Tema: Las organizaciones no gubernamentales van abarcando cada vez más parcelas de poder en países con instituciones frágiles, como Guatemala. Algunas desarrollan un trabajo socialmente útil, pero otras se dedican a actividades más prosaicas, aprovechando la falta de control de los donantes.
Resumen: Las organizaciones no gubernamentales (ONG) se han convertido, desde hace unos años, en parte consustancial del paisaje cotidiano de Guatemala, como los volcanes, la delincuencia o los autobuses multicolores. Más de 500 entidades locales han ido ocupando los espacios desatendidos por un Estado débil e inoperante, y pocos de los 12 millones de guatemaltecos no han escuchado alguna vez los términos “proyecto”, “financiación” o “desarrollo integral”. La ausencia de fiscalización ha permitido que en ese piélago humanitario florezca la picaresca, y que el rótulo de “ONG” sirva de tapadera para negocios, corrupción y tráfico de influencias, como han puesto de manifiesto escándalos recientes. Del análisis crítico tampoco salen indemnes las organizaciones de derechos humanos, cuya “lucha contra la impunidad” suele disfrazar intereses políticos y corporativos. Arropados por la comunidad internacional, estos grupos han conformado un poder paralelo que condiciona las agendas de los gobiernos de turno.
Análisis: Todo estaba preparado, el pasado 14 de enero, para la ceremonia del traspaso de poder. Cuando el presidente saliente, Alfonso Portillo, entregara la banda blanquiazul a Óscar Berger habrían terminado cuatro años de gobierno del Frente Republicano Guatemalteco (FRG), pródigos en escándalos de corrupción. Horas antes del relevo, el ministro de Gobernación, Adolfo Reyes, resolvía algunos “flecos” pendientes. Uno era la renovación de dos convenios con sendas ONG para el mantenimiento del armamento y las patrullas policiales. Dicho mantenimiento había brillado por su ausencia y uno de los grupos favorecidos, dedicado al “desarrollo de Guatemala”, ni siquiera tenía registro. Pero 110 millones de quetzales (unos 11 millones de euros) volaron de las arcas públicas.
Hasta el último minuto aprovecharon los funcionarios “eferregistas” para esquilmar el erario. A pesar de estar curtidos en materia de corrupción, los guatemaltecos no encuentran precedentes de tamaña voracidad saqueadora. La administración del FRG fue como una plaga de langosta y las nuevas autoridades han debido emprender la desinfección de las dependencias públicas. A falta de dictámenes oficiales, las cantidades robadas, desviadas, defraudadas o trianguladas superan los 800 millones de euros. Cada día brota un nuevo escándalo. La frase “Se Busca” corona las cabezas de medio centenar de funcionarios y muchos han huido. Oscar Dubón lo intentó, pero lo atraparon en Nicaragua: era el titular de la Contraloría General de Cuentas, el encargado de velar por el buen uso de los fondos públicos. Un oportuno chivatazo alertó al ex presidente Portillo, que voló a México antes de que los tribunales le prohibieran abandonar el país.
En ese laberinto de fechorías, las investigaciones han descubierto que uno de los instrumentos favoritos para los desfalcos han sido las ONG. La cobertura legal la proporcionó un decreto de 1999 que autorizaba las transferencias financieras desde entidades estatales a asociaciones “no lucrativas” para ejecutar programas y proyectos, evitando la Ley de Contrataciones. El FRG pulverizó los escasos mecanismos de control que quedaban y numerosas “ONG solidarias”, algunas recién creadas, se hicieron, sin licitación alguna, con toda clase de contratos.
