Resumen
Este artículo reflexiona sobre cómo será la geopolítica después del coronavirus. Su principal tesis es que esta crisis reforzará tendencias preexistentes en vez de suponer un punto de inflexión en las relaciones internacionales. En particular, explora cómo será el futuro de la globalización y el neoliberalismo, subrayando el mayor papel del estado y el retraimiento de ciertas cadenas de producción globales; reflexiona sobre la evolución de la gobernanza mundial y el multilateralismo, que ya se encontraba en crisis antes de la pandemia por la rivalidad entre China y EEUU; y avanza propuestas para que tanto la UE como los sistemas políticos democráticos europeos puedan estar mejor preparados ante riesgos graves e imprevistos como las pandemias.
Viéndome con mascarilla en las calles desiertas de Bruselas o por los pasillos vacíos de la Comisión, me resulta difícil sustraerme a la sensación de estupor que me oprime. Tanto más cuanto que, vayas donde vayas o estés donde estés, el estupor te acompaña, es claramente visible. Es visible en la plaza de San Marcos en Venecia, huérfana de toda presencia humana mientras que los peces retornan a una laguna de recobrada transparencia. Es visible en Jerusalén, donde la iglesia del Santo Sepulcro cerró sus puertas un Viernes Santo por primera vez desde la peste negra de 1349. Es visible en EEUU, donde la cifra de desempleados ha aumentado en 20 millones en cuatro semanas. Es visible, por último, en España e Italia, donde habían muerto ya nada menos que 45.000 personas a finales de abril.
Si fue una crisis sanitaria en sus inicios, el COVID-19 pronto se convirtió en una crisis económica y social totalmente inédita. Ningún economista habría podido imaginar este cese de la actividad que ha confinado en sus domicilios a varios miles de millones de personas. Sus consecuencias irán mucho más allá de lo que vimos en 2008.
La primera pregunta, aunque no sea muy útil para resolver el problema, es si esta pandemia era evitable o si se asemeja al famoso “cisne negro” del que habló Nassim Tale.[1] Él atribuye tres características al “cisne negro”: el estupor, porque nada en el pasado hacía sospechar que pudiera ocurrir; la enorme convulsión que provoca; y, por último, la racionalización de lo que sucede. La naturaleza humana siempre necesita inventar explicaciones a posteriori para que el presente sea comprensible y predecible. Según Taleb, los “cisnes negros” son imprevisibles, tanto en su duración como en sus consecuencias. Por tanto, nos impiden confiar en un modelo para salir de la crisis. Dicho esto, Taleb considera que el COVID-19 no es un cisne negro, precisamente porque era previsible.[2]
No se equivoca. El informe de 2008 del Comité Nacional de Inteligencia hacía referencia al riesgo de “una enfermedad respiratoria virulenta, nueva y muy contagiosa, para la que no hay tratamiento”.[3] El presidente Obama hizo mención a este riesgo. En la Conferencia de 2018 de la Sociedad Médica de Massachusetts, dedicada al centenario de la gripe española (aunque de española sólo tenía el nombre), que causó la muerte de 50 millones de personas, es decir, el 2% de la población mundial de entonces, Bill Gates afirmó que la próxima catástrofe mundial adoptaría la forma de una pandemia causada por un virus altamente infeccioso que se propagaría rápidamente por todo el planeta y que no estaríamos preparados para combatir. De hecho, hace años que los especialistas en enfermedades infecciosas nos alertan de la aceleración del ritmo de las epidemias. En los últimos 20 años, es este el tercer coronavirus beta que ha sido capaz de saltar la barrera de las especies. No es ocioso, por lo tanto, preguntarse por qué la comunidad internacional no estaba bien preparada y cómo puede prepararse para el futuro. Porque el virus causante del COVID-19 no será el último.
Sin embargo, una vez superado el estupor que nos invade, debemos evaluar las consecuencias de este suceso evitando caer en dos trampas: extraer conclusiones demasiado precipitadas, en vista de la incertidumbre que rodea esta crisis; y dejarnos llevar por la estupefacción, concluyendo con excesiva ligereza que todo va a cambiar. En la historia de las sociedades humanas, las grandes fracturas siempre van precedidas de signos o acontecimientos que las anuncian. Y las grandes crisis suelen ser aceleradores de tendencias. Esta es la razón por la que la manera más prudente de pensar en las consecuencias del COVID-19 consiste en determinar cómo esta crisis puede amplificar dinámicas ya existentes. ¿Qué dinámicas son estas? Yo distingo tres:
- El futuro de la globalización y el neoliberalismo.
