*Versión actualizada del ARI Nº 77/2005 publicado inicialmente bajo el título «¿Gran salto hacia delante, ‘business as usual’, o gran salto hacia atrás?» el 14/6/2005
Tema: El fracasado Consejo Europeo de los días 16-17 de junio ha abierto una grave crisis en el seno de la Unión Europea.
Resumen: Los días 16-17 de junio, los líderes europeos, reunidos en torno al Consejo, tenían la obligación de dar una respuesta a la difícil situación creada por el doble “no” francés y holandés a la Constitución Europea. Sin embargo, tanto la falta de unanimidad en la respuesta a la crisis constitucional como la incapacidad de desbloquear la negociación del presupuesto 2007-2013 han abocado al proyecto de integración europeo a una muy profunda crisis. Este análisis se centra en tres aspectos centrales de la actual crisis: uno, la decisión sobre si suspender o continuar con el proceso de ratificación; dos, la falta de liderazgo; y tres, los escenarios posibles de integración que se derivan de la actual crisis. Como se deduce de las decisiones tomadas en estos días, hay algo sobre lo que los políticos europeos han sido absolutamente sinceros: realmente no había Plan B alguno más que mirar hacia otro lado durante algún tiempo.
Análisis:
¿Suspender o continuar el proceso de ratificación?
Esta era la gran pregunta que los líderes europeos tenían ante sí. Desde el punto de vista democrático y normativo, lo óptimo es que todos los ciudadanos europeos tuvieran la oportunidad de expresarse. Como sabemos, la emergencia de una esfera pública europea, tantas veces considerada esencial desde el punto de vista de la necesaria creación de una verdadera democracia europea, se nutriría muy sustancialmente con este tipo de grandes debates acerca de Europa y su significado. Argumentar que el “No” en Francia contaminó irremediablemente el proceso es poco elegante desde el punto de vista democrático: los partidarios del “Sí” siempre han dado por hecho que los referendos deberían planearse estratégicamente para que los más proclives a votar “Sí” votarán primero ejerciendo así un “efecto arrastre” sobre los demás países. Por lo tanto, el argumento de la “contaminación” es endeble.
Desde el punto de vista práctico, también sería igualmente importante constatar cuántos países están satisfechos con esta Constitución: la suspensión del proceso nos deja en la incertidumbre y hace más difícil llevar a cabo un diagnóstico adecuado de las razones de la crisis y, por tanto, de sus posibles soluciones. Es más, ahora que sabemos que hay una brecha entre la clase política y la ciudadanía de tal manera que los Parlamentos no estarían representando adecuadamente la voluntad de los ciudadanos en esta materia, una de las opciones más consecuentes desde el punto de vista democrático sería suspender las ratificaciones parlamentarias y reemplazarlas por consultas populares en todos los países, aunque constitucionalmente no fuera necesario. Así se podría constatar, mediante el debate seguido de la votación, incluso en aquellos países que ya han ratificado parlamentariamente, cuál es el verdadero estado de la opinión y hasta dónde llega la brecha cívica en la cuestión europea.
Por otro lado, tampoco dejan de tener razón quienes encuentran múltiples argumentos sustantivos en contra de la continuación del proceso de ratificación. Desde el punto de vista jurídico, el requisito de unanimidad hace evidente la profundidad de la crisis: por anti-democrático que les parezca a algunos, la realidad es que la unanimidad en la ratificación no fue objetada por nadie como un problema normativo desde el punto de la validez democrática de esta Constitución, sino precisamente como una garantía de su legitimidad. Por ello, un sólo “No”, más allá del significado jurídico, debería tener plenas consecuencias políticas. Cualquier decisión que no fuera en la dirección de suspender el proceso ratificatorio, máxime aún cualquier intento de poner en práctica un “Plan B” que a los ojos de la ciudadanía supusiera reintroducir por la puerta de atrás (al completo o por partes) una Constitución que los ciudadanos han expulsado de sus casas por la puerta principal, ensancharía aún más la brecha cívica entre clase política y la ciudadanía. Además, una vez que la ciudadanía ha olido la sangre de la clase política, siempre tan distante e incomprensible en sus planteamientos europeos, muchos líderes europeos considerarán la convocatoria de un referéndum como una suerte de suicidio político.
Por el contrario, suspender definitivamente el proceso de ratificación y declarar la Constitución muerta y enterrada podría ser visto, dados los tremendos costes políticos que los líderes asumirían personalmente, como un ejemplo de sintonía con los ciudadanos, un “reconocemos que nos hemos equivocado, hemos entendido el mensaje y, por tanto, rectificamos”. Tal iniciativa (la suspensión definitiva del proceso de ratificación) seguida de la apertura de un amplio proceso de debate y reflexión en los Estados miembros y las instituciones europeas, podría hacer más por el proceso de construcción europea que cualquier solución de ingeniería constitucional que se adoptara desde un punto de vista tecnocrático y/o furtivo.
