Tema: El actual primer ministro ruso, Vladimir Putin, que ocupó la presidencia en 2000-2008, ha anunciado en el último congreso del partido Rusia Unida que se presentará a las elecciones presidenciales de 2012.
Resumen: La candidatura de Putin –quien como primer ministro ha conservado unas elevadas tasas de apoyo popular, superiores a las del presidente Dmitri Medvedev– significa casi con certeza que regresará al Kremlin tras las elecciones; y por un período que, tras una reciente reforma constitucional, será esta vez de seis años y con la posibilidad de otro mandato posterior. ¿Qué consecuencias tendrá esta nueva fase para las relaciones de Rusia con Occidente? En el presente ARI se examina el contexto interno de la sucesión en la presidencia y se ofrecen cinco razones por las que no es probable que ésta suponga, per se, una ruptura con la etapa actual de la política exterior.
Análisis: Las primeras reacciones en Europa y EEUU al largamente esperado anuncio de que Putin se presentará a un tercer mandato, tras el paréntesis de los cuatro años de Medvedev, han sido mayoritariamente negativas. El antiguo oficial del KGB Putin es identificado con un período de reafirmación nacionalista rusa y competición con otras potencias; así como de retroceso de las libertades en el ámbito interno, con una concentración del poder en manos de los siloviki o miembros de los servicios de seguridad. Medvedev, por el contrario, ha sido un interlocutor más aceptable gracias a su perfil como jurista y a su defensa de la modernización tecnológica de Rusia, para la cual ha tratado de lograr la cooperación occidental.
Sin embargo, esta dicotomía entre Putin y Medvedev como la cara más “agresiva” y más “amable”, respectivamente, de la Rusia actual no se corresponde plenamente con la realidad. A continuación recordaremos los antecedentes de la sucesión actual, para explicar después por qué el retorno de Putin no equivale necesariamente a un incremento de la conflictividad en las relaciones con Occidente.
Contexto de la sucesión
El presidente Medvedev accedió al cargo en 2008 tras ser designado como candidato por Putin, quien no podía optar entonces a un tercer mandato al haber agotado el máximo de dos consecutivos. Como primer viceprimer ministro, Medvedev se había ocupado de los llamados “proyectos nacionales” –sanidad, educación, vivienda y agricultura–, así como de la coordinación del gobierno; con la excepción de los llamados “ministerios de fuerza”, controlados directamente por el presidente: Defensa, Interior y los servicios de seguridad e inteligencia.
La victoria de Medvedev en 2008, gracias al apoyo del “partido del poder” –Rusia Unida– y de los medios de comunicación controlados directa o indirectamente por el Estado, se interpretó como una estratagema temporal de Putin hasta que pudiera presentarse nuevamente a las elecciones, ya que el límite constitucional se refiere únicamente a dos mandatos consecutivos. Así, la interpretación mayoritaria es la de que éste ha seguido controlando los resortes del poder desde su nuevo puesto como primer ministro, incluso los “ministerios de fuerza” que teóricamente responden sólo ante el presidente, al carecer Medvedev de apoyos suficientes entre los siloviki.
Esta situación atípica de “doble poder” o “tándem” ha sido interpretada con distintos matices: desde quienes la han considerado una simple continuación de la presidencia de Putin, con Medvedev como mero títere o ayudante del anterior –“Batman y Robin”, según los calificó la embajada estadounidense en uno de los cables publicados por Wikileaks–, hasta los que han percibido, no obstante, algunos intentos del segundo por diferenciarse respecto de su antecesor.
La tesis que defendemos en este análisis es que, precisamente por el alto grado de dependencia que ha existido entre el tándem dirigente, Putin no tratará al regresar a la presidencia de establecer una ruptura drástica con la política exterior de Medvedev; salvo que otros factores o acontecimientos externos le impulsen a ello. Cinco razones apoyan esta afirmación: (1) Putin nunca ha perdido su influencia; (2) Medvedev no ha sido un presidente pro-occidental; (3) la política exterior de Putin fue más pragmática de lo que se recuerda; (4) Moscú actúa en gran medida de forma reactiva a la actitud de Occidente; y (5) Rusia nos seguirá necesitando para su modernización económica.
