Tema: El nuevo poder chino y su sus efectos sobre el equilibrio regional y global.
Resumen: En algún momento entre 2003 y 2004, el mundo dejó de preguntarse si China se había convertido o no una gran potencia; abiertamente se le empezó a tratar como tal. Se asumió que la República Popular no era sólo un gigante demográfico cuya economía llevaba dos décadas y media creciendo a un alto ritmo sostenido. Ya no podía obviarse por más tiempo que ese crecimiento tenía unas implicaciones internacionales. El extraordinario grado de apertura de su economía al exterior y la adhesión a la Organización Mundial de Comercio aceleraron la integración de China en la economía global y le dieron en 2004 el cuarto mayor PIB del planeta (convertido ya en el tercero en 2007).[1]
El impacto global del ascenso chino no es, sin embargo, sólo económico. Por las mismas fechas Pekín ejercía un activismo diplomático desconocido hasta entonces que revelaba su decisión de ejercer una mayor influencia política. De Sudán a Irán, de América Latina a Corea del Norte, China se ha convertido en un actor con el que ya no se puede dejar de contar. Esa creciente proyección política se ve reforzada asimismo por la mejora de las capacidades militares chinas, cuya finalidad inquieta tanto a sus vecinos como a Estados Unidos. Por lo demás, en su nueva estrategia internacional Pekín tampoco ha olvidado la dimensión cultural y de “soft power”, demostrando un buen conocimiento de las fuerzas globales.[2]
Análisis: El creciente peso económico, diplomático, militar y cultural chino atrae la atención del resto de las potencias. Gobiernos y estrategas de medio mundo valoran el alcance del nuevo poder chino, así como sus efectos sobre el equilibrio regional y global. Pero ese esfuerzo de análisis será siempre incompleto si no parte de las motivaciones de sus dirigentes, de las opiniones de sus estrategas (por cierto cada vez más plurales) y tiene en cuenta la suma de factores que influyen en las decisiones. En grandes líneas, el contexto de la política exterior de Pekín viene definido por: (a) la percepción china del mundo y de su propio papel en el sistema internacional; (b) los elementos externos que determinan la diplomacia china, en particular su relación con Estados Unidos y con sus vecinos asiáticos; y (c) por último, las circunstancias políticas, económicas y sociales internas.
China y el sistema internacional
Los observadores del ascenso chino dedican buena parte de sus análisis a discutir si China es una potencia revisionista o una potencia defensora del status quo.[3] El veredicto tendrá quizá que esperar a una China plenamente consolidada en su poder internacional, lo que de mantenerse la actual trayectoria podrá estar cerca de conseguir hacia mediados de siglo. A fecha de hoy, tanto el comportamiento de Pekín como las declaraciones de sus líderes permiten pensar que China no pretende en absoluto una ruptura del sistema internacional (cuestión distinta es que prefiera un mundo multipolar). Más que intentar cambiar el sistema internacional, lo que está demostrando es una gran capacidad para utilizarlo de manera que responda a sus propios objetivos.
Se trata sin duda de una importante transformación desde la era maoísta, y es un cambio que se produce a medida que avanzan los años noventa. A mediados de la década, pese a no afrontar ninguna amenaza directa a su seguridad y haber normalizado las relaciones diplomáticas con sus vecinos, China aún percibía un entorno exterior hostil. Transcurridos varios años desde el fin de la guerra fría, se confirmaba el status de Estados Unidos como única superpotencia. Washington, además, no sólo envió sus portaviones al estrecho de Taiwan—durante las elecciones presidenciales de 1996 en la isla—sino que, el mismo año, reforzó su alianza con Japón. Pekín temía encontrarse frente a la hostilidad norteamericana y rodeado por aliados de Washington. La necesidad de evitar que otros países pudieran sumarse a una política de contención de China condujo a un giro en su política exterior, en el que podía observarse una nueva manera de interpretar las relaciones internacionales.
Los dirigentes chinos eran conscientes de que su cada vez mayor poder económico estaba transformando el perfil internacional de la República Popular, mientras que los cambios en el sistema internacional también exigían una reconsideración de su percepción del mundo. Tres décadas de reformas habían producido una China muy diferente, al tiempo que la implosión de la Unión Soviética había transformado el equilibro político mundial. Los líderes chinos se veían obligados a gestionar la emergencia de su país como gran potencia, y a hacerlo en el contexto de una transformada estructura de poder internacional.
