Tema: La llegada al poder de Mohamed VI en 1999 despertó grandes esperanzas dentro y fuera de Marruecos. Cinco años más tarde, el malestar y la decepción crecen a mayor ritmo que las reformas prometidas.
Resumen: Transcurrido un lustro desde la llegada de Mohamed VI al poder, cabe preguntarse si Marruecos está alcanzando el nivel de desarrollo político, económico y humano que el joven monarca prometió tras su entronización. Problemas inherentes a la propia estructura de poder y los efectos de los atentados de Casablanca de 2003 impiden avanzar en las medidas democratizadoras iniciadas durante el final del reinado de Hasan II, y muestran la fragilidad de las que se han adoptado hasta el momento. A la larga, la extraordinaria lentitud de las reformas, o su simple ausencia, sólo puede acarrear problemas en las complejas relaciones hispano-marroquíes.
Análisis: En comparación con el reinado de Hasan II, Marruecos ha gozado con su heredero de una mayor libertad de expresión y debate público, dentro de unos límites estrictamente marcados por Palacio. Por un lado, se puede opinar en público sobre algunos aspectos de temas que antes eran tabú, como los derechos humanos, el papel de la monarquía, el islam político, la corrupción y el Sáhara Occidental. Por otro, cualquier crítica a la institución monárquica, desviación del discurso oficial sobre la marroquinidad del Sáhara, posible ofensa a la religión o supuesta amenaza a la seguridad del Estado conlleva necesariamente penas de cárcel y/o sanciones económicas. La autocensura de los periodistas está condicionada por directrices no oficiales y la necesidad de financiación pública a través de subsidios y publicidad oficial.
Marruecos es visto por algunos en Occidente como un modelo para el mundo árabe, tanto por la estabilidad del sistema que garantiza la monarquía alauí, como por algunas de las medidas liberalizadoras que éste ha adoptado. Otros, en cambio, entienden que la propia naturaleza del sistema de poder es el principal escollo al que se enfrentan los demócratas marroquíes. Estas discrepancias en las percepciones se deben, entre otros motivos, a que en Marruecos coexisten varias sociedades, pero de espaldas unas a otras. El Marruecos de la elite del majzen (el entramado político y administrativo clientelar sobre el que reposa el poder), poco numerosa e interlocutora habitual de los occidentales, nada tiene que ver con el país en el que vive la gran mayoría de los marroquíes. Éstos son quienes tienen que enfrentarse continuamente a problemas de índole económica y social, agravados por la falta de transparencia en la gestión de los asuntos públicos y el abuso de autoridad que se extiende a varios niveles de la administración y fuerzas de seguridad.
La pregunta es si lo que se ha presentado como doble transición (paso de un régimen a otro y la apertura relativa del sistema político) ha contribuido de forma visible a la mejora de la vida cotidiana del marroquí medio. La primera respuesta se puede extraer del ranking de desarrollo humano del PNUD. En 1999 Marruecos ocupaba el puesto 126 de un total de 174 países (uno de los peores resultados dentro de la región árabe, si se excluye a Sudán, Yemen, Mauritania y Yibuti). En 2004 se encuentra en el puesto 125 de entre 177 países (España ocupa el 20). Esta escasa mejoría resulta poco alentadora, si se tienen en cuenta las promesas hechas cinco años atrás.
Nuevo concepto de autoridad, ¿sin reformar la monarquía?
La voluntad declarada en un principio por el rey Mohamed VI de acometer reformas de gran calado fue recibida con optimismo por parte de muchos, incluidos opositores del régimen de Hasan II. Este hecho fue interpretado como un deseo del nuevo monarca de distanciarse del legado de autoritarismo y abusos dejado por su padre, a pesar de que hacia el final de sus 38 años de reinado éste emprendió un lento e indefinido proceso hacia la democratización del país.
Sin embargo, el celo con que desde Palacio se pretende ejercer el control sobre todos los asuntos relevantes tiene un efecto paralizador sobre el resto de instituciones del Estado. La descoordinación en las operaciones de rescate tras el terremoto de Alhucemas de febrero pasado y la tardanza en el reparto de la ayuda internacional a los afectados son una muestra más del temor de las autoridades locales, teóricamente competentes, a dar un paso sin el consentimiento real. Nadie quiere dar la impresión de estar restando protagonismo a la voluntad y presencia del monarca.