- La evolución de la gobernanza mundial.
- La resiliencia de la UE y de los sistemas políticos democráticos europeos en la gestión de los riesgos graves e imprevistos.
Estas tres dinámicas configurarán el mundo del mañana, un mundo que de algún modo ya está aquí.
El futuro de la globalización y el neoliberalismo
Esta pandemia no significará el fin de la globalización. Pero pondrá en cuestión algunas de sus modalidades y de sus presupuestos ideológicos, en particular, el famoso tríptico neoliberal: apertura de los mercados, retroceso del Estado y privatizaciones. Este cuestionamiento ya había empezado antes de que estallara la crisis. Se acentuará después de ella.
En la última década, la globalización se ha multiplicado gracias a la creación de cadenas de valor cada vez más numerosas y extensas. Estas cadenas permiten dividir la producción de un bien entre distintos lugares para minimizar los costes de producción. Todo ello sin grandes dificultades, debido a la caída de los costes de transporte y al desarrollo de las telecomunicaciones. La digitalización de la economía ha amplificado esta tendencia, que ha beneficiado a muchos países emergentes, y en particular a China, que ha captado una gran parte de la producción textil y de electrónica de consumo; pero también a la India en otros sectores, como el farmacéutico. En Wuhan, donde nació la pandemia, se habían instalado más de 300 de las 500 empresas más grandes del mundo. Esta extensión de las cadenas de valor, y la extrema facilidad con que podían establecerse, alimentaron de forma natural la idea de que ya no existía un problema de oferta, tan abundante como era a escala mundial. Consiguientemente, los procesos de producción “justo a tiempo” sustituyeron a las existencias. El almacenamiento se convirtió casi en una práctica antieconómica. Incluso aquellos países que se habían preparado mejor ante el riesgo de pandemia terminaron, al cabo de los años, por bajar la guardia. Después de la crisis, las cadenas de valor no desaparecerán, por supuesto, porque su interés económico sigue siendo considerable. Pero asistiremos a un replanteamiento parcial de esta dinámica de tres maneras.
La primera consistirá en diversificar las fuentes de abastecimiento en el sector sanitario. Nuestra dependencia de China para la importación de una serie de productos, especialmente mascarillas y vestuario de protección es enorme (50%). Además, el 40% de los antibióticos importados por Alemania, Francia o Italia provienen de China, que produce el 90% de la penicilina que se consume en el mundo. Hoy en día no se produce en Europa un solo gramo de paracetamol. La creación de un inventario o una reserva estratégica de productos esenciales permitiría así precaverse contra las carencias a nivel europeo y garantizar su disponibilidad en todo el territorio europeo. La creación del programa RescUE, destinado a contrarrestar este riesgo en particular mediante la mutualización de los medios, constituye un primer paso. Para ello, es necesario limitar la dependencia de los países exportadores de cada producto esencial, para que ninguno de ellos pueda ser el origen de una proporción demasiado grande de las importaciones de dichos productos.