Desde luego, para los más federalistas, esta opción sería la ideal, porque permitiría abrir un escenario constituyente de verdad, que probablemente desembocaría en la unión política. Sin embargo, para los más pragmáticos, esta opción no sólo implicaría no reconocer el error cometido (hacer “más Europa institucional” en lugar de solucionar los problemas reales de la gente: crimen, desempleo, prestaciones sociales, etc.), sino elevarlo al cuadrado, repitiéndolo de nuevo en un contexto explícitamente constitucional que ya habría sido explícitamente rechazado por los ciudadanos.
Como se ha visto, tanto la continuación del proceso como su suspensión definitiva planteaban numerosas ventajas e inconvenientes. Entre ambas, los líderes europeos han elegido una opción mucho más práctica: ni continuar, ni suspender definitivamente, sino suspender temporalmente, pero sin fecha, es decir: no hacer nada o, alternativamente, dejar que cada uno haga lo que quiera. Como tal, esta “pausa para la reflexión” es muy loable, pero sin instrumentos ni técnicas para gestionarla se convierte en una mera compra de tiempo para algunos líderes cuyo crédito está bajo mínimos.
Una Unión sin líderes.
La crisis actual tiene elementos estructurales que no conviene pasar por alto. Sin embargo, no cabe duda de que en esta ocasión la falta de liderazgo (o el inadecuado liderazgo) no sólo constituye una causa eficiente de la crisis sino, a la vez, uno de los mayores obstáculos para su solución. Ni en las semanas precedentes al Consejo Europeo ni en los días inmediatamente posteriores se ha visto una voz propia, con voluntad de asumir riesgos, proponer ideas o gestionar la crisis.
De todas las instituciones europeas, sólo la Presidencia del Consejo, en manos del luxemburgués Juncker, ha brillado con luz propia. Pese a sus buenas intenciones cívicas e institucionales, el Presidente de la Comisión, Barroso, y el Presidente del Parlamento, Borrell, no pueden sentirse muy confirmados por el resultado del Consejo. Después de haber pedido durante días una respuesta coordinada y que los procesos de ratificación continuaran, los líderes europeos han hecho exactamente lo contrario: han dejado en suspenso el procedimiento ratificatorio y han dado libertad absoluto a cada Estado miembro para hacer aquello que crea más conveniente. Aunque el fracaso de Juncker en incorporar al Reino Unido y a Holanda al acuerdo final sobre el presupuesto europeo haya dejado en nada su contribución, a Juncker le honra por lo menos haber sido consecuente con sus convicciones, haber decidido mantener el calendario ratificatorio en su país y haber ligado su permanencia en el cargo al “Sí” en el referéndum del 10 de julio.
Nada que ver desde luego con los Presidentes francés, Chirac, y Primer Ministro holandés, Balkenende, que se han demostrado maestros en el arte de desvincular sus carreras políticas de los noes ciudadanos a un Tratado que ambos negociaron en nombre de sus ciudadanos y en el cual ambos habían estampado su firma. Tanto desde una óptica exclusivamente nacional como europea, sus (no) respuestas a los resultados de los referendos en sus países resultan incomprensibles ya que, sin ninguna duda, son quienes tienen que asumir la principal responsabilidad por lo ocurrido. En el pasado, tanto el gobierno danés como el irlandés acudieron al Consejo Europeo con humildad y, por qué no decirlo, con cierto sonrojo tras los “Noes” a Maastricht y Niza. Pero se pusieron a trabajar inmediatamente desde el mejor espíritu y compromiso europeísta en la gestión de la crisis, tanto hacia dentro, hacia sus ciudadanos, como hacia fuera, es decir, hacia las instituciones europeas. Hoy, sin embargo, parecería que la categoría de socios fundadores conllevara privilegios especiales, de tal manera que tanto Chirac como Balkenende pudieran trasladar impunemente el problema a sus socios, como si la cosa no fuera con ellos. Como Plan B, el “esperar al 2007” deja desde luego mucho que desear intelectual y políticamente.