(1) Putin nunca ha perdido su influencia
A pesar del reparto teórico de competencias entre presidente y primer ministro, Putin ha continuado desempeñando un papel internacional activo, realizando con frecuencia declaraciones que corresponderían teóricamente al presidente: por ejemplo, criticando la actuación de Tbilisi durante la breve guerra ruso-georgiana de agosto de 2008. No es el primer ejemplo de mayor protagonismo de un primer ministro ruso a causa de la posición de debilidad del presidente: lo mismo sucedió al final de la etapa de Boris Yeltsin, cuando la delicada salud de éste permitió a Yevgeni Primakov –un veterano especialista en relaciones internacionales– asumir en gran medida la dirección de la política exterior.
Aunque en ocasiones Medvedev ha criticado indirectamente algunas decisiones adoptadas durante la presidencia de Putin, como la dependencia de las exportaciones energéticas, no ha existido una contradicción entre las posiciones de ambos en asuntos internacionales. Se ha tratado, más bien, de un reparto de papeles en el que Medvedev ha proyectado una imagen más dialogante de cara al exterior para minimizar los recelos que despierta Rusia entre otras grandes potencias, especialmente occidentales. Esta táctica puede considerarse acertada para Moscú, en cuanto que le ha facilitado hacer escuchar su voz y defender más eficazmente sus intereses; lo cual ha debido necesariamente contar con el asentimiento de Putin, con quien el presidente ha tenido que consensuar al menos las líneas generales de la política exterior, pese a que la ejecución de la misma haya estado condicionada por su diferente estilo de liderazgo.
(2) Medvedev no ha sido un presidente pro-occidental
Una segunda razón por la que la marcha de Medvedev –quien previsiblemente se convertirá tras las elecciones en primer ministro, intercambiando su cargo con Putin– no supondrá una ruptura con la etapa anterior es que también él, al igual que su antecesor, ha defendido los intereses de Rusia y su papel como actor independiente evitando alineamientos que limiten su autonomía. Incluso aquellas características que pueden considerarse aportaciones del propio Medvedev a la política exterior, como el discurso de la modernización de Rusia, parten de una concepción de su país como gran potencia por derecho propio en un sistema internacional multipolar; de forma que no se plantea en modo alguno una identificación con las potencias occidentales o con las instituciones euroatlánticas, como la UE y la OTAN. Así, ha continuado la oposición a la ampliación de la Alianza Atlántica a Ucrania y Georgia –ahora en suspenso por falta de consenso entre los propios aliados–, y se ha empleado incluso la fuerza cuando los intereses rusos considerados vitales han estado en juego, como en el caso de Osetia del Sur.
El proyecto de Medvedev ha consistido, por tanto, en modernizar y diversificar la economía rusa con el fin de reforzar su poder e influencia de cara al exterior, así como asegurar una gobernanza eficaz en el plano interno. Para ello, las potencias occidentales aparecen como socios comerciales y colaboradores en proyectos de I+D+i, sin que esto tenga por qué extenderse a una coincidencia de posiciones en los demás ámbitos, y preservando el régimen político ruso en su configuración actual, pese a las carencias del mismo en cuestiones de democracia y derechos humanos. Esta autocrítica a la debilidad interna de Rusia y su desventaja económica con respecto a otros países desarrollados constituye en gran medida una actualización del discurso de Putin en 2000, aunque adaptada a la personalidad y a la diferente retórica de Medvedev.
