de gas?).
Conclusiones: Aunque puede que muchos consideren intuitivamente que la energía constituye un caso especial y que la seguridad energética constituye una cuestión de seguridad nacional (algo que también podríamos decir de los microchips, el acero, la comida y casi todo lo demás), la realidad ineludible, por muy contraria a la intuición que pueda parecernos al asimilarla, es que la seguridad energética únicamente puede ser colectiva. Actuar de otro modo equivale a preparar el escenario para una repetición (diferente y más interesante, quizá, pero probablemente más peligrosa) de la primera mitad del siglo XX.
Paul Isbell
Director del Programa de Energía e investigador principal de Economía y Comercio Internacional del Real Instituto Elcano.