Debemos protegernos, pero esto no quiere decir sucumbir al proteccionismo. Protegerse es evitar que, ante crisis como la que estamos viviendo, nos hallemos en una situación de vulnerabilidad extrema frente a los proveedores extranjeros. Porque la globalización no es sólo una red fluida a la que todos tendríamos acceso, sino también una serie de nodos estratégicos dominados por algunos actores que pueden controlarlos o bloquearlos en beneficio propio en caso de crisis.[4]
La segunda manera será la reubicación de una serie de actividades lo más cerca posible de los lugares de consumo. Nos orientaremos, sin duda, hacia cadenas de valor más cortas, que pueden coincidir con los imperativos de la lucha contra el cambio climático. Es probable que esto redunde en un encarecimiento del coste de los productos. Pero habrá que aceptar un equilibrio entre la necesidad de seguridad y la búsqueda del menor coste para el consumidor. Aprovechando esta crisis, debemos adquirir conciencia de que los intereses del ciudadano deben prevalecer sobre los intereses del consumidor. Japón, que es un país muy abierto al comercio y no es sospechoso de proteccionismo, ha sido el primero que ha puesto en marcha un plan explícitamente destinado a financiar la retirada de las empresas japonesas implantadas en China, a fin de trasladarlas al archipiélago nipón o a otros países asiáticos. En Europa, es preciso reflexionar sobre esta cuestión rompiendo la lógica de compartimentos estancos que nos impide tener una visión estratégica global. No se trata de reconstituir en Europa sectores que han sido deslocalizados, pero sí hay segmentos estratégicos que debemos conservar hoy más que nunca y que hemos deslocalizado por motivos financieros o medioambientales. Más importante aún, debemos tener sentido de las prioridades. ¿No sería más sensato contar desde ahora con más actividades en el Magreb o en África en lugar de Asia? No se trata de oponer un continente a otro. Pero ahora la prioridad y el interés bien entendido de Europa son que su periferia inmediata se desarrolle rápida y sólidamente. En unos momentos en que estamos hablando de crear asociaciones estratégicas con África, debemos ver en qué ámbitos pueden tomar forma y ponerse en marcha. Los medicamentos son claramente uno de ellos. Hay estudios que lo demuestran. Nuestro interés político radica en no depender demasiado de potencias que, algún día, puedan hacernos pagar de un modo u otro el precio de nuestra dependencia.
Por último, es probable que la tercera manera consista en utilizar procesos tecnológicos alternativos, como la generalización de la producción 3D o el uso de robots, para contener los riesgos de deslocalización. En Italia se ha logrado fabricar válvulas para respiradores intensivos con una impresora 3D muy rápidamente y con un coste extremadamente bajo.
Dicho esto, si bien es absolutamente indispensable que cada uno se procure una mayor seguridad sanitaria, no resulta menos necesario garantizar que este proceso no aboque a un proteccionismo que comenzaría con los productos sanitarios para extenderse paso a paso a todas las actividades consideradas esenciales por cada nación. Por lo tanto, será necesario encontrar un nuevo punto de equilibrio para prevenir un movimiento proteccionista generalizado que desemboque en una depresión mundial. Esto es muy importante para Europa, que es la región más dependiente del comercio mundial en todo el planeta y, hoy día, la más afectada por la ralentización económica.[5] Sabemos muy bien que la frontera entre la crisis que padecemos y la depresión generalizada que nos acecha es sumamente tenue. Esto es aún más cierto en el caso de los países del Sur, donde la pandemia aún no se ha propagado en toda su extensión, pero es probable que los daños sean considerables. En definitiva, tendremos que inventar las modalidades de una nueva globalización capaz de encontrar un nuevo equilibrio entre las innegables ventajas de la apertura de los mercados y la interdependencia y los imperativos de la soberanía y de la seguridad de los Estados. Son pocos los momentos en la historia en que a las sociedades se les presenta la oportunidad de repensarse, puesto que a menudo se ven atrapadas en el torbellino de las urgencias cotidianas. Tenemos ahora la oportunidad de disfrutar de una pausa que debe ayudarnos a reflexionar sobre nosotros mismos.
Desde este punto de vista, está claro que no podemos repetir el error de 2009, cuando, después de haber registrado una reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, el crecimiento de estas emisiones ha vuelto a aumentar como si nada hubiera pasado. No nos podemos permitir tropezar otra vez en la misma piedra, porque esta pandemia no ha caído del cielo. La causa de la pandemia no son los animales salvajes. Su origen es la deforestación, la pérdida de hábitats naturales de la fauna, la reducción de la biodiversidad y la sobreexplotación de los recursos que pone a las especies salvajes en contacto con poblaciones humanas muy densas. Esta crisis lleva la marca indiscutible de la sobrecarga de los ecosistemas: es una crisis que vuelve a nosotros como un bumerán. Por lo tanto, es imprescindible que la lucha por la preservación de la biodiversidad se convierta hoy más que nunca en un componente fundamental de la lucha contra el cambio climático. En estas circunstancias, no resulta exagerado hablar de una nueva globalización, dado que los desequilibrios económicos, sociales y medioambientales, que se han multiplicado en las últimas décadas, se han vuelto insostenibles.