El catálogo de convenios que va saliendo a la luz es insuperable. El citado ministro de Gobernación adjudicó a la Asociación para el Combate a la Pobreza Extrema la “implementación” de la radiocomunicación de la policía, mientras que la Asociación Metropolitana para Mejorar los Ámbitos de Habitabilidad en los Barrios Marginales fue elegida para construir varias comisarías. Ahora se investigan las “anomalías en la ejecución” de tales proyectos (ni radios “implementadas”, ni comisarías construidas) y otros 200 contratos sospechosos. Pero nada se compara con los ocho convenios suscritos por la Secretaría de la Presidencia con la Asociación Bienestar Comunitario de Guatemala (Biencogua), que recibió 100,2 millones de quetzales para un extenso programa que incluía desde la construcción de carreteras y puentes hasta la remodelación de la plaza de Zacapa (tierra natal de Portillo), pasando por la compra de repuestos de vehículos, publicidad y estudios medioambientales. Los puentes quedaron a medias, los repuestos se perdieron y del resto no se sabe. A lo mejor tiene algo que ver el hecho de que Biencogua aparece registrada como ONG para “actividades relacionadas con Spas, Baños Sauna, Masajes, Asistentes de Compras, Astrología, etc”. Quien sí cumplió fue la Asociación Amigos en Acción, que financió la campaña electoral de dos candidatos teóricamente “opositores” al FRG (Álvaro Colom y Leonel López Rodas) con fondos públicos ilegalmente transferidos por el ex contralor Dubón. El objetivo del gobierno era debilitar la coalición de Óscar Berger, que pese a todo ganó los comicios presidenciales en diciembre de 2003.
En la sanidad, los fraudes han golpeado directamente a la población más necesitada. La corrupción no sólo se dio entre los altos funcionarios que desviaron 350 millones de quetzales del Seguro Social, sino también entre ONG contratadas para prestar asistencia médica en las áreas rurales. Los nuevos responsables del Ministerio de Salud están supervisando los 144 convenios suscritos por sus predecesores y ya han cancelado una veintena, a la vista de las irregularidades encontradas. Simultáneamente, la Gremial de Fabricantes de Productos Farmacéuticos ha denunciado que varias asociaciones civiles venden medicinas de uso exclusivo del Seguro Social.
Ni cuántas, ni cuánto
Nadie sabe con exactitud el número de ONG que funcionan en Guatemala. Ni siquiera existe un registro unificado. El Directorio 2002, realizado por el Foro de Coordinaciones de ONG de Guatemala y financiado por la Fundación Soros, recoge 436 entidades no gubernamentales y asociaciones locales. Si sumamos los grupos que aparecen en el Directorio 2003 de Asindes ONG y descontamos las repeticiones, llegamos a 515, cifra próxima a las “500 más o menos” manejada por las autoridades, y que no incluye a los grupos internacionales ni las agencias de cooperación bilateral. Casi el 70% se dedica al “desarrollo integral” (educación, salud y producción agropecuaria y artesanal).
Con semejante “despliegue asistencial” resultan incomprensibles episodios como el brote de hambruna de julio de 2001 en Jocotán, Camotán y Olopa, municipios del departamento oriental de Chiquimula. El diario Siglo XXI dio la voz de alarma y mostró fotos de niños esqueléticos, hacinados en el único dispensario de la comarca. Agrupaciones sociales, empresarios y artistas se volcaron en campañas de ayuda. El gobierno decretó el “estado de calamidad”. En realidad, la región no padecía una hambruna repentina, sino algo peor: una situación de desnutrición crónica que alcanzaba cotas críticas si, además, había sequía, como ocurrió ese verano. Los expertos “descubrieron” unas comunidades sumidas en un subdesarrollo pavoroso, aferradas al monocultivo y embrutecidas por el aislamiento: mujeres que no sabían usar los utensilios de cocina ni calentar las papillas nutricionales de sus hijos, hombres que impedían que sus familias fueran atendidas en el dispensario… Ante este cuadro desolador, lo que menos podía esperarse era que siete ONG y asociaciones civiles llevaran años trabajando en aquellos municipios. ¿Qué habían hecho hasta entonces la Asociación de Desarrollo Integral de Comunidades Camotecas, la Asociación de Desarrollo Chortí, la Asociación de Desarrollo Luz y Vida o la Asociación para el Desarrollo Integral del Nororiente? A raíz de la crisis de 2001, otros grupos se apresurarían a incluir en sus programas los nombres de Camotán y Jocotán, convertidos en un buen reclamo para los donantes.