(3) La política exterior de Putin fue más pragmática de lo que se recuerda
Un argumento adicional para afirmar que no existe una concepción tan distinta de la política exterior rusa en la presidencia de Putin y la de Medvedev es que el primero actuó al asumir la presidencia en 2000 con un notable grado de pragmatismo. El ejemplo más evidente fue el apoyo de Moscú a la invasión estadounidense de Afganistán tras los atentados del 11-S, obviando el rechazo del establishment de seguridad ruso a la entrada de tropas occidentales en Asia Central: Putin fue incluso el primer líder internacional que telefoneó a Bush para ofrecer su colaboración. Asimismo, en cuestiones tan espinosas como las relaciones con la OTAN –cuya ampliación se siguió definiendo como amenaza– fue también Putin quien alcanzó acuerdos como el Consejo OTAN-Rusia; no con el fin, naturalmente, de avanzar hacia una integración en la Alianza, sino para hacer posible un diálogo en el que Moscú pudiese defender sus posiciones en cuestiones de seguridad que también le afectaran, reconociendo de facto su incapacidad para detener procesos como el de la ampliación.
La estrategia de política exterior de Rusia ha incluido tanto la coacción –por acción, mediante la presión directa o el uso de la fuerza, o por omisión, rechazando alcanzar acuerdos– como la negociación como medios para hacer valer sus intereses en el ámbito internacional en las presidencias de Putin y Medvedev, incluso tras el establecimiento del “tándem” dirigente a partir de 2008. La frecuencia con la que se ha optado por unos u otros instrumentos ha dependido de las circunstancias en cada momento. En el caso de la etapa de Putin, existió una clara decepción con los beneficios del apoyo a la presencia de EEUU en Afganistán; así, la retórica de la Administración Bush a favor de la “expansión de la democracia” mediante cambios de régimen, y su apoyo a los levantamientos populares o “revoluciones de colores” en la periferia ex soviética, fueron percibidos en Moscú como una amenaza para la permanencia de su régimen.
Pese a ello, tanto estos desafíos como otros también procedentes de Occidente, incluyendo la ampliación de la OTAN, han sido considerados por Moscú amenazas políticas –para la influencia de Rusia y su prestigio como gran potencia– más que de hard security; de forma que no se ha respondido a ellas mediante el uso de la fuerza salvo en el caso de la guerra ruso-georgiana, donde se produjo un enfrentamiento sobre el terreno al tratar el gobierno de Tbilisi de recuperar Osetia del Sur atacando las posiciones de los separatistas. El otro ejemplo más claro de empleo de la coacción por parte rusa, esta vez económica, fueron las sucesivas “crisis del gas” con Ucrania, donde se pretendía obligar a ésta a aceptar el fin de un trato preferente en cuanto a los precios como respuesta al deterioro de las relaciones políticas desde la “revolución naranja”. En ambos casos se ha tratado de un enfrentamiento bilateral entre Rusia y dos países de lo que considera su zona de influencia geográfica como gran potencia; no tanto una agresión a Occidente by proxy o por actor interpuesto similar a los conflictos de la Guerra Fría, como se tiende a interpretar de forma errónea, más allá de aprovechar la situación para enviar un mensaje de advertencia a las potencias occidentales y recordarles la necesidad de tener en cuenta a Moscú como un actor poderoso e influyente.
(4) Moscú actúa en gran medida de forma reactiva a la actitud de Occidente
Esta capacidad de Rusia para adaptarse a las circunstancias –si bien de forma imperfecta, como sucede con frecuencia– empleando aquellos instrumentos mediante los cuales puede defender sus intereses de forma más eficaz, constituye otra razón para que el cambio de presidente no sea un factor tan decisivo, más aún cuando se trata de dos líderes que han consensuado sus posiciones durante los cuatro años de vigencia del “tándem”.
La principal causa del actual impulso a las relaciones con Occidente en todos los ámbitos –reset con EEUU tras la llegada de Obama, desbloqueo de la cooperación práctica con la OTAN tras la guerra ruso-georgiana y Asociación para la Modernización con la UE– no ha sido la voluntad de Medvedev de evitar enfrentamientos, como se demostró en el caso de Osetia del Sur. Por el contrario, en gran medida se ha tratado de una reacción a una situación internacional diferente de la que encontró Putin durante su primer y especialmente su segundo mandato, con una voluntad política mucho más definida por parte de las potencias occidentales de dar prioridad al diálogo con Rusia.
