Tema: Análisis comparado del impacto que los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos y del 11 de marzo en España tuvieron sobre la opinión pública y la política en esas dos naciones.
Resumen: A partir de una distinción entre seguridad efectiva y sensación colectiva de seguridad, el ARI reflexiona sobre si las crisis ocasionadas por ataques terroristas como los ocurridos en Nueva York y Madrid favorecen generalmente a líderes políticos que optan por una línea dura contra el terrorismo y que son percibidos como gobernantes fuertes que prometen combatir dicho fenómeno en todos sus frentes. Mientras que lo ocurrido en Estados Unidos con la reelección de George W. Bush como presidente a finales de 2004 corroboraría esa tesis, el autor entiende que los resultados de las elecciones generales españolas celebradas en marzo de ese mismo año, pese a que supusieron la derrota del Partido Popular hasta entonces en el poder, no deben ser entendidas como una excepción a la regla. Para interpretar lo ocurrido es preciso prestar atención al contexto en que se producen los atentados que generan crisis, el modo en que se manejan esas situaciones de crisis y la cultura política predominante en el país afectado.
Análisis: Con este tema se pisa terreno nuevo. Todavía faltan investigaciones comparadas y una teoría sobre la relación entre una serie de atentados y el comportamiento político de la ciudadanía. Es evidente que se trata de una relación complicada y no necesariamente lineal, ya que entre las dos variables principales, los ataques violentos y el comportamiento político, hay otras que influyen sobre el resultado, como el estado psíquico de los ciudadanos y la opinión pública.
Parece razonable tomar como punto de partida la tesis de Walter Laqueur, uno de los especialistas más reconocidos entre los que han trabajado sobre el terrorismo. Laqueur afirma que una crisis provocada por ataques terroristas favorece por lo general a los “duros” entre los líderes políticos: a un Bush, un Putín o un Sharon. ¿Es cierto lo que dice o es una tesis demasiado simple? Y si tiene razón, ¿cuáles son las causas por las que la gente brinda su apoyo a los que prometen reprimir el terrorismo por la fuerza? –un método hasta cierto punto eficaz pero que también tiene sus límites–.
En este breve análisis voy a concentrarme en sólo dos ejemplos: el de los Estados Unidos y el de España. Ocasionalmente echaré un vistazo hacia Rusia e Israel.
Estados Unidos: El alto rendimiento político de una actitud firme e intransigente
George W. Bush parece ser un buen ejemplo de que una actitud dura y consecuente contra el terrorismo puede garantizar el éxito en las urnas. Desde los ataques del 11 de septiembre llevó una lucha incesable en un tono mesiánico contra el terrorismo en todos los frentes, el externo y el interno, que le aseguró un segundo triunfo electoral a fines del año 2004. Sólo quiero recordar algunas de las medidas tomadas por él.
Inmediatamente después del ataque devastador contra las torres gemelas en Nueva York y el Pentágono en Washington entró, sin preaviso, en una guerra contra los Talibán en Afganistán, acusándolos de albergar y proteger a al-Qaeda; atacó directamente a esta organización terrorista, destruyó sus campamentos y obligó a Bin Laden y sus seguidores a huir hacia Pakistán. Fue la primera vez en la historia reciente que un ataque terrorista tuvo como respuesta y consecuencia el inicio de una guerra. Dos años más tarde siguió una segunda guerra contra Irak, según Bush un Estado “demonio” (rogue state) que tenía estrechas relaciones con al-Qaeda y se preparaba para construir armas de destrucción masiva.
En los mismos Estados Unidos, Bush tomó una serie de medidas cuyo denominador común era prevenir cualquier ataque terrorista con un aumento del control estatal en todos los ámbitos. Ejerció una creciente presión sobre el sector de medios de comunicación de masas; sometió las fronteras y a todos los viajeros que venían y vienen desde fuera a un control estricto y severo; amplificó las leyes o permitió su extensa aplicación para facilitar la captura de sospechosos, restringió las libertades individuales, cancelando para un gran sector de la población prácticamente los clásicos derechos anglosajones del habeas corpus; reorganizó los servicios secretos y creó nuevos servicios y delegados para la seguridad interna, “home defense”; finalmente permitió que surgieran verdaderos espacios extrajudiciales como el de Guantánamo. Transformó en breve el país en una verdadera fortaleza contra el terrorismo. Cualquiera que haya estado en los Estados Unidos en los últimos años se habrá dado cuenta de esta transformación.