La globalización va a cambiar de cara. También el Estado, ya que su retroceso es el núcleo de la ideología neoliberal. En esta crisis se aprecia claramente que la demanda espontánea de Estado crece y que los países con una alta protección social están mejor preparados para hacerle frente que los que dejan a sus ciudadanos solos ante el mercado. El hecho de que Europa recurra al desempleo parcial antes que a los despidos para hacer frente al descenso forzoso de la producción es revelador de la particularidad del modelo europeo. Pero el Estado no puede engordar hasta llegar a ocuparse de todo, incluida la producción de mascarillas. Lo que sí es necesario rehabilitar es la capacidad estratégica del Estado para anticipar y preparar a la sociedad para enfrentarse a estos desafíos. Los Estados que han gestionado mejor la crisis sanitaria durante estos últimos tres meses son aquellos donde el poder público está mejor organizado. Es la calidad del Estado lo que importa, no sólo su tamaño.
El restablecimiento del papel estratégico del Estado será una prioridad después de la crisis. Pero no será fácil hacer este esfuerzo en Europa, que se basa en una combinación de Estados-nación y un mercado único. Los imperativos de la creación del mercado único han terminado por asimilar todas las protecciones contra obstáculos a la construcción del mercado. De suerte que, como los Estados europeos se han ido desprotegiendo progresivamente para permitir la construcción del mercado único, Europa ha olvidado su protección colectiva. De ahí nuestro interés bien tardío en los retos de la reciprocidad de acceso al mercado, en particular. Afortunadamente, las cosas han empezado a cambiar y esta crisis puede acelerar el cambio de rumbo. Cada vez se habla más en Europa de un mayor control de la inversión extranjera y de las distorsiones de la competencia provocadas por los Estados no europeos. También se están reconsiderando las ayudas estatales. La Comisión, por su parte, ha flexibilizado recientemente las normas en este ámbito. No podemos seguir preocupándonos por las distorsiones intraeuropeas e ignorar las de nuestros competidores fuera de Europa. Europa debe dejar de ofrecerse al resto del mundo. Pero el camino es todavía largo. La reciente concesión por China de licencias de 5G ha puesto de manifiesto la marginación de los operadores europeos. Por ejemplo, Nokia y Ericsson sólo obtuvieron recientemente el 11,5% del mercado chino, frente al 25% en 4G. Huawei ya tiene el 30% del mercado europeo de 5G. Al mismo tiempo, debemos precavernos contra la tentación de algunos grupos extranjeros de aprovecharse de la caída de activos para controlar empresas europeas.[6] También en este caso es necesario extraer las enseñanzas de esta crisis, que demuestra el carácter asimétrico de nuestras relaciones con China, y poner en marcha los instrumentos de acción que den fin a esta situación. Sin embargo, la dificultad para Europa se deriva de que es necesario tener en cuenta al mismo tiempo los imperativos del mercado único y la existencia de Estados nación cuyos intereses y tradiciones no siempre coinciden forzosamente. Si hemos tardado en crear un mecanismo de control de la inversión extranjera, se debe a que algunos países consideraban que las oportunidades que ofrecían algunos mercados emergentes eran demasiado grandes como para sacrificarlas en aras de un control más estricto de las inversiones procedentes de esos mercados. Pero cuando esos mismos Estados se han percatado de que, a su vez, podían ser objeto de adquisiciones extranjeras en sectores estratégicos, han cambiado de opinión. Hoy en día, incluso una serie de países tradicionalmente liberales, como los Países Bajos, reclaman una evaluación más detenida de las inversiones extranjeras para asegurarse de que no se beneficien de subvenciones estatales. Esto significa, en suma, que Europa no puede ser la única región del mundo que cumpla las normas de competencia cuando las demás no lo hacen.
La crisis del COVID-19 va a poner de manifiesto que la globalización acrecienta la vulnerabilidad de las naciones que no toman las precauciones suficientes para garantizar su seguridad en sentido lato. Todo ello debe inducir a Europa a dotar de contenido y fuerza a la idea de autonomía estratégica, que obviamente no debe limitarse al ámbito militar. Esta autonomía estratégica debe articularse en torno a seis principios fundamentales:
- Reducir nuestra dependencia no sólo en el ámbito sanitario, sino también en las tecnologías del mañana, como las baterías o la inteligencia artificial.
- Impedir la adquisición de nuestras actividades estratégicas por agentes externos a Europa, lo que supone definir previamente estas actividades.