Con una de las recaudaciones tributarias más bajas de América Latina, el Estado guatemalteco ha sido incapaz de asumir sus obligaciones en materia de desarrollo y ni siquiera ha logrado coordinar las iniciativas civiles. La ausencia de criterio y controles ha propiciado el crecimiento de un “magma” humanitario donde se mezclan organizaciones solventes con grupos escasamente profesionales y con “tapaderas” para negocios lucrativos e incluso ilícitos. Formar y legalizar una ONG no lleva más de cuatro meses y cuesta entre 3.000 y 5.000 quetzales. Sólo las que reciben fondos públicos están sujetas, en teoría, a la supervisión de la Contraloría, que en la práctica es inexistente. Las que reciben donaciones privadas están eximidas de rendir cuentas.
A raíz de los recientes escándalos, numerosas voces exigen una fiscalización más estrecha. Algunos activistas aseguran que se “estigmatiza” a las organizaciones no gubernamentales, cuando de hecho se debería investigar a quienes hacen mal uso de esa figura legal. Tienen razón, pero también es cierto que la opacidad que les rodea no ayuda a disipar la desconfianza. Las ONG guatemaltecas, incluso las más importantes, trabajan lejos de los cánones de transparencia imperantes en otros países. Los balances públicos que presentan las organizaciones europeas, por ejemplo, que incluyen el monto anual de sus ingresos, así como su origen y su destino, son impensables en Guatemala, donde los dirigentes humanitarios se escudan en que sólo deben explicaciones a sus donantes. Todo lo más, conceden que manejan cantidades superiores a los 800 millones de quetzales al año.
Los derechos humanos
Si bien la constelación de asociaciones civiles en Guatemala es increíblemente vasta, son las organizaciones de derechos humanos quienes concentran de hecho el poder político y financiero. Las razones son históricas: un sangriento conflicto armado de 36 años brindó un nutrido historial de abusos y colocó al país en el punto de mira internacional. El “capítulo derechos humanos” ha sido tradicionalmente el eje rector de sus relaciones exteriores, condicionando paquetes de ayuda, acuerdos y beneplácitos.
De ahí que estas organizaciones, constituidas en un formidable aparato de denuncia, sean un agente político de primer orden. Una decena de grupos conforma la nomenklatura, encabezada por la Fundación Rigoberta Menchú, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (Odha), la Fundación Myrna Mack y el Centro de Acción Legal en Derechos Humanos (Caldh). Sus publicaciones y alegatos alimentan al Departamento de Estado, a las embajadas, a la ONU y a las multinacionales humanitarias, como Amnistía Internacional, Human Rights Watch o WOLA, quienes, a su vez, reproducen esos datos en sus informes, que luego son reutilizados por las mismas ONG guatemaltecas para revalidar su credibilidad y reforzar su poder de presión en el ámbito político y judicial interno. En este proceso de retroalimentación faltan los filtros críticos. Sea por ingenuidad o por prejuicios ideológicos, muchos funcionarios y activistas internacionales no acostumbran a contrastar las denuncias ni a diversificar sus fuentes, convirtiéndose en rehenes de una sola versión.
En Guatemala sobran ejemplos. El más sangrante es el proceso judicial por el asesinato del obispo Juan Gerardi, un connotado defensor de derechos humanos asesinado en 1998. El prelado acababa de presentar el informe Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi), sobre los abusos cometidos durante la guerra. El crimen, ocurrido dos años después de la firma de la paz, desgastó al gobierno de Álvaro Arzú y puso de nuevo a Guatemala en la picota: la comunidad internacional exigió a las autoridades su esclarecimiento como prueba del compromiso con el Estado de Derecho. Portillo hizo del caso su bandera electoral y decidió no defraudar las expectativas. Una semana después de su toma de posesión, en enero de 2000, tres militares (dos de ellos, ex escoltas de Arzú) y un sacerdote enfilaban a la cárcel. El juicio se celebró un año más tarde. A falta de los autores materiales e intelectuales, los acusados fueron condenados a 30 años por encubrimiento y complicidad.
La comunidad internacional aplaudió la sentencia sin preocuparse por los métodos empleados. Si lo hubiera hecho, se habría topado con el paradigma de la perversión de la justicia: fiscales que eliminan pruebas científicas y presentan en su lugar una ristra de falsos declarantes, un testigo de cargo que cambia cuatro veces su versión (siempre bajo juramento), un tribunal que pisotea la presunción de inocencia de los acusados y llega al extremo de alterar las actas del juicio para “corregir” testimonios y extirpar sus contradicciones… Como colofón, una sentencia calificada de “aberrante” por los juristas serios, pero celebrada por los activistas humanitarios como “una aportación histórica a la lucha contra la impunidad”.