Una transformación que sin duda tuvo su precio y cuyo éxito (en los términos de Bush) todavía no está de ningún modo asegurado. Entre los costes evidentes cabe mencionar el enorme déficit fiscal que produjo el Gobierno de Bush, sobre todo por los grandes gastos militares y demás asuntos de la seguridad. Tampoco hay que olvidarse de que entretanto miles de jóvenes norteamericanos han muerto en Irak como víctimas de ataques terroristas. La paulatina transformación del Estado liberal de derecho que eran los Estados Unidos antes en una enorme máquina de seguridad se cuenta también entre los costes de la política de este presidente. Finalmente, su política y su tono maniqueo le costaron muchas simpatías entre sus aliados en Occidente. Si estos hubieran podido participar en las últimas elecciones, la mayoría en 18 de 21 Estados hubiera dado su voto a Kerry y no a Bush.
Hasta la fecha no se puede decir que esta campaña contra el terrorismo islamista internacional haya sido particularmente exitosa. Sin duda, el destruir la infraestructura logística de al-Qaeda, quitarle la cabeza a la organización e impedirle entrenar a más terroristas en Afganistán fue un logro importante. Pero el país invadido y liberado del dominio de los Talibán, Afganistán, sigue estando lejos de ser un Estado que funcione con normalidad. Bin Laden, el enemigo número uno de Bush, está todavía en libertad, a pesar de las gigantescas sumas que le esperan a aquél que le traicione. La campaña de Irak, lejos de contribuir a frenar el terrorismo, ha sido una fuente de emergencia de nuevos grupos terroristas y, a pesar de unas elecciones relativamente exitosas en este país, nadie sabe cómo va a terminar esta acción de derrocamiento del dictador Sadam Husein. El número de ataques terroristas a nivel internacional no se ha reducido sustancialmente en los últimos tres o cuatro años, al contrario. Cuando el viejo y nuevo presidente de los Estados Unidos pretende que el mundo actualmente es más seguro de lo que lo era antes, cabe preguntarse si él mismo cree lo que dice.
Con todo esto, mi intención no es tanto la de criticar al Gobierno de Bush como la de demostrar que tiene algo de sorprendente para un observador externo el alto grado de apoyo del que goza este presidente entre la población norteamericana, o al menos gozaba hasta hace poco. Inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre este apoyo era abrumador: el 94% de los norteamericanos se pronunció a favor de su presidente y su manera de gestionar la crisis. Después bajó este porcentaje pero, dependiendo de los momentos y las circunstancias concretas, siempre entre el 55% y el 80% de los encuestados aprobaron la orientación que el jefe del Gobierno norteamericano daba a la política de seguridad del país. Después de su reelección, en noviembre de 2004, el 32% de los que habían votado a Bush declararon que lo habían hecho por su política antiterrorista (en el caso de Kerry era sólo el 5%), el 85% estaba convencido de que gracias a su política el país estaba mejor protegido contra el terrorismo que antes, y el 79% de que la guerra en Irak había hecho más seguro su propio país.
Un pequeño episodio ilustra bien este panorama: algunos días antes de las elecciones, Bin Laden hizo su aparición en la emisora al-Yazira –después de tres años de silencio– para dirigirse en un mensaje al pueblo americano. Atacó la alianza entre los Estados Unidos e Israel, acusó al presidente Bush y su Gobierno de ser mentirosos y corruptos y amenazó con cometer otros atentados como el del 11 de septiembre si la política norteamericana no cambiaba de rumbo. Evidentemente su intención era desacreditar a Bush y crear desconfianza hacia él para impedir su reelección. Aunque no se puede asegurar que un “mensaje” emitido tan poco tiempo antes de las elecciones haya tenido influencia alguna, todos los comentaristas estaban de acuerdo en que había sido más bien contraproducente, ayudando a Bush y no a Kerry.