El resultado de esa evolución es una China que está desarrollando intereses estratégicos globales y, por tanto, ha venido a depender de ese sistema internacional. Como señaló Jiang Zemin en su último informe como secretario general del Partido Comunista en 2002, las próximas dos décadas proporcionan a China una “oportunidad estratégica” (zhanlue jiyu) que “no se puede dejar pasar”. Pekín debe concentrarse en su modernización económica y militar, evitar conflictos innecesarios y ganar prestigio y poder internacional. China, es cierto, puede sentirse incómoda con la idea de un orden mundial dominado por Estados Unido; sin embargo, no intentará transformarlo mediante el uso de la fuerza: un sistema internacional estable es la condición indispensable para asegurar su crecimiento así como un mayor status diplomático. China ha aprendido de este modo a utilizar el sistema internacional como parte de su estrategia de desarrollo: “si asciende dentro del sistema en vez de aspirar a transformarlo, no sólo tendrá una mayor influencia en la definición futura del sistema internacional, sino que además será más probable que el auge de China se produzca de manera pacífica”.[4]
Nada ilustra mejor esta actitud china que su apuesta por la globalización. Fue la decisión de sus dirigentes de abrir la economía a los mercados mundiales, a finales de los años setenta, lo que hizo posible su despegue económico. En la década de los noventa, la crisis asiática obligó a Pekín a replantearse de nuevo sus opciones estratégicas. El compromiso adoptado fue el de integrarse aún más en la economía global mediante su adhesión a la Organización Mundial de Comercio a finales de 2001, un paso que, además de asegurar a China su participación en la formulación de las reglas multilaterales, inclinó el debate interno a favor de los reformistas. Para éstos la globalización resulta indispensable para el crecimiento económico, a su vez condición esencial para mantener la estabilidad política. El desarrollo económico refuerza asimismo el poder nacional y, de esa manera, facilita el objetivo chino de adquirir un status como potencia regional y global. Desde la perspectiva de su estrategia exterior, la integración china en la economía global no sólo ha mejorado su status internacional, sino que al mismo tiempo le ha revelado nuevas formas de canalizar su poder.[5]
Esta percepción china del mundo es la que explica la transformación conceptual de su política exterior y la evolución de su diplomacia. El giro de mediados de los años noventa se concretó, en 1997, en la adopción de un “nuevo concepto de seguridad”. Tras asumir que las fuerzas de la historia habían barrido la mentalidad de la guerra fría, China defendía un esquema estratégico contrario a las alianzas militares y defensor de los mecanismos de cooperación como mejor medio para garantizar la paz y la seguridad internacionales.
Este concepto explica asimismo la inclinación china hacia el multilateralismo, otro de los cambios más significativos en su política exterior. Hasta principios de los años noventa, China desconfiaba de los procesos multilaterales, convencida de que serían utilizados como plataforma para oponerse al gigante de la región. Pekín considera ahora en cambio su participación como un útil instrumento para contribuir a la formulación de las reglas internacionales, mejorar las relaciones con los países vecinos y limitar lo que considera como una excesiva influencia global de Estados Unidos. Esa actitud más receptiva hacia el multilateralismo también contribuye a diluir el temor externo a una amenaza china.
Sólo dos años después de la adopción de este concepto, el pensamiento estratégico chino dio un nuevo paso adelante. La guerra de Kosovo—durante la cual fue bombardeada su embajada en Belgrado—alarmó a Pekín al demostrar, en su opinión, la voluntad de Estados Unidos de marginar a la ONU y recurrir al uso de la fuerza para intervenir en asuntos de otras naciones. China mostró su oposición a la idea de convertir a la OTAN en una organización global y al intervencionismo humanitario defendido por la administración Clinton. Pekín temió que Estados Unidos pudiera actuar del mismo modo en su periferia: sus estrategas consideraron la posibilidad de una intervención norteamericana en Corea del Norte, en el mar de China meridional o en el estrecho de Taiwan. La guerra de Kosovo sirvió, sobre todo, como catalizador para una reconsideración por parte de China de la estrategia global y de las intenciones de Estados Unidos.
Desde los atentados terroristas del 11-S, las ideas chinas sobre su papel internacional evolucionaron de nuevo paso. Las guerras de Afganistán e Irak y la confirmada unipolaridad norteamericana, así como las implicaciones de su propio poder económico y del cambiante equilibrio asiático, condujeron a la diplomacia china a redefinir su concepción del mundo. Coincidiendo con la llegada al poder en 2002-03 de la denominada cuarta generación de líderes, su política exterior responde a la idea de que ha llegado el momento de que China adopte una “mentalidad de gran potencia” (daguo xintai), pero sin provocar el temor de los demás.