Sin entrar en la trama del crimen, la manipulación del expediente y las tropelías legales dejan al descubierto un importante montaje político-judicial del gobierno de Portillo contra su antecesor, Álvaro Arzú. Lo más espeluznante es que la farsa fue apuntalada por la Odha, fundada por el propio Gerardi y erigida en acusación particular. La Odha señaló a los militares procesados, con los que tenía cuentas pendientes, y suministró falsos testigos, mientras encubría a otros personajes del ámbito clerical. Uno de sus antiguos cuadros, Edgar Gutiérrez, afinó el engranaje desde su puesto de jefe de inteligencia del gobierno del FRG, del que luego sería ministro de Relaciones Exteriores.
Lo más inquietante es que tanto la Misión de la ONU como Amnistía Internacional avalaron el proceso. Del pobre trabajo de observación de AI da idea el informe publicado en 2002, plagado de errores. Tampoco “la verificación” de la ONU permitió que aflorara una sola irregularidad (véase nuestro libro sobre el caso Gerardi, ¿Quién mató al obispo? Autopsia de un crimen político, Planeta, México, 2003). Esta “ceguera” revela la dificultad de estos organismos para guardar una distancia crítica con todas las partes. ¿Cómo cuestionar a la todopoderosa Odha, que desde el asesinato del obispo apareció como el principal actor en la “resolución” del caso? ¿Quién iba a poner en duda la superioridad moral de los activistas humanitarios? Los efectos de este compadrazgo no pueden ser más perversos: privilegiar la corrección política sobre la legalidad.
La industria del victimismo
Que la Odha es una “oficina de proyección política” es algo que varios obispos reconocen y deploran. Pero ese patrón se ha generalizado entre las ONG de derechos humanos, hasta el punto de que los objetivos que les dieron vida parecen diluirse en una maraña de intereses políticos y económicos. La inyección de recursos internacionales ha generado en Guatemala lo que el antropólogo Mario Roberto Morales, antiguo miembro de la guerrilla, llama la “industria del victimismo”, que tiene, a un lado, a donantes bondadosos, paternalistas y con mala conciencia, y al otro, a “profesionales improvisados de la denuncia” dedicados a presentar proyectos intrascendentes y redactar “informes inverosímiles”. Basta manejar el vocabulario adecuado (“incentivación del poder comunitario”, “rehabilitación psicosocial”, “cosmogonía maya”, “enfoque multicultural y plurilingüe” o “desarrollo humano culturalmente sustentable”) para asegurarse un espacio en ese “mundillo de arribistas” auspiciado por la cooperación internacional.
Los “derechos humanos” se han convertido en la gallina de los huevos de oro. Esto introduce un sesgo inquietante en la labor de las ONG, cuya bonanza económica exige un panorama nacional lo suficientemente lóbrego como para sensibilizar a los donantes. En otras palabras, su labor se rige por el principio del “cuanto peor, mejor”. Eso explica en buena medida la reacción de los activistas cuando la comisión de derechos humanos de la ONU decidió sacar a Guatemala de su lista negra, en 1998. Para las ONG, la situación de las garantías individuales en la época de paz es equiparable a la de los años atroces de la guerra. Casi nada ha cambiado. Lejos de disminuir, las acusaciones se multiplican. El incendio que destruyó en mayo de 2000 la cooperativa de Santa María Tzejá, en el Quiché, fue presentado como la pervivencia de la táctica contrainsurgente de “tierra arrasada”, empleada a principios de los ochenta contra la base social de la guerrilla. La investigación apuntó a un fuego provocado por la junta directiva de la cooperativa, para destruir las pruebas de un desfalco, pero eso no lo recogió la prensa.