Oficialmente, Marruecos es una monarquía constitucional. La realidad es que el sistema, consolidado a lo largo de décadas, se encarga de mantener al monarca en la cima de la pirámide del poder. Bien de forma directa, bien a través de mecanismos indirectos, el rey es quien gobierna el país. La Constitución lo consagra como “máximo representante de la nación” (artículo 19). Además de ser el jefe del Estado, es el “mando supremo de las Fuerzas Armadas Reales” (artículo 30) y preside el Consejo de Ministros (artículo 25). El rey ejerce una autoridad temporal pero también espiritual como “comendador de los creyentes” (amir al mu’minin). En ese sentido, Marruecos es un caso insólito en el mundo musulmán, en el que su máxima autoridad política también se atribuye una dimensión espiritual.
Marruecos es un país en que las relaciones de poder entre la monarquía, el Estado y las tres ramas del gobierno están enormemente desequilibradas. El rey y su entorno palaciego siguen ostentando de facto un poder casi absoluto sobre los asuntos que afectan al conjunto de la sociedad marroquí. A pesar de las declaraciones prometedoras y de las campañas de imagen desde la llegada al trono de Mohamed VI, no se acaba de perfilar un modelo de monarquía que sea compatible con un auténtico Estado de derecho. Las constantes interferencias de los centros de poder ligados al monarca en el normal funcionamiento de las instituciones del Estado, y especialmente el Gobierno, frenan el desarrollo económico y humano del país, al tiempo que generan mayor descontento social. La existencia todavía de los llamados “ministerios de soberanía” (justicia, asuntos exteriores, interior y asuntos islámicos), sometidos al control directo de Palacio resta eficacia y credibilidad al trabajo del Gobierno salido de las urnas.
Estado de derecho y corrupción
Uno de los principales logros que desde Occidente se le atribuye a Mohamed VI ha sido la reforma del código de familia (mudawwana) el pasado enero. Después de un largo bloqueo de los sectores más conservadores a lo que consideraban el final del modelo tradicional de familia y las buenas costumbres, el nuevo texto legal presentado por iniciativa real fue aprobado en el Parlamento por unanimidad. La nueva ley, entre otras cosas, eleva la edad mínima legal de matrimonio para las mujeres de 15 a 18 años, establece el derecho al divorcio por mutuo acuerdo, somete la poligamia y el repudio al control judicial, establece que la familia es una responsabilidad compartida de los dos cónyuges, termina con el deber de la mujer de obedecer a su marido y elimina el requisito de que la mujer tenga un tutor para poder casarse. En muchos aspectos se trata de uno de los códigos de familia más progresistas y garante de los derechos de las mujeres en todo el mundo árabe. Aprobarlo sin la oposición de los islamistas fue posible debido al cambio del clima político tras los atentados de Casablanca, que colocó a los sectores religiosos a la defensiva y acalló sus críticas por temor a ser asociados con los autores de dichos atentados.
Aun siendo la nueva mudawwana un paso altamente positivo (además de tener mucha visibilidad de cara a Occidente), existen varios motivos por los que su aplicación no será tarea fácil, empezando por la poca familiaridad de los representantes del poder judicial con las reformas. No está claro que los jueces estén comprometidos con el espíritu del nuevo código, el cual les deja un amplio margen de maniobra para aplicar las interpretaciones religiosas más conservadoras. Por otra parte, los asuntos de familia pasan de ser competencia de los juzgados de primera instancia a los recién creados juzgados de familia, de los que sólo se contempla crear 70 para todo el país y que dejarán desatendidas a extensas zonas rurales. Aunque el problema más grave sigue siendo la falta de información entre las mujeres, consecuencia en parte de los elevados índices de analfabetismo. Según el PNUD, en el año 2002 el índice de alfabetización entre adultos mayores de 15 años era tan sólo del 50,7%. En el caso de las mujeres a nivel nacional ese índice se reducía al 38,3%, mientras que en las zonas rurales donde vive cerca de la mitad de la población no llegaba al 18%. También existe el temor entre los defensores de las reformas de que la corrupción de las instancias judiciales contrarreste los efectos positivos del nuevo código.
