Tema: Las elecciones presidenciales y legislativas del próximo octubre en Ecuador revisten enorme importancia para un país en el que los tres últimos presidentes elegidos no han concluido su período y cuya característica central ha sido la inestabilidad política.
Resumen: Las elecciones de 2006 se realizarán en un marco institucional que promueve la fragmentación y en medio de un clima de cuestionamiento y rechazo a los partidos y a la política en general. El debilitamiento de los partidos, la atomización de los sectores sociales y el avance de las posiciones antisistema hacen prever resultados poco auspiciosos para la democracia. La posibilidad de elegir a un presidente débil que no pueda recibir la colaboración de un Congreso fragmentado –y que más bien deba enfrentarse permanente a éste– posibilita situaciones de inestabilidad similares a las vividas en los últimos diez años.
Análisis: Por octava vez desde el retorno a la democracia, en 1978, el Ecuador escogerá al presidente de la República en las próximas elecciones. Es probable que en la primera vuelta, el 17 de octubre, ninguno de los 13 candidatos inscritos logre la mayoría absoluta o al menos el 40% de los votos y una distancia de 10 puntos porcentuales con su inmediato seguidor, como establece la Constitución, de manera que será necesaria la segunda ronda establecida para el 26 de noviembre. En realidad, esto no será algo nuevo en el panorama político electoral ecuatoriano, ya que en todas las ocasiones anteriores ha sido necesaria e incluso en dos de ellas se ha producido lo que la literatura especializada califica como la reversión del resultado, esto es, que el triunfador de la primera vuelta no ganó la segunda y definitiva. Por otra parte, es también probable que un alto número de listas obtenga puestos en el Congreso Nacional unicameral, configurando un esquema de dispersión y fragmentación sin mayorías claras. Todo ello será la repetición de lo que ha venido ocurriendo durante las últimas décadas, pero en un grado más agudo, al existir otros elementos que marcan las especificidades de esta elección y conviene revisarlos brevemente.
El contexto de la elección
La contienda electoral de 2006 tendrá lugar, en primer lugar, en un contexto caracterizado por la erosión de las instituciones democráticas. Estas atraviesan su peor momento en la historia reciente del país. Aunque en general el proceso político ecuatoriano ha sido siempre azaroso y la inestabilidad ha sido su característica central, es innegable que en ningún momento llegó a los actuales niveles de deterioro. La crisis institucional que comenzó con el derrocamiento de Abdalá Bucaram, en febrero de 1997, y continuó con el golpe de Estado contra Jamil Mahuad, en enero de 2000, se agudizó con las acciones inconstitucionales del presidente Lucio Gutiérrez y la circunstancial mayoría conformada en el Congreso Nacional, en diciembre de 2004, hasta concluir con el derrocamiento del propio Gutiérrez en abril de 2005.
Es difícil encontrar un elemento común que pueda explicar todo esto. En la destitución de Bucaram por el Congreso fueron determinantes las denuncias de corrupción y el carácter caótico de su administración, que desencadenaron las masivas manifestaciones ciudadanas que, a su vez, forzaron la decisión de los diputados. En el origen del golpe contra Mahuad estuvo la crisis financiera de 1999 que arrasó con casi los dos tercios de la banca nacional. Para la destitución de Lucio Gutiérrez –también realizada por el Congreso– fueron determinantes las violaciones a la Constitución realizadas por el presidente en los meses precedentes, uno de cuyos efectos fue que el país permaneciera sin Corte Suprema de Justicia durante 11 meses. Todos estos actos contaron con fuertes movilizaciones sociales, pero de diversos sectores, de manera que tampoco en este aspecto se puede encontrar regularidad. Aún más, cada uno de los presidentes representaba a fuerzas políticas diferentes e incluso presentaba características personales, que iban desde la clásica imagen del líder populista hasta la del estadista preparado, pasando por la del neófito que buscó la presidencia más como aventura que como la culminación de una carrera política.