Si echamos una mirada a dos casos paralelos, el de Putin y el de Sharon, la situación se presenta de una manera muy similar. La política de Putin en Chechenia fue siempre muy represiva. Las tropas rusas cometieron verdaderas atrocidades en esta pequeña región, sin que esto haya disminuido de ningún modo la popularidad de Putin; al contrario, su reelección en 2004 se debió entre otras razones a esta política de mano dura. Cuando después del atentado de Beslan introdujo una serie de reformas autoritarias que permitían la censura de la prensa y aumentaban el control burocrático de la población, tampoco nadie protestó. Si en el caso de Rusia tal vez se pueda decir que por una tradición autocrática hay poca resistencia contra medidas antidemocráticas, en Israel seguramente no es así. Tomemos como ejemplo a Sharon, quien, cuando subió al monte del templo en Jerusalén en otoño de 2000, contribuyó decisivamente a la segunda Intifada, una sublevación de los palestinos contra la ocupación de gran parte de su territorio por los israelíes. La denominada Intifada de Al-Aqsa tuvo un alto coste en vidas humanas para ambos lados; sobre todo, del lado palestino, trajo un aumento considerable en ataques suicidas. Estos atentados son altamente “efectivos”. Mientras hasta entonces por cada israelí habían muerto unos cinco o seis palestinos, a causa de los atentados suicidas el número de víctimas de ambos lados casi se igualó (1:1,7). Sin embargo, ni el mayor número de muertos ni el endurecimiento general de la situación se le reprochó a Sharon, cuyo liderazgo político quedó incontestado hasta que recientemente sufrió un infarto.
Si nos preguntamos por qué en tales situaciones de crisis y conflicto la población apoya más bien a la derecha que a la izquierda –es decir a los políticos duros, decididos e intransigentes–, hay que mencionar varios motivos. Lo que parece ser una distinción clave en este tipo de situación es entre la seguridad efectiva y la sensación colectiva de seguridad. No quiero decir que las medidas tomadas por Bush y sus colegas en otros países no hayan contribuido a contrarrestar la amenaza terrorista. La reorganización de los servicios secretos, el aumento considerable de su personal y de sus recursos, la mejor cooperación internacional y todas las facilidades que se introdujeron en las leyes para detener a sospechosos y prevenir atentados han tenido sin duda algún efecto. Sin embargo, lo que cuenta tanto o más que la seguridad efectiva es la sensación de seguridad que una política de mano dura transmite a la ciudadanía. Se trata de una distinción bien conocida en los estudios sobre la policía. La seguridad efectiva y su aumento dependen de medidas a veces poco espectaculares: de un mejor trabajo de los servicios de inteligencia, de un mejor flujo de informaciones, de reformas estructurales y de nuevas formas de adiestramiento del personal. Estas reformas tienen en común que requieren tiempo y no producen resultados inmediatos. Por tanto, se les acompaña con acciones visibles que muestran que el Gobierno está altamente preocupado por la situación y que hace todo lo posible para proteger a los ciudadanos. El aumento en los controles y en la presencia de los servicios de seguridad en el espacio público tienen este efecto tranquilizador: controles en instituciones públicas, en los aeropuertos y fronteras y, sobre todo, un mayor control de los extranjeros, porque en tal situación de desorientación e inseguridad hay un deseo generalizado de discernir potenciales culpables y nadie se presta mejor para este papel que los que vienen desde fuera.