La corrupción en Marruecos sigue siendo un mal endémico, y está extendida por todo el sistema, bien sea a nivel de la política, la economía, la justicia o la administración. Largas décadas de corrupción oficial tolerada, e incluso empleada para cooptar a unos o recompensar o castigar a otros, ha generado una extensa cultura de la corrupción que abarca a la sociedad en su conjunto. Las campañas oficiales de lucha contra la corrupción, emprendidas en 1999, no están alcanzando sus objetivos, a juzgar por las encuestas e informes tanto nacionales como internacionales. El informe anual sobre corrupción de Transparency International de 1999 situaba a Marruecos en el puesto 45 de 99 países. El informe de 2003 lo sitúa en el puesto 70 de 133 países, con un descenso notable de su puntuación. El tráfico de influencias, los sobornos y el abuso de poder, sumados a unos procedimientos burocráticos que se eternizan y la dificultad de identificar a las autoridades con capacidad de decisión, son obstáculos a los que se enfrentan inversores locales y extranjeros, frenando el desarrollo económico y generando desconfianza en la autoridad.
La bendición de Palacio es necesaria para abrir las puertas a cualquier inversión medianamente importante. Los grandes intereses de la monarquía en el mundo de los negocios (es el principal emprendedor y poseedor de explotaciones agrícolas, sobre todo a través del holding industrial y financiero perteneciente a la familia real, Omnium Nord Africain –ONA–, que mueve un porcentaje importante del PNB) no ayudan a aumentar la transparencia del sistema. Las presiones políticas impiden la aplicación de la legislación anticorrupción existente, que ya fue reforzada durante el anterior Gobierno de Abderrahmán Yusufi. A eso se añade la impresión ampliamente compartida de que las campañas oficiales de lucha contra la corrupción suelen detenerse antes de alcanzar a altos cargos y autoridades.
La proliferación de la corrupción contribuye al aumento del islamismo. Esto sucede mediante la generación de estructuras paralelas de confianza mutua basadas no en el imperio de la ley, sino en la aspiración de pertenecer a una colectividad moralmente superior. En Marruecos, como en otros países árabes, el islamismo llega donde el Estado no proporciona bienes y servicios, que se pierden por el camino. Por otra parte, el hecho de que no se haya permitido a los islamistas tener una presencia mayor en la gestión de los asuntos públicos les ha evitado tener que verse implicados en casos de corrupción conocidos por el gran público, lo que les permite conservar la imagen de piadosos e incorruptibles. En Marruecos no puede haber una apertura política genuina sin una mayor participación, gradual y sin sobresaltos, de sectores islamistas en la política. Y no porque éstos tengan la solución para los problemas del país, sino porque están más próximos a la población que los partidos tradicionales, y pueden ser una pieza clave para controlar a la minoría más integrista, incluidas las corrientes salafistas que predican el uso de la violencia.
Apertura del sistema político
En comparación con su padre, Mohamed VI ha permitido una mayor libertad de expresión y debate sobre asuntos públicos. Pero a diferencia de su padre, el actual rey queda más al descubierto frente a las críticas por el mal funcionamiento de un sistema en el que sigue siendo la pieza clave. Esto resulta especialmente preocupante cuando se han elevado las expectativas de la población pero las mejoras no se dejan sentir. La función de coraza real que desempeñaba el ex ministro del Interior, Dris Basri, con Hasan II ha quedado suprimida con Mohamed VI, cuyo entorno, sin embargo, no ha mostrado la decisión necesaria para reformar el papel de la monarquía e integrar nuevos actores en el proceso de toma de decisiones.
Tras su llegada al trono, Mohamed VI confió en que su impulso democratizador, favorecido por el interés que despertaba a nivel internacional, sería fortalecido encomendando los puestos de responsabilidad a sus antiguos compañeros de colegio. Lo que se esperaba que fuera la generación reformista no ha cumplido con las expectativas en estos cinco años, y sus intereses parecen centrarse más en los negocios que en la farragosa tarea de gobernar el país. Resulta llamativo que ninguno de estos compañeros próximos al rey haya destacado por sus posiciones reformistas en lo político y lo social.
Tras las elecciones legislativas de 2002, el rey decidió nombrar como primer ministro a un tecnócrata sin afiliación partidista, Dris Jettu, para sorpresa y malestar de algunos sectores políticos que concurrieron a las elecciones. Esto se interpretó como una muestra del descontento del rey con los partidos políticos por su falta de proyecto para el país, así como un intento de desplazar una mayor carga de responsabilidad en la toma de decisiones políticas hacia el Gobierno. Dos años después, parece que el rey desautoriza a dicho Gobierno por la “incompetencia” de la mayoría de sus integrantes (El País, 9/VI/2004), quienes se quejan en voz baja de las intromisiones de los compañeros del rey en asuntos de su competencia. Durante los últimos meses se ha extendido la impresión de que Mohamed VI está recurriendo a la vieja guardia de la época de su padre para recuperar un mayor control sobre los asuntos de Estado, sobre todo la seguridad interior.