En cuanto a Blair, resulta evidente que su decisión de hacer saltar por los aires el Consejo Europeo fue improvisada en la última semana, no ha sido debidamente explicada ni justificada y plantea numerosos interrogantes respecto a las condiciones de éxito. Ciertamente, el volumen de gasto agrícola europeo es cuestionable, y la preocupación por el gasto en investigación y desarrollo muy loable. Sin embargo, lo que se negociaba el viernes por la noche en el Consejo era el volumen del cheque británico, no las prioridades de gasto de la Unión, que se venían debatiendo desde hacía más de un año. El gasto agrícola es, por tanto, la excusa de la que se ha valido Blair para aprovechar la posición de fuerza en la que la debilidad interna de Chirac y Schröder le sitúan y así hacer la gran crisis de la cual, supuestamente, emergerá una Unión Europea renovada. Queda por ver, sin embargo, sin el liderazgo de Blair adopta un cariz constructivo o, por el contrario, meramente destructivo. Mucho de ello dependerá de la evolución de la política interna en Francia y Alemania y, en consecuencia, no está en manos de Blair decidir si va a tener éxito o no en su tarea. En último extremo, como sabemos, nada es posible en la construcción europea contra Francia y Alemania, ni tampoco sin ellas.
Mención aparte cabe para el Gobierno español. El gran giro de política exterior, incluyendo el desbloqueo de la Constitución y la vuelta al “corazón de Europa” franco-alemán ha quedado suspendido en el vacío. Por un lado, su intención de liderar el proceso ratificatorio con un primer referéndum constitucional ha quedado en nada. Por otra parte, la construcción de una sólida posición entre los grandes mediante las cesiones incrementales en las grandes cuestiones (desbloqueo de la Constitución Europea a costa de la doble mayoría y transigencia en la reforma del Pacto de Estabilidad) tampoco han servido ni para construir una posición de autoridad moral en el proceso ratificatorio ni para obtener ventajas prácticas en la negociación presupuestaria. Las dudas españolas en el Consejo Europeo en cuanto a si aceptar o rechazar el paquete ofrecido por la Presidencia estaban plenamente justificadas. Durante seis meses, el equipo negociador español había construido la posición negociadora española en torno a un eje argumentativo muy simple: el deseo de los contribuyentes netos de bajar el techo de gasto al 1% supondría que España financiaría casi íntegramente la ampliación al Este y que el saldo de España con la Unión Europea de 48 a 5 mil millones de euros. Sin embargo, esto es exactamente lo que se ofreció a España en el último minuto (en realidad, la oferta de la Presidencia ni siquiera llegaba a los 5 mil millones de saldo, se quedaba en 4.700).
¿Más o menos Europa?
Estamos ante una gran crisis que difícilmente tolerará una pequeña solución. Con la Constitución Europea, la Unión estaba intentando una gran refundación. Ciertamente, para muchos, incluso para los que negociaron los textos en cuestión, se trataba más de un refrito jurídico que de una auténtica refundación constitucional. La Constitución Europea racionalizaba lo existente y ofrecía algunas mejoras, pero sin duda alguna, no era un texto revolucionario, como lo fue Maastricht. En realidad, por paradójico que parezca, el Tratado nos traía una Constitución supranacional, pero no una Unión Política. Por ello, lo mejor del texto constitucional era sin duda su mera existencia.
Ahora que la gran virtud de dicho texto, la unanimidad entre los 25, ha sido demolida desde abajo por una opinión pública tan irritada con sus Gobiernos como con Europa, ha llegado la hora de plantearse qué queremos hacer: ¿otra Constitución batiburrillo de principios, tratados existentes y políticas prácticas? ¿un apaño temporal para salir del paso con políticas pragmáticas?, ¿o una verdadera unión política?
La cuestión subyacente en la salida de la crisis es si determinados Gobiernos, como el francés y el holandés, amén de otros, consideran que la estrategia de relegitimación de la Unión Europea debe pasar por conseguir que ésta haga menos cosas: menos presupuesto, menos mercado interior, menos inmigración, menos ampliaciones, menos liberalizaciones (e incluso, a decir de algunos, menos unión monetaria), etc. Hasta ahora, la integración europea ha funcionado como las fases de un cohete: el mercado común del carbón y el acero, la unión aduanera, el mercado interior, la unión económica y monetaria, todas ellas se han ido desprendiendo en el camino hacia la unión política. Por ello, plantear la oposición entre una Europa mercado y una Europa política resulta de un simplismo aterrador. Sin mercado interior no habrá Unión política: el primero es un prerrequisito de la segunda.
El problema es más bien que el cohete de la unión política no parece haber aguantado el peso de diez nuevos miembros ni la perspectiva de tener que cargar con todo el sureste de Europa, Turquía e incluso Ucrania. El miedo al futuro parece haberse apoderado de los fundadores, especialmente de Francia. La ampliación, junto con el euro, es el acontecimiento más revolucionario que ha sufrido la Unión desde su fundación. La Unión ha sido el faro que ha guiado una de las más breves, exitosas, e impresionantes transformaciones políticas, económicas, sociales y de seguridad de la historia contemporánea. Diez años de acervo comunitario han hecho ya más por la modernización de Europa Central y Oriental que los últimos cien años. Es un logro práctico y moral, una historia de éxito, que debe ser contada, aplaudida y defendida ante los ciudadanos europeos.