- Proteger nuestras infraestructuras sensibles contra los ciberataques.
- Evitar que el traslado de determinadas actividades económicas y la dependencia resultante menoscaben algún día nuestra autonomía de decisión.
- Ampliar el poder normativo europeo a las tecnologías del mañana para impedir que otros lo hagan a nuestras expensas.
- Asumir el liderazgo en todos los ámbitos donde la falta de gobernanza mundial conduce a la destrucción del sistema multilateral.
Restablecer la gobernanza mundial
Todas estas reflexiones me llevan naturalmente a la gobernanza mundial, cuyas carencias observo día a día. En los últimos años se ha criticado a la OMC. Hoy es la OMS la que está en el punto de mira, cuando más falta hace. El Consejo de Seguridad no logró consensuar una resolución sobre el COVID-19 por el desacuerdo entre EEUU y China. Se trata de una situación inédita, ya que, incluso durante la Guerra Fría, EEUU y la URSS convinieron en fomentar la búsqueda de una vacuna contra la polio. El G7 tampoco fue capaz de consensuar un texto porque un Estado quería calificar el COVID-19 como “virus chino”. Así pues, asistimos a un cruce de acusaciones entre EEUU y China, que en realidad se traduce en un déficit de liderazgo mundial. Esta situación contrasta acusadamente con la que vivimos en la década de 2000 con la adopción del Plan Mundial contra el SIDA, con la movilización contra el virus del Ébola y, por supuesto, con la respuesta a la crisis financiera de 2008. Podría decirse que una pandemia no es en sí misma competencia del Consejo de Seguridad. Pero esta explicación no resulta convincente. En los dos casos citados (SIDA y Ébola) hubo unanimidad en el Consejo de Seguridad. Unanimidad a favor de la movilización. No se ha podido votar un proyecto de texto propuesto recientemente por Estonia porque algunos Estados no aceptan que se insista en la plena transparencia en la información sobre la crisis, un principio que entienden que atenta contra su soberanía. Que, por primera vez desde la creación de las Naciones Unidas, una pandemia no genere un consenso es un mal presagio. Esta situación se debe tanto a los desacuerdos entre los Estados como a la falta de interés de algunos de ellos en cualquier liderazgo internacional. Todo esto resulta sumamente preocupante, ya que es bien sabido que una sólida coordinación internacional puede marcar la diferencia. Puede permitir que se den a conocer las mejores prácticas, proponer estándares internacionales para el control de los pasajeros en los aeropuertos, poner en común recursos para los test y la investigación de vacunas, en lugar de tratar de apropiarse de resultados de investigación prometedores en beneficio de un único país, y crear asociaciones para la producción de todos los bienes y equipos esenciales indispensables para combatir la pandemia.
Esta necesidad de cooperación también será aguda en el momento del desconfinamiento. Porque si cada Estado miembro levanta el confinamiento por su cuenta, nos enfrentaremos a considerables dificultades. Por consiguiente, convendrá ponerse de acuerdo para evitar un caos global que volvería a afectar al comercio internacional. El único ámbito en el que la cooperación internacional ha funcionado muy bien desde el inicio de esta crisis es la cooperación entre los bancos centrales. Este éxito se explica probablemente porque su actuación es autónoma e independiente de las tradicionales rivalidades entre países.
En una fase posterior será necesario evaluar, sin duda, lo que se hizo bien y mal al principio de la pandemia. Pero es la hora de la movilización y no de la polémica. Desde este punto de vista, es de lamentar el anuncio hecho por el presidente Trump de la suspensión temporal de la financiación de EEUU a la OMS con el pretexto de que supuestamente trató de ocultar las deficiencias chinas.
Esta crisis ha exacerbado indiscutiblemente las relaciones chino-norteamericanas y ha revelado los peligros de un conflicto multidimensional entre estos dos países para la seguridad internacional. Como me ha señalado el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, la salida de la crisis requiere una estrecha coordinación entre EEUU, China y la UE. Pero si esta crisis extremara, más que intensificar, la tensión chino-norteamericana, el papel de Europa sería aún más crucial. En particular, debe evitar que los efectos de la rivalidad repercutan negativamente en una serie de regiones del mundo, principalmente en África, que necesitará un auténtico apoyo financiero para hacer frente a la pandemia. El anuncio del G20 y el FMI de una moratoria de la deuda de los países más pobres es una decisión que ciertamente aliviará a estos Estados. Pero es obvio que no es suficiente. Es la cancelación de esta deuda lo que debe negociarse entre todos los donantes, incluida China. Y los países de renta media también se verán afectados y necesitarán ayuda, como lo recuerdan muchos líderes y economistas latinoamericanos.