Marruecos es un caso atípico en el mundo árabe, pues cuenta con un sistema de partidos con una larga tradición. Sin embargo, las interferencias y manipulaciones de Palacio en su funcionamiento (incluida la aceptación de sus dirigentes a ser cooptados) los ha hecho incapaces de cumplir su función de canalizar y estructurar la participación política. Sin una regeneración generalizada de los partidos políticos tradicionales en Marruecos no parece posible que los deseos expresados por el monarca de crear un Estado moderno puedan llegar a buen puerto. La regionalización es otra de las asignaturas pendientes en Marruecos. El sistema, enormemente centralizado a pesar de los intentos de descentralización y regionalización llevados a cabo durante la última década, se resiste a poner en marcha un auténtico proceso que tenga en cuenta la pluralidad de gentes y rasgos culturales y lingüísticos que forma Marruecos.
¿Vuelta a las viejas prácticas?
Los cinco atentados terroristas sincronizados que sacudieron Casablanca el 16 de mayo de 2003 fueron un golpe duro para Marruecos, pues confirmaron la creciente radicalización social en el país. La “excepción marroquí”, por la que el país parecía estar a salvo del integrismo y la violencia terrorista se convertía en cosa del pasado. Lo más preocupante para las autoridades fue descubrir que los terroristas eran todos marroquíes, moradores de chabolas a las afueras de Casablanca. Pocos días después de los atentados que causaron la muerte a 45 personas, el Parlamento aprobó de forma precipitada una ley antiterrorista. Dicha ley define el terrorismo de una forma amplia y vaga, permitiendo que incluso actividades políticas pacíficas puedan ser castigadas. También aumenta el grado de arbitrariedad con el que las autoridades pueden realizar detenciones, dictar largas condenas de prisión y penas de muerte.
Según diversas organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Federación Internacional de Derechos Humanos, desde que tuvieron lugar los atentados ha habido un deterioro notable de los derechos civiles y políticos. En sus informes denuncian el aumento de casos de detenciones ilegales, torturas durante los interrogatorios, manipulación de testimonios, procedimientos arbitrarios, ausencia de testigos, falta de pruebas inculpatorias y denegación del derecho a la autodefensa. El Ministerio del Interior ha reaccionado con mano dura, a pesar de las críticas contra los abusos, desde la creencia de que no hacerlo sería interpretado como muestra de debilidad por parte de los sectores más integristas. Esto podría ser el comienzo del camino de vuelta hacia prácticas y excesos de poder cometido en épocas que se creían pasadas. Un nuevo atentado en suelo marroquí podría acelerar ese proceso.
Los atentados no han conseguido aislar al país a nivel internacional. Así lo demuestran las cifras oficiales del número de turistas que lo visitan, que ya han superado el impacto inicial de los atentados (aunque un nuevo ataque, sobre todo si va dirigido contra el sector turístico, puede dar un vuelco a la situación). El efecto más nocivo de dichos atentados ha sido el frenazo que han provocado en el proceso democratizador emprendido unos años atrás. Los defensores del statu quo dentro de las estructuras administrativas y burocráticas que temen perder sus privilegios han encontrado la excusa ideal para evitar hacer cambios de fondo en el sistema, empezando por el papel de la monarquía. A pesar de los intentos de democratizar el Ministerio del Interior mediante la definición de sus competencias y la rendición de cuentas, el aumento del radicalismo integrista y los actos terroristas han hecho que recupere su carácter preeminente de preservar la seguridad y ejercer el control social.
Según el politólogo Mohamed Tozy, los atentados de Casablanca convirtieron a Marruecos en uno de los países rehenes del terrorismo. Si se hace un repaso a los atentados cometidos en todo el mundo en el último lustro, se puede comprobar que, además de eso, Marruecos se ha convertido en un país claramente exportador de terrorismo internacional. Es de prever que no deje de serlo en un futuro inmediato.