Es evidente que los Gobiernos fuertes, con tendencias autoritarias, tienen una mayor inclinación y también mayores posibilidades de aumentar el grado de control en todos los ámbitos que los Gobiernos blandos. También tienen menos escrúpulos en explicar a los ciudadanos que van a combatir la violencia y el terrorismo en otro territorio para que su propia población pueda sentirse más segura. Así, por ejemplo, Bush insistió en que los Estados Unidos estarían más seguros si se combatía al “terrorismo” en el exterior, por ejemplo en Irak. Al mismo tiempo, su política de seguridad tiene una tendencia hacia la discriminación de los extranjeros apenas frenada por los tribunales. Tendencias similares son visibles en casi toda Europa, donde se han endurecido las leyes de inmigración para los grupos de población musulmana –en algunos países, varios millones de personas–, que se ven expuestos a la sospecha generalizada de que son radicales.
Pero los ataques terroristas y las situaciones de crisis no despiertan sólo sentimientos de inseguridad con sus reacciones correspondientes, sino también toda clase de sensaciones y deseos emocionales: sed de venganza o al menos de un castigo severo; necesidad de reafirmación de la propia fuerza y autonomía de la comunidad y también del restablecimiento de su dignidad tras haber sido chantajeados y extorsionados por terroristas; y deseo de un liderazgo firme, intrépido e imperturbable como contrapeso a la situación de pavor e inseguridad creada por los actos violentos. Todas estas necesidades emocionales, latentes o abiertas, las satisface más un Gobierno que no cede a los terroristas –sino que los combate en todos los niveles y frentes, independientemente del éxito de tal opción– que un Gobierno de compromiso que pondera las ventajas y desventajas de cada paso que da.
Quiero añadir una nota sobre el factor personal en esta situación, que también es de gran relevancia: ¿está el presidente a la altura de la situación y entiende e interpreta bien las aspiraciones de la mayoría? En estos momentos, sobre todo en casos de violencia con consecuencias catastróficas, se abre una de las raras posibilidades de una estrecha unión entre el líder político de un país y la ciudadanía. Se nota si tiene su confianza y puede conservarla. Para conservarla, no siempre es suficiente seguir una línea dura e insistir en el castigo de los responsables. Putin, un reconocido “duro”, perdió popularidad después del terrible secuestro de Beslan, donde murieron cientos de niños, porque calló y no expresó ninguna lástima por lo ocurrido. Tampoco José María Aznar, el presidente del Gobierno español, fue a ver a los familiares de las víctimas después de los horribles sucesos del 11 de marzo de 2004 para expresarles su compasión. Con esto llegamos a nuestro segundo caso.
España, ¿una excepción a la regla?
Diversos experimentos psicológicos han confirmado la tesis de que a través de amenazas y de la evocación de peligros es posible crear una fuerte demanda de más seguridad. En términos políticos: el que habla mucho de los peligros mortales inminentes puede –de este modo– producir un ámbito de miedo e inseguridad generalizado que le dan una mayor posibilidad de presentarse como el gran salvador y protector, que por la fuerza va a reestablecer la seguridad. Este tipo de reproche se le ha hecho varias veces a Bush, pero ¿cómo encaja este esquema con la figura y el destino reciente de Aznar en España? ¿No es cierto que Aznar y su partido, el PP, también se habían perfilado como enemigos implacables del terrorismo en todos los ámbitos? En este caso, sin embargo, la regla no se cumplió. Después del horrible atentado del 11 de marzo de 2004, la mayoría de los votantes le dio la espalda a Aznar, volcándose hacia el partido opositor, el PSOE. ¿No es esta la prueba de que una política dura estrictamente antiterrorista tiene sus límites?
Ya existe una amplia bibliografía sobre el impacto que tuvieron los atentados del 11 de marzo sobre las elecciones que se realizaron tres días después. Se ha desarrollado un cuadro complejo de los factores que posiblemente explican el sorprendente triunfo electoral del PSOE. No pretendo aquí analizar todos estos factores, sino que me limito a discutir sólo aquellos que tienen relevancia para mi tesis.