Según enseña la historia, la irrupción de nuevas potencias con frecuencia ha supuesto el hundimiento del orden internacional y una amenaza a la paz. China quiere romper esta regla con la adopción de una nueva idea: el auge pacífico (heping jueqi). Para Zhen Bijian, introductor del término en 2003, China aspira a “crecer y progresar sin alterar el orden existente” y “de manera que también beneficie a nuestros vecinos”. De manera más oficial, el primer ministro chino, Wen Jiabao, utilizaría poco después el mismo concepto—aunque a partir de entonces con los términos “desarrollo pacífico”—e insistiría: “Estamos decididos a asegurar un marco internacional pacífico y un entorno nacional estable que permitan concentrarnos en nuestro desarrollo y, con él, contribuir a la paz y al desarrollo del mundo”.
China y Estados Unidos
Tras el fin de la guerra fría, muchos especialistas chinos pensaron que se produciría una difusión de poder en el sistema internacional: Estados Unidos, Europa y Japón dominarían la economía mundial, mientras que Estados Unidos y Rusia controlarían los asuntos estratégicos y nucleares. Otros, sin embargo, temieron ya desde entonces que Estados Unidos pudiera convertirse en la única superpotencia, con una inclinación hacia el unilateralismo que podría perjudicar los intereses nacionales de China. A mediados de los años noventa se concluyó que el mundo no avanzaba hacia la multipolaridad en que habían confiado pero sí hacia nuevas formas de interdependencia, especialmente en Asia.
El punto de vista de Pekín parte de que, a largo plazo, el declive de la primacía norteamericana y la transición a un mundo multipolar es inevitable aunque, a corto plazo, es improbable que se reduzca el poder de Estados Unidos y que cambie su posición internacional como única superpotencia.[6] Pekín cree que Washington mantendrá su preeminencia durante al menos las dos próximas décadas, período durante el cual la República Popular seguirá relativamente retrasada en su peso económico, tecnológico, científico y militar. El análisis de la experiencia soviética, que reveló a los analistas chinos la inutilidad de una competencia estratégica con Estados Unidos, les condujo a la conclusión de que no había alternativa al desarrollo de una relación positiva con Washington.
La lógica de la estrategia china responde por tanto a las circunstancias de lo que se espera sea un período de transformación que durará hasta el fin del mundo unipolar de la posguerra fría que domina Estados Unidos. Algún analista la ha calificado por ello de una “estrategia de transición”; es decir, se trataría de una estrategia diseñada para ajustarse a las exigencias de una China en ascenso y permitirle su auge durante una era de unipolaridad, pero no una estrategia diseñada para guiar a China una vez que se haya consolidado como potencia, en unas circunstancias que serán muy diferentes.[7]
Reconociendo que Estados Unidos es la única superpotencia y uno de los principales suministradores a China de capital, tecnología y mercados, Pekín no puede permitirse una ruptura en sus relaciones con Washington. La actitud de acercamiento hacia la administración Bush desde 2001 se debe en parte a esa idea de que una confrontación con Estados Unidos sería contraria a los intereses chinos: Pekín debe mantener una relación estrecha con Washington si quiere tener éxito en sus esfuerzos de modernización. Un choque no sólo pondría en riesgo la estabilidad que China necesita para su desarrollo, sino que también afectaría al conjunto de Asia y obligaría a las naciones del continente a tener que elegir entre Estados Unidos y China, algo que quieren evitar a toda costa.
Los estrategas chinos han llegado así a la conclusión de que mientras Estados Unidos no afecte a intereses vitales de China, Pekín puede vivir con una “potencia hegemónica”. Aunque a China le preocupan los objetivos potencialmente hostiles de la presencia norteamericana en el Pacífico y de sus alianzas, reconoce sin embargo que esa presencia tiene una influencia positiva en términos de estabilidad. Piénsese por ejemplo, en la posibilidad de un conflicto en la península coreana o en la perspectiva de una política de seguridad japonesa más independiente. China es también consciente de que el paraguas de seguridad de Estados Unidos tranquiliza a los estados de la región con respecto a la propia relación que ellos mantengan con Pekín.