Radicalización social
Tradicionalmente, Marruecos ha cultivado la imagen de ser un país moderado dentro del mundo árabe e islámico, sobre todo tras la explosión de violencia en la vecina Argelia a principios de los noventa. Hasan II se afanó en mostrarse como un monarca que combinaba la tradición con la modernidad, para lo cual contó con importantes lobbys promonárquicos en Europa y Estados Unidos. Su hijo ha seguido la misma línea (aunque la parte tradicional y ceremoniosa no parece atraerle en demasía). Ahora bien, los hechos y las encuestas demuestran que la realidad social no responde fielmente a esa imagen. Según una encuesta del Pew Research Center del pasado mes de marzo, un 45% de los marroquíes veían de forma favorable a Osama bin Laden, frente al 42% que lo hacían de forma desfavorable. No hay duda de que las políticas estadounidenses e israelíes en Oriente Próximo y sus consecuencias tienen un efecto radicalizador en el contexto marroquí, pero el caldo de cultivo para la aparición de esas reacciones ya existía de antemano.
Según una información del diario marroquí Al Ahdath Al Maghribia del pasado 10 de agosto, basado en un informe de la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST), el número de extremistas se ha multiplicado por 70 desde 1996, pasando de unos 40 individuos a cerca de 3.000 en la actualidad. Independientemente de la exactitud de las cifras, queda patente que el problema al que se enfrenta el país está adquiriendo dimensiones alarmantes, en un país en el que la tercera parte de la población tiene menos de 15 años y hay una grave falta de oportunidades de mejora social.
La solidaridad que despertaron los atentados de Casablanca entre los Gobiernos occidentales se puede convertir en un apoyo acrítico a la monarquía ante la falta de avances democráticos (incluso a pesar de algunos retrocesos), por temor a desestabilizarla en caso de aplicarle presiones en esa materia. Ahí es donde los atentados pueden perjudicar más al país a largo plazo. El apoyo que Marruecos debe recibir en su lucha particular contra el terrorismo no puede convertirse en un cheque en blanco para que se cometan abusos y se paralice el proceso de reformas. La experiencia demuestra que la exclusión nunca ha servido como freno frente al radicalismo.
El rey Mohamed VI aún goza del apoyo popular que se ganó con sus primeras medidas y declaraciones recién llegado al trono, aunque no en iguales proporciones que hace cinco años. La decepción se extiende por el país a pesar de que el majzen lo quiera ocultar. El capital de simpatía que acumuló el “rey de los pobres” en un primer momento puede no ser infinito, en un país cuyo PNB per cápita ha pasado de 1.260 dólares en 1997 a 1.218 en 2002. La falta de avances en las áreas que el monarca se marcó como prioritarias (el desempleo, la pobreza, el analfabetismo, la sanidad, etc.) se suelen achacar a la ineficacia del Gobierno y la corrupción del majzen, y no tanto a la falta de voluntad real para abordar los problemas. No obstante, el riesgo que corre la monarquía es que cuanto más larga sea la espera sin que lleguen los cambios prometidos, mayor será su descrédito, con los posibles efectos desestabilizadores que eso puede acarrear. Este escenario se puede agravar, y mucho, si se vuelven a suceder años de sequía (la agricultura supone un 15%-20% del producto nacional bruto, y a ella se dedica cerca del 40% de la población activa), lo que suele provocar un éxodo rural hacia las barriadas chabolistas de las grandes ciudades, territorio fértil para el reclutamiento de jóvenes desesperados y furiosos por parte de redes terroristas.
Un reto para el sistema marroquí es favorecer que los habitantes del país interioricen su condición de ciudadanos, y que se sientan responsables en el proceso de participación política y petición de cuentas a sus dirigentes y representantes. Resulta llamativo que el índice de participación en las elecciones legislativas de 2002 fuera de tan sólo el 51%, y que en zonas urbanas apenas alcanzara el 30%.
El embrollo del Sáhara
Al conflicto del Sáhara Occidental le falta poco para cumplir su tercera década de existencia. El paso del tiempo sólo ha contribuido a su enquistamiento. El fracaso del Plan de Arreglo de la ONU de 1991, de los Acuerdos de Houston de 1997 y el más reciente Plan Baker II de 2003 se debe sobre todo a que una parte, Marruecos, ha querido cambiar las reglas ya negociadas y pactadas bajo supervisión internacional cada vez que el proceso echaba a andar. Por un lado, Marruecos ejerce el control militar sobre el territorio. Por otro, Rabat sabe que por el momento sus aliados occidentales no le van a forzar a cumplir los compromisos que ha contraído.