El “aparato de denuncia” funcionó también a todo vapor cuando la misionera Barbara Ford fue tiroteada al resistirse al robo de su vehículo, y cuando un ayudante de contabilidad de la Fundación Rigoberta Menchú murió de un balazo en un asalto al restaurante donde almorzaba. En el primer caso, las pesquisas de la embajada estadounidense concluyeron que fue un crimen común. En el segundo, los propios delincuentes, filmados en vídeo, fueron detenidos. Pero la misionera y el contable quedaron consagrados en los informes como mártires de los “poderes ocultos vinculados al Ejército”. Horrorizada quedó igualmente la relatora de derechos humanos de la ONU, Hina Jilani, cuando supo que, en los días previos a su visita a Guatemala, en mayo de 2002, las ONG habían recibido 250 amenazas (incluida la del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales, en cuyo techo se encontró un pájaro muerto: según la autopsia ordenada por la fiscalía, había fallecido por parasitismo; según los activistas, era “una amenaza que rompía con el patrón tradicional”). “No he obtenido pruebas de la vinculación de las amenazas con los grupos clandestinos y paralelos, pero sí relatos fiables”, dijo Jilani. Algunos activistas aprovecharon para solicitar vehículos blindados, chalecos antibalas y servicio de móviles. En privado, los profesionales serios del gremio se avergonzaban del oportunismo de sus colegas. Pero sólo en privado: al fin y al cabo, todos estaban en el mismo barco.
Además de haberse convertido en un modo de vida, la bandera de los derechos humanos es hoy, en Guatemala, un instrumento de poder que sirve para ajustar cuentas con el pasado y para incidir en la política del presente. Llama la atención que las principales ONG estén dirigidas o asesoradas por personas vinculadas a la antigua guerrilla, generalmente “intelectuales orgánicos” cuyos ímpetus revanchistas les han llevado a desterrar los principios de ecuanimidad y universalidad de los derechos humanos. Reina en el gremio el doble rasero, y encontramos dirigentes humanitarios que se solidarizan con Fidel Castro frente a las “condenas injerencistas” o establecen categorías en las matanzas de población civil: si las perpetró el ejército, fue genocidio; si fue la guerrilla, fue un “error” producto del contexto de guerra. Las demandas legales contra antiguos insurgentes son “maniobras políticas”, las demandas contra antiguos mandos militares son parte de la lucha contra la impunidad. Hay víctimas de primera y de segunda, dependiendo de quién sea su verdugo.
Es cierto que ese problema no es exclusivo de Guatemala. The Wall Street Journal se hacía eco en febrero de una evaluación del trabajo de la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, cuyas denuncias contra el presidente Álvaro Uribe desataron las iras oficiales. El análisis, realizado extraoficialmente por la embajada estadounidense, puso de manifiesto la falta de rigor metodológico de las ONG, tanto en el procesamiento de las denuncias (“detenciones arbitrarias” que incluían arrestos con órdenes judiciales, acusaciones sin respaldo, o incluso casos falsos) como en su cuantificación (inconsistencias, dobles recuentos, etc.) La manipulación estadística y el sesgo político favorecían a las narcoguerrillas en un momento de reveses militares y de aislamiento internacional, tras ser catalogadas como grupos terroristas.
El poder paralelo
Gracias al beneplácito sin fisuras de la comunidad internacional, los grupos de derechos humanos de Guatemala imponen agendas, intervienen en nombramientos y destituciones y participan en la vida política sin necesidad de pasar por las urnas. En los tribunales se quejan en voz baja de la presión de este lobby, que suele dirimir los procesos judiciales en la prensa y en las embajadas y que puede acabar con la carrera de jueces y fiscales. De su capacidad de maniobra da idea su último proyecto: la creación de una estructura supranacional para fiscalizar al ministerio público y al poder judicial, que estaría, naturalmente, en sus manos. Se trata de la Comisión de Investigación de Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad (Ciciacs), acordada el 7 de enero de 2004 entre el gobierno, todavía presidido por Alfonso Portillo, y la ONU, pero aún pendiente de su ratificación en el Congreso.
El surgimiento de esta nueva entidad coincide con los preparativos de salida de la Misión de Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), instalada en 1994 para verificar la situación de los derechos humanos y, a partir de enero de 1997, la aplicación de los acuerdos de paz. Quienes veían el repliegue de la ONU como el final de la “tutela” internacional y el comienzo de la normalización política pueden tragarse sus ilusiones. Si entra en funcionamiento, la Ciciacs se encargará de “investigar y desarticular los cuerpos ilegales y los aparatos clandestinos de seguridad responsables de amenazas y ataques contra los defensores de los derechos humanos, los miembros del poder judicial, los testigos, los sindicalistas y otros activistas, y el procesamiento de los responsables de su creación y funcionamiento”.