A largo plazo, sin embargo, la evolución de sus relaciones continuará marcada por la desconfianza mutua. Muchos en Estados Unidos creen que el rápido crecimiento económico de China y su creciente influencia política global plantean nuevos desafíos a los intereses norteamericanos. China sospecha por su parte que Washington intenta frustrar sus intentos de convertirse en nueva superpotencia. Esa desconfianza es peligrosa, al crear un riesgo de malentendidos que podrían precipitar una abierta rivalidad. Que cada uno sospeche de las capacidades e intenciones futuras del otro es probablemente inevitable, pero la cuestión es si ambos serán capaces de gestionar esa competencia sin poner en riesgo la estabilidad de Asia oriental.[8]
China y Asia
Las ambiciones chinas parten del reconocimiento de sus propias limitaciones: pese a las expectativas que despierta, la República Popular está aún lejos de la riqueza de los países industrializados y tampoco posee aún la capacidad militar de una gran potencia. Al mismo tiempo, la fluidez del entorno exterior y el estado de transición en que se encuentra su sistema político también favorecen la búsqueda de una manera indirecta de desarrollar su influencia. Y, en esa dirección, Pekín ha sustituido una clásica estrategia político-militar por un enfoque diplomático y económico que oriente a su favor el escenario asiático.
Pekín ha desarrollado así un nuevo enfoque sobre la cooperación económica y la seguridad regional en Asia. Entre los estrategas de la República Popular se ha abierto paso la idea de que el ascenso de China debe ir acompañado por el auge de Asia; de ese modo, el cambio resultante en el equilibrio global de poder situará a Pekín en una mejor posición internacional. Sumando a “Asia”, China cuenta con el instrumento esencial para superar sus limitaciones como potencia.[9] Pekín ha podido de esta manera articular la estrategia que mejor sirve a sus objetivos a largo plazo: si China aspira a conseguir un equilibrio estratégico con Estados Unidos, sabe que sólo podrá lograrlo a través de sus relaciones con otros estados asiáticos.
Una de las maneras más eficaces de conseguirlo consiste en aumentar los intercambios económicos con su periferia. Pero una condición previa es la de mantener la paz regional y reducir la inquietud sobre las consecuencias del creciente poderío chino. Pekín participa en más de 40 foros regionales asiáticos y, rompiendo una tradición de pasividad diplomática, se ha volcado en la gestión de la crisis nuclear norcoreana; incluso ha mediado en una compleja disputa entre Camboya y Tailandia. Esta política de buena vecindad es una aplicación del nuevo concepto de seguridad: la estabilidad del entorno regional es un requisito esencial para el ascenso chino. Por su parte, el “auge pacífico” sirve como marco conceptual para una red de influencia que los líderes chinos están tejiendo en todas las direcciones de la región.
En el sureste asiático, China propuso a la ASEAN la creación de un área de libre comercio y se convirtió—en 2003—en el primer país no miembro que se adhirió al tratado de amistad y cooperación de la organización. En Asia central, China ha sido la principal impulsora de la Organización sobre Cooperación de Shanghai, fundada en 2001 y con sede en Pekín. En Asia meridional, China ha realizado un notable esfuerzo diplomático destinado a reforzar sus relaciones económicas, militares y políticas con su antiguo rival y también aspirante a gran potencia—India—mientras mantiene su tradicional amistad con Pakistán. En el noreste asiático, como ya se mencionó, China ha mostrado un notable activismo en relación con el problema nuclear norcoreano y se ha convertido en impulsora de la cooperación regional.
Económica y diplomáticamente China está pues tejiendo una red de interdependencia que está consiguiendo una alteración en el equilibrio de influencia regional a su favor, y a costa de la posición de Estados Unidos.[10]
De esta percepción china de Asia y del mundo derivan, a modo de resumen, los tres grandes objetivos de su estrategia:
(a) el mantenimiento de una periferia pacífica para poder concentrarse en el crecimiento económico y las reformas internas; (b) gestionar su riqueza y poder tranquilizando a sus vecinos, es decir, diluyendo la percepción de una amenaza china; y
(c) gestionar los movimientos de Estados Unidos en su periferia sin enfrentarse a Washington de manera directa.[11]
El contexto interno
Estos objetivos subrayan por tanto la importancia de los factores internos en la formulación de la política exterior china. Como ya se ha señalado, mantener el crecimiento económico y la estabilidad social es esencial para que China pueda hacer frente a sus problemas, para que el Partido Comunista mantenga el monopolio del poder político y para acumular un mayor poder nacional. Para aumentar su influencia internacional, China necesita una economía moderna y ésta a su vez requiere el libre acceso al comercio y a las inversiones extranjeras. En resumen, la estrategia china debe servir al objetivo central del desarrollo, por lo que se trata de asegurarse un entorno económico, político y de seguridad que permita a China concentrarse en su evolución interna.
Aunque compaginar estabilidad política y crecimiento económico ha sido el objetivo de las reformas chinas desde 1978, China afronta nuevos desafíos, como el aumento del desempleo, tanto en el campo como en las ciudades (consecuencia de la privatización de las empresas estatales), o el limitado acceso de la población a servicios públicos básicos como sanidad y educación. La percepción de desigualdad está en el origen del aumento de las protestas y manifestaciones durante los últimos años, reflejo de una conflictividad social que inquieta al gobierno.