Las únicas constantes de todo el proceso fueron la utilización de procedimientos inconstitucionales para resolver los conflictos y la activa participación de las Fuerzas Armadas en la definición final. La actuación de los diputados y de los integrantes de organismos como el Tribunal Constitucional al margen de las disposiciones y los procedimientos constitucionales repercutió sobre las instituciones. El carácter de respuesta a las movilizaciones sociales de estas acciones, que generó inicialmente el apoyo de esos sectores sociales, no fue suficiente para evitar la erosión institucional. Cada una de ellas significó un paso más en la transformación de toda la arquitectura institucional en un cascarón vacío que podía ser llenado con un contenido adecuado para la situación del momento. En esas condiciones y ante la debilidad de los actores políticos, los militares retomaron su vieja condición de árbitros de última instancia, como había ocurrido en las convulsionadas décadas de 1930 y 1940, cuando el país vivió una situación bastante similar a la actual.
En segundo lugar, y en gran medida como efecto de esa erosión institucional pero también por el deterioro de la situación económica y social durante las dos últimas décadas del siglo XX, se generalizó una corriente de rechazo ciudadano a los partidos, a los políticos y, en general, a la política. La consigna “que se vayan todos”, coreada en las manifestaciones previas al derrocamiento del presidente Gutiérrez, en abril de 2005, expresó ese ánimo, que se ha mantenido hasta el momento y que se manifiesta en el alto número de indecisos que muestran los sondeos de opinión previos a las elecciones. Los partidos que lograron una cierta consolidación dentro de la aguda fragmentación del sistema ecuatoriano (Social Cristiano, de derecha, Izquierda Democrática, socialdemócrata, Roldosista Ecuatoriano, populista de centro, y Pachakutik, de origen indígena), tuvieron serias dificultades para definir sus candidaturas y en el trayecto han debido enfrentarse a desafiliaciones, conflictos internos y la apatía de sus propios militantes, con las secuelas negativas para su desempeño en la campaña.
Los propios partidos han puesto mucho de su parte para merecer un rechazo que probablemente se traducirá en castigo electoral. La constante utilización de las instituciones democráticas (especialmente el Congreso, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo Electoral), para obtener beneficios inmediatos y para satisfacer su propio interés o el de grupos sociales específicos, ha alimentado la idea de que se trata de organizaciones cerradas que no buscan el interés general y que están envueltas en prácticas corruptas. A pesar de que hasta las elecciones municipales de 2004 lograron mantenerse en el primer lugar de la preferencia ciudadana –en claro descenso con respecto a elecciones anteriores–, la opinión desfavorable es creciente en las encuestas y fue uno de los factores que dificultó la estructuración de las candidaturas, tanto para presidente y vicepresidente como para diputados y para los cargos de nivel provincial y municipal.
En tercer lugar, no se advierte que el vacío que van dejando los partidos esté siendo ocupado por organizaciones sociales que, con todas sus limitaciones, pudieran hacerse cargo de la representación y la respuesta a las demandas ciudadanas. Quienes van definiendo los temas de la agenda política son, en el mejor de los casos, pequeños grupos de ese indeterminado ente llamado sociedad civil. Sin embargo, lo hacen desde la posición de la antipolítica radical y asentados sobre el cuestionamiento a los procedimientos de la democracia representativa. Sin mayores perspectivas en lo electoral, y sin representatividad real, estos grupos consiguen corroer aún más los cimientos de la política y alimentan las posibilidades de algún outsider que puede beneficiarse del generalizado clima de rechazo.
Hasta hace pocos años, en lo que es a todas luces una paradoja, las tendencias impugnadoras del sistema encontraban en éste los mecanismos y los espacios apropiados para expresarse e incluso para obtener éxito. Así lo demuestra la larga historia de triunfos de los partidos populistas y, con otras características, de las organizaciones políticas de origen étnico. Desde distintos puntos de vista, unas y otras ponían en entredicho las bases que regían al juego político, pero participaban en éste porque en gran medida así se aseguraban resultados favorables. Dicho de otra manera, el sistema mostraba una capacidad nada despreciable para absorber las tendencias que le eran claramente opuestas y por consiguiente para sobrevivir a sus embates. Al parecer, esa capacidad se ha agotado o por lo menos estaría llegando a un punto en el que ya no puede ofrecer réditos a las fuerzas que lo cuestionan y por tanto ya no es inmune a sus arremetidas. Los efectos electorales del agotamiento se manifestarán en el incremento de la abstención (pese al carácter obligatorio del voto), una mayor proporción de votos nulos y, sobre todo, el acceso de múltiples grupos extremadamente pequeños al Congreso. La agudización de los problemas de gobernabilidad y representación serán los resultados inevitables.