Si queremos ser ejemplares y, sobre todo, creíbles, debemos demostrar a nuestros pueblos que practicamos en nuestros países la solidaridad por la que abogamos a escala internacional. Los Estados europeos han adoptado numerosas medidas para evitar el colapso de sus economías. Se han convenido planes de recuperación. Son pasos en la dirección correcta. Pero todavía estamos lejos de la creación de un paquete global de solidaridad europea. Además, debemos evitar que los planes nacionales de recuperación perjudiquen al mercado único. De hecho, si las empresas de un país se benefician de un plan nacional de apoyo mucho más fuerte que sus competidores, es probable que al salir de la crisis obtengan una ventaja decisiva y, de este modo, agraven los desequilibrios económicos en el mercado único. Los desequilibrios Norte-Sur ya existentes antes de la crisis pueden ser más pronunciados después de ella, lo que no dejará de tener consecuencias en la adhesión de los pueblos al proyecto europeo. Y, por el momento, está claro que las medidas fiscales adoptadas por los gobiernos para ayudar al sistema productivo son mucho más importantes en Alemania que en Italia o en España.
Por otra parte, el COVID-19 ha puesto de manifiesto una de las principales debilidades de la unión monetaria: la ausencia de una función de estabilización fiscal para la zona del euro en su conjunto, “que provoca una sobrecarga de la política monetaria con fines de estabilización y una combinación de políticas inadecuada”.[7] Pero, aunque la pandemia es una perturbación simétrica en sus orígenes, es muy asimétrica en sus consecuencias. Sus enormes costes se distribuirán de forma desigual en el ámbito social y territorial.
La Comisión Europea y el BCE han respondido rápidamente a esta crisis. En el plano humanitario, la Comisión ha realizado una notable labor de coordinación que ha permitido la repatriación de 500.000 ciudadanos europeos que se hallaban fuera de la Unión. En el plano económico, el Eurogrupo, tras la reunión más larga de su historia, ha abierto nuevas líneas de crédito del MEDE. Créditos que nadie parece necesitar o querer porque en este momento España e Italia, más claramente si cabe, han anunciado que no tienen intención de utilizarlos… Estamos reviviendo los mismos debates intergubernamentales sobre la forma de organizar la solidaridad europea que retrasaron la respuesta a la crisis del euro: una crisis por la que hemos pagado un alto precio económico y social.
Y se repite, de este modo, la misma confrontación entre el Norte y el Sur. Estamos constatando de nuevo los límites de la solidaridad europea porque no somos aún una unión política y ni siquiera una auténtica unión económica y monetaria, pese a los innegables progresos.
Para que esta solidaridad sea efectiva, se habla mucho de un “Plan Marshall”, una referencia positiva para los europeos. Pero aparte de que no cabe ya esperar la llegada de un Míster Marshall desde la otra orilla del Atlántico, ese plan se concibió históricamente para reconstruir un continente completamente destruido. Sin embargo, incluso si comparamos hoy la pandemia con una guerra, se observa que no hay destrucción del capital físico. Tras un terremoto, se reconstruyen las infraestructuras y la capacidad de producción. Pero hoy no es este el caso. Ahora debemos centrarnos en satisfacer las necesidades inmediatas de los sistemas sanitarios, proporcionar ingresos a la población que no puede trabajar y conceder garantías y aplazamientos de pagos a las empresas para evitar la quiebra del sistema productivo. Esta es la urgencia hoy en día.