Los dirigentes chinos intentan cambiar un esquema de desarrollo basado en las exportaciones y la inversión extranjera para dar un mayor protagonismo a la demanda interna. Pero el problema va más allá de una u otra estructura económica: el coste social del crecimiento se ha hecho más visible y también más difícil de gestionar. Conscientes de que las crecientes diferencias en el seno de la sociedad china ponen en peligro la legitimidad del Partido, los líderes han cuestionado la estrategia seguida hasta ahora y adoptado una nueva doctrina (la creación de una “sociedad armoniosa”, hexie shehui), que corrija los costes del crecimiento sin control.
Los dirigentes son conscientes de los déficit sociales y de que sus bases de legitimidad dependen de hecho de su capacidad para resolver estos problemas; lo que explica que hayan comenzado a responder a la presión para reorientar el desarrollo de China. Si China no mejora su capacidad de gobernabilidad, el auge económico del país podría detenerse afectando así a su posición internacional. El contexto interno es por ello la dimensión que probablemente más influirá en el curso que tome la política exterior china en las próximas décadas.[12]
Conclusión: China está desarrollando intereses estratégicos globales y, por tanto, depende del sistema internacional. Pekín debe concentrarse en su modernización económica y militar, evitar conflictos innecesarios y ganar prestigio y poder internacional. China, es cierto, puede sentirse incómoda con la idea de un orden mundial dominado por Estados Unidos; sin embargo, no intentará transformarlo mediante el uso de la fuerza: un sistema internacional estable es la condición indispensable para asegurar su crecimiento así como un mayor status diplomático.
Fernando Delage
director del centro de Casa Asia en Madrid.
[1] El libro que probablemente mejor cuenta el “repentino” reconocimiento de este impacto es el de James Kynge, China shakes the world: The rise of a hungry nation. Londres: Weidenfeld & Nicolson, 2006.
[2] Sobre los distintos elementos del poder chino, véase David M. Lampton, “The faces of Chinese power”, Foreign Affairs, vol. 86. núm. 1 (enero-febrero 2007), págs.115-127.El ejercicio del “soft power” por parte de la República Popular es el objeto del reciente libro de JoshuaKurlantzick, Charm offensive: How China’s soft power is transforming the world. New Haven: Yale University Press, 2007.
[3] Para un resumen de los argumentos, véase Alastair Iain Johnston, “Is China a status quo power?”, International Security, vol.27, núm. 4 (Primavera 2003), págs. 5–56.
[4] Zheng Bijian, “China’s ‘peaceful rise’ to great-power status”, Foreign Affairs, vol. 84, núm. 5 (septiembre-octubre 2005), págs. 18-24.
[5] Fernando Delage “La política exterior china en la era de la globalización”, Revista CIDOB d’Afers Internacionals, núm. 63 (septiembre-octubre 2003), págs. 67-81.
[6] Wang Jisi, “China’s search for stability with America”, Foreign Affairs, vol. 84, núm. 5(septiembre-octubre 2005), págs. 38-41.
[7] Avery Goldstein, Rising to the challenge: China’s grand strategy and international security. Stanford: Stanford University Press, 2005, pág. 38.
[8] Fernando Delage, “Cooperación y conflicto: los dilemas de seguridad en Asia”, en Max Spoor y Sean Golden (eds), Asia en desarrollo: escenarios de riesgos y oportunidades. Barcelona: Fundación CIDOB, próxima publicación.
[9] Fernando Delage, “China y el futuro de Asia”, Política Exterior, núm. 102 (noviembre-diciembre 2004), págs. 153-166.
[10]< Para una posición más escéptica sobre la pérdida de posición relativa de Estados Unidos, véase Robert Sutter, China’s rise: Implications for US leadership in Asia. Washington: East-West Center, 2006.
[11] Bates Gill, Rising star: China’s new security diplomacy. Washington: Brookings Institution Press, 2007, pág. 10. Véase asimismo Zhang Yunling y Tang Shiping, “China’s regional strategy”, en David Shambaugh, ed., Powershift. China and Asia’s new dynamics. Berkeley: University of California Press, 2005, págs. 48-68.
[12] El primer libro que examina en detalle la influencia de las actuales circunstancias internas sobre la diplomacia china es el de Susan L Shirk, China: Fragile superpower. How China’s internal politics could derail its peaceful rise. Nueva York: Oxford University Press, 2007.