Los límites de la elección
En el marco de esas condiciones de erosión institucional, de debilitamiento de los partidos, de ausencia de formas alternativas de representación y de avance de las tendencias antisistema, las elecciones de 2006 sólo cuentan con un mínimo margen para transformarse en el mecanismo de solución de los problemas de inestabilidad e ingobernabilidad. Las causas de esos problemas se encuentran en lo profundo del sistema político ecuatoriano, que produce inevitablemente presidentes débiles y congresos fragmentados y que alienta las conductas confrontacionales, todo lo cual agudiza los aspectos negativos del presidencialismo. Los componentes del sistema electoral, el diseño de las relaciones ejecutivo-legislativo y la obsoleta organización territorial del país son sus factores determinantes.
El sistema electoral ofrece enormes incentivos para la fragmentación, en la medida en que no establece barreras de representación, utiliza exclusivamente a las provincias como circunscripciones electorales para las elecciones legislativas sin una instancia de agregación nacional, permite la inscripción de candidaturas de minúsculos grupos generalmente conformados para la ocasión y, sobre todo, utiliza una forma de votación por personas en listas abiertas (panachage). Así, el elector de una provincia como Guayas, donde se eligen 18 diputados, puede escoger a cada uno de estos de una lista diferente, con lo que la fragmentación se produce en el momento mismo de la votación. Por otra parte, la utilización de la doble vuelta presidencial es un incentivo para la multiplicación de candidaturas y no actúa como elemento de formación de mayorías sólidas, al establecerse en un contexto de partidos débiles. En un sistema electoral de estas características es imposible que el presidente obtenga un respaldo sólido y se conformen sólidas mayorías parlamentarias. También es imposible eliminar la personalización y lograr que la votación ciudadana se oriente por consideraciones ideológicas o según posiciones político-programáticas.
En la misma dirección apuntan los otros dos elementos mencionados: el defectuoso diseño de las relaciones entre los poderes del Estado y la organización territorial del país. Sucesivas reformas constitucionales y legales han ido fortaleciendo al ejecutivo en menoscabo del legislativo, lo que ha creado un desequilibrio que encuentra su respuesta en las prácticas de bloqueo, convertidas en moneda de uso corriente. Por otra parte, la permanencia de un modelo centralista, que concentra las decisiones de asignación de recursos y las capacidades de procesamiento de las demandas sociales y políticas, es la vía por la que todos los conflictos se trasladan al nivel central, tanto al gobierno como al congreso. De esa manera, buena parte de la acción política se desenvuelve sobre asuntos que podrían ser resueltos con menos coste y de manera menos traumática en los niveles subnacionales. Adicionalmente, este es el mejor terreno para que germinen las prácticas clientelares y corporativas que caracterizan a la política ecuatoriana.
Por todo ello, no existen razones para suponer que los resultados que puedan arrojar estas elecciones vayan a ser diferentes a los obtenidos en anteriores contiendas. Nada permite asegurar que se podrá evitar la fragmentación y la dispersión en el Congreso o que el presidente elegido después del tortuoso camino de la doble vuelta pueda contar con mejores condiciones para gobernar e incluso para obtener el objetivo mínimo de llegar hasta el final del período. Por el contrario, las condiciones ya señaladas, así como los elementos propios del sistema político, son indicadores suficientes para sostener que en esta ocasión no sólo estarán presentes los problemas de las últimas décadas, sino también que podrían llegar a ser inmanejables.
Independientemente de los resultados electorales de octubre y noviembre próximos, la característica central a partir del 15 de enero, cuando se inicie el nuevo período presidencial y legislativo, seguirá siendo la incertidumbre. Los instrumentos y los mecanismos necesarios para alterar los factores de ingobernabilidad e inestabilidad no se encuentran en el triunfo de una de las múltiples opciones presentes. Lo que hará cada una de ellas –y en ello radican sus diferencias– será añadir o restar unos pocos ingredientes para acelerar o retardar levemente un resultado prácticamente inevitable.