Esta ampliación nos obliga, sin embargo, a ser federales, pero desde un punto de vista práctico, no sólo ideológico. En Europa hemos vivido muchos años víctimas de falsos dilemas y tópicos: entre los partidarios de profundizar y los de ampliar, entre los partidarios de la Europa mercado o la Europa potencia, entre el modelo anglosajón y el modelo social europeo, entre los intergubernamentalistas y los federalistas. Todos ellos son debates en exceso simplistas. El federalismo no es sólo una ideología, es una técnica de resolución de problemas de gobierno que perfectamente se puede aplicar, adaptándola, a la situación europea. Hamilton, Madison y Jay concibieron el federalismo no como un valor bello y abstracto jurídicamente, sino como una respuesta a los peligros de la tiranía de la mayoría, el faccionalismo o los problemas de sostener un mercado común.
En Europa nos ha ocurrido algo parecido: al buscar cuotas de cooperación más elevadas en los asuntos de política exterior y de seguridad, pero también en torno al espacio de libertad, seguridad y justicia, los asuntos medioambientales o las políticas económicas y de empleo, hemos convertido una práctica denostada como “intergubernamentalista” (los pilares, el llamado “método abierto de coordinación”) en algo que bien podría describirse como “federalismo funcional”. Cuando una líder euroscéptico como Thatcher aceptó la mayoría cualificada como norma básica de funcionamiento del mercado interior, adoptó la decisión más federal que un Gobierno británico haya adoptado jamás: maximizó el bienestar del Reino Unido, ya que la unanimidad llevaba a un statu quo en términos de mercado interior que en nada satisfacía las preferencias liberalizadores del Reino Unido y, a la vez, maximizó la capacidad de Europa de lograr sus propios objetivos.
Por eso, también hoy en día, independientemente de si, a largo plazo, las soluciones a esta crisis se establecen en torno a un Plan B que incluya relegitimar y ampliar el Tratado de Niza con algunas partes de la Constitución Europea e incluso abrir un camino de cooperaciones reforzadas con aquellos que lo deseen, o si por el contrario, los 25 deciden darse un plazo de reflexión política amplia en la esfera nacional y europea para promover vías y métodos alternativos de construcción supranacional desde el punto de vista democrático, lo importante es que los líderes europeos continúen dando respuestas prácticas a las demandas ciudadanas en términos de empleo y crecimiento económico, pero también de seguridad e inmigración.
Todo ello requiere e implica, a su vez, una Europa fuerte en el mundo, una Europa reforzada, que sea capaz de dialogar con China, los EEUU e Irán, defendiendo los valores y principios que la inspiran. Europa puede por tanto, y debe, reflexionar, pero no ensimismarse ni renunciar a construir su poder en el mundo. Ese poder es el que permitirá gobernar la globalización en términos más ventajosos para todos los europeos, independientemente de si las coaliciones dominantes en Europa oscilan hacia la socialdemocracia o hacia el liberalismo económico. Lo contrario es conformarnos sine die con una Unión políticamente disminuida hacia dentro y hacia fuera o, por qué no, arriesgarnos al gran salto hacia atrás, una opción que ha pasado de ser considerada imposible (es decir, con una probabilidad de cero), a ser improbable (es decir, con una posibilidad baja pero real).
Conclusión: Superar esta crisis no sólo requiere superar la falsa distinción entre intergubernamentalismo y federalismo, sino también la falsa oposición entre Francia y el Reino Unido y sus modelos económicos y sociales. España, como país que combina rasgos de ambos modelos y mantiene una economía dinámica sin renunciar a altas cotas de bienestar social ni a una posición global en el mundo, tiene la obligación de intentar liderar el proyecto europeo en esos tres vectores: primero, el federalismo funcional es decir: el progreso incremental hacia la unión política; segundo, la consolidación y reforzamiento de la posición de la UE en el mundo; y, tercero, el empeño en compaginar lo social con la apertura al mundo y la eficacia económica. La tarea es difícil y no podrá ser asumida en solitario, pero es un buen momento para ponerse a trabajar en ello: la oportunidad se ha presentado y nuestro país tiene la vocación y los medios para hacerlo. España, que crece sostenidamente, en el que la opinión pública y la clase política siguen siendo solidamente europeístas, que ha ratificado la Constitución por una amplia mayoría (aunque con escasa participación), que tiene ya veinte años de experiencia negociadora detrás suya es, por su trayectoria histórica, perfectamente capaz de hacer de puente entre los socios fundadores (hoy temerosos del futuro), los nuevos miembros (dinámicos y esperanzados) y los más escépticos (Reino Unido y escandinavos).
José I. Torreblanca
Investigador principal, Área de Europa, Real Insituto Elcano