Juristas, intelectuales y una parte de la comunidad diplomática se llevan las manos a la cabeza: este organismo tendría más poder que la Minugua, si bien limitado a la justicia. El texto firmado otorga a la Ciciacs “la facultad de iniciar y proseguir procesos penales en forma autónoma” y la “libertad de acceso sin restricción alguna a todos los lugares, establecimientos e instalaciones del Estado, tanto civiles como militares, y a todos los establecimientos penitenciarios y de detención sin previo aviso”. Es un proyecto de justicia supranacional dentro de un Estado soberano y en paralelo al aparato nacional de justicia. Pero además, ¿qué son esos cuerpos clandestinos? Nadie lo sabe. Es un espectro amorfo al que los organismos de derechos humanos achacan todos los males del país y que les sirve, de paso, para justificar su razón de ser. Lo que existe, sin duda, son grupos del crimen organizado que han florecido en los últimos años, que tienen nexos con antiguos oficiales, pero también con el mundo policial, judicial y político. Los ajustes de cuentas, las intimidaciones y los asesinatos no son de naturaleza política, sino delictiva. A estas mafias no les interesa “la subversión” ni la comisión de Ginebra, sino los cargamentos de cocaína y las cuotas de poder. Y, como se ha demostrado, quienes están en su punto de mira son, sobre todo, jueces y periodistas.
El problema es que, a fuerza de desvirtuar la realidad, sea por rencores históricos o por afanes protagónicos, las organizaciones humanitarias han acabado por desdibujar un panorama gravísimo. De hecho, llama poderosamente la atención que los primeros en beneficiarse de la protección de la Ciciacs sean precisamente “los defensores de los derechos humanos”, incluso antes que “los miembros del poder judicial” (art. 2 del Acuerdo). No hay más que leer el texto para entender la vehemencia con la que los activistas propugnan su aprobación. La Ciciacs estará formada por un comisionado designado por la ONU y “personal contratado”. ¿Quién será ese personal contratado? “Fiscales y abogados defensores” con experiencia en la “esfera de los derechos humanos y el crimen organizado”, a quienes podrán sumarse expertos en asuntos militares, forenses, informativos, etc.: es decir, las ONG y sus asesores.
Todos los cabos están bien atados: el personal guatemalteco no sólo gozará de “inmunidad de todo proceso legal con respecto a palabras pronunciadas o escritas y a todos los actos realizados por ellos en su capacidad oficial”, sino que también, de paso, se beneficiará de la “exención de impuestos sobre las salarios, prestaciones y emolumentos que reciban”. La Ciciacs es un traje a medida de los activistas de derechos humanos, que se convertirían en la casta más poderosa de Guatemala, en una especie de Gran Hermano sin restricciones ni contrapesos. Considerando la falta de ética profesional de la que han hecho gala, y de la que el caso Gerardi es sólo el ejemplo más clamoroso, se comprende la alarma que el proyecto ha provocado en diversos sectores de la sociedad guatemalteca.
¿A qué se debe, entonces, que el nuevo presidente, Óscar Berger, esté dispuesto a aceptar este regalo envenenado de su antecesor, en lugar de apostar por el fortalecimiento de la justicia? Berger, un empresario de carácter conciliador, no tiene particular simpatía por la Ciciacs, pero está convencido de que la mejor manera de tener el apoyo de la “comunidad internacional”, que tanto necesita Guatemala, es satisfacer a las organizaciones de derechos humanos. No parece preocuparle demasiado que el objetivo último de estas ONG sea consolidarse, ellas sí, como el auténtico “poder paralelo”, para seguir manoseando la justicia en función de intereses y revanchas, y ahora en la más absoluta impunidad.
Conclusiones: Los recientes escándalos de corrupción, la manipulación del caso Gerardi y la polémica en torno a la Ciciacs ilustran los excesos de las ONG guatemaltecas y su tiranía sobre los poderes públicos. Si bien son las autoridades las que deben regular su funcionamiento, los donantes tienen la responsabilidad de vigilar y pedir cuentas a unas entidades que se están convirtiendo en un lastre para la consolidación del Estado de Derecho.
Maite Rico y Bertrand de la Grange, periodistas