Candidaturas y opciones
El número de candidaturas presidenciales, el más alto desde el retorno a la democracia, llega a 13, una expresión de la dispersión y de la relativa facilidad con que se puede acceder a una candidatura presidencial en un sistema tan laxo como el ecuatoriano. Aún así, el número es menor a las 17 que inicialmente buscaron ser calificadas y no lo lograron por no haber reunido las escasas firmas que establece la ley (el 1% de la población con derecho a voto). De éstas, sólo cuatro aparecen en las encuestas con alguna opción de disputar la segunda vuelta, pero ninguna aparece con una intención de voto que le asegure una mayoría medianamente cómoda. León Roldós, que encabeza los sondeos hasta el momento, apenas obtiene un 25%, en tanto que quienes disputan el segundo lugar (Cynthia Viteri, Rafael Correa y Álvaro Noboa) no superan el 15%. Los demás candidatos prácticamente no cuentan en los cálculos y, a menos que suceda algo imprevisto, esta elección les servirá únicamente para añadir un punto a su hoja de vida.
León Roldós, ex vicepresidente de la República y ex diputado, es el candidato de una alianza constituida por su propio movimiento (Red Ética y Democracia, conformado para sustentar su candidatura) e Izquierda Democrática, el partido que ocupó el segundo lugar en las anteriores elecciones legislativas y que ha tenido importante presencia en el panorama político nacional. Tanto la trayectoria personal de Roldós como el apoyo de ID hacen de él un candidato relativamente confiable para los sectores que se sitúan en el centro político, lo que se ha traducido en el apoyo de grupos empresariales y una proporción importante de las clases medias urbanas. Su votación aparece, siempre según las encuestas, distribuida uniformemente en el territorio nacional, lo que cuenta como una ventaja importante en un país en que no se comprende la política sin tomar en cuenta las diferencias regionales. Sin embargo, la falta de carisma y la relación con uno de los partidos considerados como tradicionales tienden a alejarle de quienes integran la corriente que cuestiona a los partidos y esperan cambios sustanciales en la conducción política.
Cynthia Viteri, ex diputada, es la candidata del derechista Partido Social Cristiano que ha obtenido el primer lugar en las elecciones legislativas desde 1990, pero que no ha podido triunfar en las presidenciales desde 1984. Su condición de mujer, joven y relativamente ajena a la cúpula de su partido le otorgó inicialmente una imagen de renovación y de cambio que le auguraba un buen desempeño electoral. Sin embargo, esas expectativas terminaron con la presentación de la candidatura de León Febres Cordero a la diputación y sobre todo con su participación en la campaña. No podía ser de otra manera, pues este viejo líder de su partido es uno de los políticos más controvertidos del país, que cuenta con el apoyo de una proporción importante de la población y obtiene los niveles más altos de rechazo. Si a esto se suma el desgaste del PSC y el sesgo regional de su votación (concentrada en la costa, en especial en la ciudad de Guayaquil), se puede sostener que a la candidata no le espera un camino fácil.
Para Álvaro Noboa, el empresario más fuerte del país –aunque no el que paga mayores impuestos, lo que ha salido a relucir en la campaña– esta es su tercera postulación presidencial. Si bien en las dos ocasiones anteriores llegó a la segunda ronda, en la presente parecen muy disminuidas sus posibilidades. Tanto que pocas semanas antes del cierre de las inscripciones comunicó su decisión de no participar, aunque en las últimas horas de vigencia del plazo decidió hacerlo. Su votación en 2002 se redujo en más de 10 puntos respecto a 1998, y, según las encuestas, actualmente se encuentra estancado en un nivel con el que difícilmente podrá pasar el filtro de la primera vuelta. Sin embargo, puede beneficiarse de la dispersión del voto y de la concentración de su electorado en las áreas más pobres de la costa.
Rafael Correa, ex ministro del actual gobierno, juega el papel de outsider apoyado por los movimientos sociales y los grupos ciudadanos que provocaron la caída de Lucio Gutiérrez (los famosos forajidos, en alusión al calificativo que éste les endosó en sus últimos días en la presidencia). Con una organización conformada para esta elección y que seguramente se disolverá tras el escrutinio, Correa se ha convertido en el portador de las posiciones más radicales tanto en el campo económico como en el político. Su enfrentamiento con los partidos (la partidocracia, en sus palabras) es frontal, pero también con todo lo que se asemeja a establishment, lo que causa más de un sobresalto a algunos grupos empresariales y a buena parte de los sectores medios. A pesar de que una actitud de esa naturaleza conlleva el riesgo de abrir frentes innecesarios, también le permite recoger todo el descontento y el rechazo hacia los partidos. Esto se manifiesta en la tendencia ascendente de su candidatura hasta el momento. Pero, en tanto no cuenta con antecedentes personales ni partidistas, es imposible anticipar el nivel que pueda alcanzar con esa estrategia. Para decirlo en la terminología de los sondeos de opinión, no se conoce a qué altura se coloca su techo, de manera que es la gran incógnita de esta elección.