Detrás de esta estrategia de ganar tiempo se esconde el temor de los dirigentes marroquíes a perder cualquier referéndum de autodeterminación, incluso aquel con el censo teóricamente más favorable a sus intereses previsto en el Plan Baker II. El propio ex mediador de la ONU, James Baker, declaraba recientemente en la PBS estadounidense que “los marroquíes han hablado sobre su voluntad de ofrecer una autonomía [al territorio], pero nunca han querido poner una propuesta sobre la mesa”.
Durante todos estos años el conflicto del Sáhara Occidental ha supuesto –y sigue suponiendo– una importante sangría económica para las arcas del Estado marroquí. También ha hecho fracasar cualquier intento de integración magrebí. Pero su efecto más nefasto para Marruecos es que dicho conflicto, elevado en el discurso oficial a la categoría de causa sagrada, ha ejercido de inhibidor del desarrollo económico, político, social y, en definitiva, democrático del país.
La solución de este conflicto necesita del “coraje de unos líderes que sepan anteponer los intereses colectivos a los egoístas o chovinistas”, como señala Bernabé López García (El País, 7/IX/2004). Esto se aplica a todos los líderes de las partes enfrentadas a nivel regional, pero también requiere un apoyo decidido desde el exterior, que se puede convertir en presión para forzar a una o a las dos partes a hacer cosas que no deseen cuando sea necesario. Ninguna solución duradera a este conflicto, del tipo que sea, podrá tener éxito con el actual diseño centralista y autoritario de poder que existe en Marruecos.
Es comprensible que entre los saharauis exista desconfianza hacia las promesas de las autoridades marroquíes. Para que puedan seguir siendo un elemento activo y constructivo en las negociaciones que habrá que reemprender para resolver este conflicto hace falta que reciban garantías sólidas de los países que integran el llamado “grupo de amigos”, constituido en el seno de la ONU para elaborar los proyectos de resolución sobre el Sáhara Occidental (España, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia). En este punto España puede jugar un papel importante, desde la voluntad declarada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero de llevar a cabo una “diplomacia activa” para resolver el conflicto. En caso de optar por una parcialidad activa con una de las partes, sin que cambie la mentalidad bloqueadora y autocomplaciente de las autoridades de nuestro vecino del sur, el riesgo que se corre de pérdida de credibilidad y capacidad de influencia es elevado.
Conclusiones: El Marruecos de hoy es un país en el que reina la indecisión para acometer reformas. Los problemas a los que se enfrenta son de sobra conocidos, y en su diagnóstico coinciden sectores amplios del país. Sin embargo, nadie se atreve a dar los pasos necesarios para subsanarlos. El monarca, a pesar de sus grandes poderes, aunque lo desee no cuenta con instituciones capaces de reformarse y desarrollar el país. Tampoco existe a su alrededor un círculo de personalidades con una clara agenda democratizadora. Los partidos políticos tradicionales hace tiempo que funcionan como pequeños grupos de presión en busca de sus propios intereses, perdiendo toda capacidad de movilizar e ilusionar a la sociedad. La larga historia de manipulaciones electorales ha hecho que competir por el voto haya pasado a un segundo plano en las estrategias de los partidos.
Los grandes retos a los que se enfrenta el régimen son, en parte, de su propia creación. A nivel internacional, por haber ligado casi todos sus recursos diplomáticos a una posición irredentista y poco imaginativa en el conflicto del Sáhara Occidental, que ha sido y sigue siendo utilizado en el interior como elemento legitimador del sistema. En el plano interno los retos son múltiples. Por un lado, la falta de desarrollo económico y social está directamente ligada a la rampante y extendida corrupción y a las presiones políticas que impiden el correcto funcionamiento de un Estado de derecho. Por otro lado, la amenaza de la radicalización integrista no es ajena a las políticas estatales que, durante las últimas décadas, han tolerado la propagación de una versión intolerante del islam venida de la Península Arábiga.
Esperar a que estas amenazas se disipen sin abordar las causas de fondo (con el apoyo de los socios internacionales, incluida España), además de ingenuo, tendrá necesariamente efectos desestabilizadores para el propio sistema. De producirse, éste se vería abocado a esgrimir “causas nacionales” para desviar la atención y afrontar su creciente descrédito. España debe actuar hoy pensando en ese indeseado, pero posible, mañana.
Haizam Amirah Fernández
Investigador Principal del Área de Mediterráneo y Mundo Árabe, Real Instituto Elcano