No cabe duda de que España es un caso complicado. Esto es así esencialmente por dos razones. La primera es que este país hasta hace poco se enfrentaba a dos tipos de terrorismo que no tenían ningún vínculo entre sí. Estaba el terrorismo etno-nacionalista de la ETA que ha durado (si es que de veras ha terminado finalmente) más de 35 años y ha costado la vida a más de 800 personas. Y, en segundo lugar, los atentados brutales del 11 de marzo hicieron aparecer por primera vez el terrorismo islamista. Esta dualidad no significa únicamente que la sociedad española tenía ya antes del 11 de marzo una larga experiencia en actos de extorsión, en secuestros y asesinatos, sino que también, inmediatamente después del 11 de marzo, había una gran inseguridad sobre quiénes eran los responsables de los ataques, ya que nadie declaró ser su autor. Esta inseguridad, por su lado, abrió espacio para toda clase de especulaciones y maniobras políticas.
Otra circunstancia que complica el cuadro es que, en este caso y en contraste a los casos de Bush o de Putin, no se trataba de la reelección del presidente de Gobierno, sino de la continuidad en el poder de su partido, el PP. Aznar, después de haber cumplido dos mandatos, no aspiró a una tercera presidencia, sino que preparó el terreno para su sucesor, Mariano Rajoy. Así, se dio la paradoja de que él, que gestionó la crisis entre el 11 y el día del voto, el 14 de marzo, no tuvo que sufrir las consecuencias de su gestión, mientras que Rajoy, el verdadero perdedor de las elecciones, tuvo poca influencia sobre los sucesos políticos anteriores.
Volviendo a la cuestión central de hasta qué punto las elecciones fueron dictadas y dominadas por el miedo y el distanciamiento de una política antiterrorista consecuente, a nuestro modo de ver tal afirmación equivaldría a una simplificación extrema de un panorama complejo de causas y motivos. Ya desde un principio es dudoso si se puede atribuir a un pueblo el tener mucho o poco coraje y voluntad de resistir a amenazas y presiones por parte de terroristas o más bien una disposición a someterse. En el caso español, el largo conflicto con ETA brinda una serie de pruebas de que la opinión pública de este país no se calló y no aceptó el terrorismo, sino que continuamente se resistió y protestó. Uno de los ejemplos más elocuentes fue el secuestro y asesinato del concejal del PP Miguel Ángel Blanco en 1997 por ETA para forzar al Gobierno español a trasladar a los terroristas encarcelados a prisiones vascongadas. Las masivas demostraciones desencadenadas por este acto inhumano no se dirigieron contra el Gobierno por no haber cedido a las exigencias terroristas, sino contra la banda misma de asesinos, o sea ETA.
En general, en su ofensiva contra el terrorismo de ETA Aznar pudo contar con un respaldo sólido en la población. ¿Por qué entonces el electorado no apreció de una manera similar sus esfuerzos de contrarrestar al terrorismo internacional y le abandonó en las urnas?
Siguiendo los análisis que se han hecho de la derrota del PP en las elecciones del 14 de marzo, ésta se debe esencialmente a tres factores. Primero, no parece ser tan sorprendente como se hubiera podido creer en un primer momento. Como demuestran las estadísticas electorales y las encuestas, ya desde 2000, cuando Aznar había obtenido un triunfo abrumador, el PP había perdido continuamente la simpatía y el apoyo del electorado. Si bien pudo recuperar una parte del terreno perdido al finalizar oficialmente la guerra de Irak, ya antes del 11 de marzo el PSOE había vuelto a ser un serio rival en la lucha por la conquista del poder. Según las mismas encuestas, la mayoría de los votantes estaba convencido de que el PP iba a ganar aunque preferían que ganase el PSOE. Lo que dio el último y decisivo empuje a favor del PSOE fue el doble hecho de que 1,4 millones de personas, en su mayoría jóvenes, movilizados por la tragedia del 11 de marzo, fueron a votar en lugar de abstenerse y de que otras 700.000 cambiaron su orientación y opción política votando al PSOE.