Los otros candidatos, entre ellos un hermano del ex presidente Gutiérrez, no tienen opción alguna de disputar los primeros lugares, pero sí serán factor a tomar en cuenta a la hora de restar votos a los que encabezan el pelotón. En una final reñida, como seguramente será la de la primera vuelta, unos pocos votos que logra captar un candidato perdedor pueden hacer la diferencia para definir los primeros lugares, como se vio recientemente en la elección presidencial peruana. Los más afectados en este sentido pueden ser Cynthia Viteri y Álvaro Noboa que, por las características sociales y regionales de su electorado, están más expuestos a ceder votos a aquellos candidatos que apenas harán un saludo a la bandera. Pero, mientras no se hayan contado los votos no se podrá asegurar el resultado de la primera ronda. Menos aún de la segunda que, para los tiempos ecuatorianos, se halla a años luz.
Conclusiones: Si es difícil anticipar el resultado de la próxima elección, resulta algo más que imposible predecir la suerte del próximo gobierno. El contexto institucional –especialmente el diseño del sistema electoral y de las relaciones entre los poderes del Estado– y el ambiente de rechazo a la política no conforman el escenario más adecuado para apostar a su estabilidad. El derrocamiento de los tres últimos presidentes elegidos es un antecedente que gravita con fuerza sobre el futuro no sólo del próximo gobierno sino también del país, ya que el problema no se encuentra en las características de quienes ocuparon el cargo, sino en los aspectos más profundos del sistema político. Este sólo puede producir gobiernos débiles y congresos fragmentados, el caldo de cultivo de las prácticas clientelares y corporativas sobre las que se instauran los bloqueos como hecho cotidiano. El próximo presidente será, con toda seguridad, la próxima víctima de esas condiciones adversas.
Frente a esta realidad, al menos siete candidatos han expresado su decisión de impulsar una Asamblea Constituyente, y entre ellos se cuentan dos de los que tienen posibilidades de pasar a la segunda vuelta (Roldós y Correa). Sin embargo, esto plantea tres problemas para la agenda política. Primero, no existe ninguna disposición constitucional que faculte esa convocatoria por parte del presidente, de manera que sólo podría concretarse tras largas negociaciones con el Congreso y seguramente también después de realizar un plebiscito. Todo el tiempo que se tomaría para esto estaría marcado por la incertidumbre y la inestabilidad, con sus secuelas negativas sobre la economía. Segundo, es un hecho que el próximo presidente será tan o más débil que los que lo han precedido, de manera que le resultará extremadamente difícil, si no imposible, transitar este camino. Finalmente, de acuerdo con las tendencias predominantes entre los movimientos sociales y los grupos ciudadanos, los impulsores de la Asamblea, será poco probable que cuente con mayorías sólidas y, sobre todo, que realice una reforma política orientada a solucionar los problemas que han afectado al país. Por el contrario, sus demandas apuntan a la mayor apertura del sistema, lo que producirá mayor fragmentación, y al debilitamiento de los partidos.
Por otra parte, el próximo presidente contará con abundantes recursos provenientes de la exportación petrolera, de manera que en ese campo existirán menos preocupaciones. Sin embargo, si estos van a ser utilizados para aplacar la conflictividad política solamente se habrá abonado el terreno del clientelismo y del incremento de presiones sobre el propio gobierno central. Con ello se agudizarán los vicios de la política nacional. En síntesis, no son buenas las perspectivas para el futuro inmediato de Ecuador. Las próximas elecciones generales pueden ser un eslabón más en la cadena de la inestabilidad y de la ausencia de rumbo. Las tendencias centrífugas se fortalecerán y consenso seguirá siendo una palabra proscrita del diccionario político nacional.
Simón Pachano
Profesor e investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO, sede Ecuador. Autor de numerosos libros y artículos sobre democracia, partidos políticos y elecciones