Así, la intensificación de las relaciones en el ámbito político y en otros como el económico puede tener un efecto positivo de spillover o extensión a otras áreas, como la de la seguridad, reduciendo las percepciones de amenaza y por tanto los incentivos para emplear la coacción en lugar del diálogo. Esta capacidad de adaptación en cuanto a los instrumentos de la política exterior no se extiende, en cambio, al ámbito de la política interna, donde Moscú continúa rechazando cualquier intento de otros Estados u organizaciones para influir en la configuración de su régimen político, por ejemplo, con los impedimentos que se están presentando para el despliegue efectivo de una misión de observación de la OSCE en las próximas elecciones legislativas.
(5) Rusia nos seguirá necesitando para su modernización económica
La principal línea conductora del discurso de Medvedev en estos últimos años, el proyecto de “modernización” de Rusia –entendida como diversificación de la economía para avanzar desde las exportaciones energéticas a sectores de alta tecnología– tampoco responde a una decisión individual del actual presidente, sino a una necesidad reconocida por el conjunto de las élites rusas, aunque con matices en cuanto a la urgencia de la misma y su prioridad respecto de otros objetivos.
El proyecto de Putin al asumir la presidencia en 2000 se inscribía en esta misma línea: dotar a Rusia de una economía sólida superando las crisis de los 90, manteniendo las capacidades necesarias –no sólo militares– para preservar un estatus de gran potencia en el exterior. Sin embargo, los ingresos obtenidos por el Estado ruso gracias a los altos precios de la energía eliminaron los incentivos para realizar reformas más profundas, prefiriendo centrarse en la consolidación del control estatal sobre el sector energético.
La lógica de la modernización –o si se prefiere, la equiparación de Rusia con otros países desarrollados, superando definitivamente su complejo de inferioridad tras la disolución de la URSS– está indisolublemente unida, por tanto, a la existencia de unas relaciones estables con Occidente; ya que mientras exista una elevada dependencia tecnológica y comercial de los países occidentales cualquier intento competición con ellos en el ámbito de la política internacional estará condenado al fracaso. Esta estabilidad en las relaciones se refiere únicamente, como hemos visto, al mantenimiento del diálogo pese a la existencia de crisis puntuales, de forma que –por ejemplo– los desacuerdos en cuestiones políticas no supongan el bloqueo de la cooperación económica, o viceversa.
Conclusiones: El previsible retorno de Putin a la presidencia de Rusia no supone por sí mismo el inicio de una etapa de conflicto en las relaciones de este país con Occidente. Del mismo modo que en la etapa de Medvedev se ha continuado –con el consenso de Putin– tratando de lograr el reconocimiento del país como gran potencia influyente, mediante los instrumentos considerados más eficaces en cada momento, tampoco hay que esperar a partir de las elecciones que el nuevo presidente renuncie a este objetivo. Sin embargo, la interdependencia económica es un imperativo suficiente para que Moscú trate de evitar enfrentamientos graves que detraigan recursos escasos de su desarrollo interno; salvo en los casos muy poco frecuentes en los que se perciba que sus intereses considerados vitales –por ejemplo, la permanencia en el poder de la elite gobernante– están en juego.
Por otra parte, la política exterior rusa ha mostrado un grado apreciable de reactividad a la actuación de otros actores, muy especialmente las grandes potencias occidentales. En consecuencia, no es sólo el relevo en el Kremlin lo que va a determinar el estado de las relaciones en los próximos años, sino también la capacidad de EEUU y de la UE para mantener un diálogo fluido, cooperando en aquellos aspectos donde los intereses sean compartidos. De esta forma podrán reducirse progresivamente las percepciones de exclusión de Rusia, y por tanto sus incentivos para defender sus posiciones mediante la coacción o el bloqueo, aunque se mantenga –como es inevitable– un componente de rivalidad con Occidente por consolidarse como centro de poder en el mundo multipolar en el que ya vivimos.
Javier Morales
Miembro Asociado Senior de St. Antony’s College, Universidad de Oxford