La resiliencia de las democracias
Esta crisis también representará una prueba política para las democracias europeas. Porque siempre son las crisis las que ponen de manifiesto los puntos fuertes y débiles de las sociedades. Ya se están preparando las narrativas políticas para lo que viene. Tres narrativas están en liza: la populista, la autoritaria –que coincide con la anterior en muchos puntos– y la democrática. Esta crisis debería tener a priori un fuerte impacto en la narrativa populista, ya que pone de relieve la importancia de la racionalidad, la competencia y los conocimientos. Todos ellos principios ridiculizados y rechazados por los populistas, que los identifican con las elites. Resulta difícil seguir hablando de la post-verdad cuando sabemos cómo se produce la infección, cuáles son los grupos de riesgo y qué medidas deben adoptarse preventivamente para combatir la pandemia. Pero los populistas pueden invocar, en primer lugar, la responsabilidad del extranjero en la propagación del virus. También pueden convertir a la globalización en el tradicional chivo expiatorio de todos los problemas. En esta misma línea, pueden abogar por un mayor control de las fronteras y aprovechar esta oportunidad para acentuar su hostilidad contra la inmigración. El populismo ofrece muestras de una gran plasticidad. Se adapta a todos los contextos y puede cambiar de rumbo fácilmente, ya que no se preocupa de distinguir la verdad de la mentira. Por otra parte, en un contexto de ansiedad donde impera el miedo, los populistas siempre se encuentran a gusto. Es grande la tentación de aprovechar esta situación excepcional para limitar los derechos y libertades. Podemos derivar hacia un autoritarismo digital, al que ya se encaminan claramente algunos Estados. Como ocurrió después del 11 de septiembre, cuando la lucha contra el terrorismo ocasionó una merma de las libertades individuales. Orwell ya está superado.
La narrativa autoritaria coincide con la narrativa populista en que también pretende simplificar los problemas y reconducirlos a una explicación central. Considera que sólo los regímenes autoritarios y centralizados pueden vencer la epidemia movilizando todos los recursos nacionales. Pero sabemos que esto es falso. Podemos decir ya que los países que han tenido por el momento más éxito en contener la crisis son Estados democráticos bien organizados.
Queda la narrativa democrática. Es la más difícil de construir porque las sociedades democráticas se basan en la duda, la interrogación, la deliberación y el cuestionamiento. Estos factores militan en contra de una actuación rápida y eficaz basada en un relato claro e incontestable. Pero para Europa, a la postre, serán los pueblos europeos quienes, al salir de la crisis, dictarán su veredicto sobre la conducta de cada Estado y de Europa en general. A este respecto, es fundamental que la UE aparezca claramente como un actor capaz de marcar la diferencia. No debe sustituir a los Estados miembros, sino que debe amplificar su actuación para dotar de sentido y contenido a lo que está esencialmente en juego: la protección del modelo europeo. Pero este modelo carecerá de valor para el mundo si no somos capaces de promover un modelo de solidaridad entre los Estados miembros. Y todavía estamos lejos de conseguirlo.
Nos ha tocado vivir un momento existencial de la UE. Porque la manera en que lo gestionemos afectará a la cohesión de nuestras sociedades, a la estabilidad de nuestros sistemas políticos nacionales y al futuro de la integración europea. Es hora de cerrar las heridas de las crisis anteriores y no de hurgar en ellas. Para ello, las instituciones y las políticas europeas deben llegar al corazón y al alma de los europeos. Y aún queda mucho por hacer en este terreno.
Ver también versión en inglés de este texto en European Council on Foreign Relations y en francés en Institut Francais des Relations Internationales.
[1] Nassim Taleb (2012), “Cisne negro. El impacto de lo altamente improbable”, Booket.
[2] “Taleb dice que el cisne blanco del coronavirus era previsible”, entrevista en Bloomberg, 31/III/2020.
[3] El informe del Comité Nacional de Inteligencia de 2008 menciona el riesgo de “una enfermedad respiratoria nueva y muy contagiosa, para la que no existe tratamiento”.
[4] Henry Farrell y Abraham Newman (2020), “Will the Coronavirus end globalization as we know it? The pandemic is exposing market vulnerabilities no one knew existed”, Foreign Affairs, 16/III/2020.
[5] Según Karel Dynan del Instituto Peterson, el PIB disminuirá un 12% en Europa frente al 8% en EEUU y el 9% en Japón, mientras que el crecimiento de China será del 1,5% (a 10/IV/2020).
[6] “Vestager urges stake building to block Chinese takeovers”, Financial Times, 12/IV/2020.
[7] Marco Buti (2020), “Riding through the storm: lessons and policy implications for policymaking in EMU”, Voxeu.org, 12/I/2020.