Esto nos lleva al segundo factor, el impacto que ha tenido la participación de España en la guerra de Irak y la conmoción por los ataques mortales del 11 de marzo. Ambos sucesos son difícilmente separables uno de otro, ya que parecía evidente que si Aznar no se hubiera alineado con la campaña militar de Bush y Blair, los atentados de Madrid probablemente no hubieran tenido lugar. No hay que olvidarse en este contexto que los españoles en su mayoría –y también sus representantes en el parlamento– se habían opuesto a esta aventura militar. No estaban convencidos de ningún vínculo entre Sadam Husein y al-Qaeda y tampoco creían que España iba a estar más segura combatiendo el terrorismo internacional en un tercer país. Por tanto, el no votar al PP el 14 de marzo por la participación española en la ocupación de Irak podía tener varios sentidos: podía ser un castigo por las decisiones solitarias y autoritarias del presidente del Gobierno, una protesta en contra de la obediencia demostrada hacia la única superpotencia que queda, los Estados Unidos, una sanción por correr riesgos innecesarios, etc. Es decir, un sentimiento de miedo y el afán de evitar semejante peligro en el futuro era sólo uno de los posibles componentes de este complejo motivacional. Lo mismo vale para la conmoción causada por los propios ataques. Aparte del pavor, habrían estimulado también otras reacciones emocionales como tristeza y depresión o rabia.
Mucho de lo expuesto hasta ahora gira alrededor del presidente del Gobierno, José María Aznar, su estilo de gobierno y su manera de reaccionar. Parece que la gestión de la crisis por parte del Gobierno constituye un tercer factor que explica la derrota electoral del PP. Creo que para evaluar correctamente este factor no es decisivo si el Gobierno manipuló conscientemente informaciones o si simplemente fue demasiado inflexible como para cambiar su esquema original de explicación, centrado en la ETA. Tampoco tiene mayor importancia si la unidad de todos los españoles, conjurada inmediatamente después de los ataques, se rompió por iniciativa del Gobierno o de la oposición. Lo cierto es que el presidente del Gobierno y su equipo no encontraron ni el tono ni el estilo apropiados para confrontar los terribles sucesos de tal manera que todos los españoles se sintieran representados; no supieron articular los sentimientos y anhelos de la comunidad y del pueblo entero. O, expresado en el lenguaje de un politólogo: no encontraron el “encuadre” apropiado que le hubiera permitido a Aznar salir reforzado en vez de debilitado de la crisis.
En resumen, la conmoción por los atentados activó el rechazo a la posición del Gobierno español en la guerra de Irak y este rechazo, a su vez, activó el deseo latente de cambio de un segmento determinante del electorado. La mala o insuficiente gestión de la crisis por parte del Gobierno actuó de refuerzo del proceso descrito.
Conclusión: En España, ¿contradice el triunfo electoral del PSOE –tras los ataques del 11 de marzo– la regla de que los actos o campañas terroristas tienden a favorecer políticamente a los duros, los “halcones”? Seguramente se trata de uno de los países occidentales que más experiencia tienen con el terrorismo y con grupos terroristas. Por eso, se tiene en la opinión pública una percepción bastante diferenciada de los posibles logros, pero también de los límites, de una política de mano dura. En última consecuencia, no creo que España escape a la regla enunciada; sin embargo, nos obliga a matizarla en varios puntos.
Primero, hay que tener en cuenta el contexto en el que se sitúa el atentado o la serie de atentados. ¿Ocurre en un momento en el que el crédito de un Gobierno se está ya gastando y el partido opositor gana más apoyo? ¿O le toca a un Gobierno en el momento de su mayor prestigio? Eso sólo puede saberse a través de un análisis longitudinal. Por lo general, es de suponer que sólo en una situación políticamente abierta los sucesos violentos pueden tener un impacto decisivo. No tienen suficiente fuerza para invertir una tendencia fuerte y estable.
Otro factor importante es la gestión de la crisis. Ya hemos mencionado repetidas veces el peso del factor personal en estas situaciones. Es una de las raras ocasiones en las que un político puede crecer y alcanzar la altura de hombre de Estado o caer en el descrédito. ¿Entiende este reto, está a la altura de la situación excepcional o se pierde en cálculos particularistas y partidistas?
Esto depende también de la cultura política de un país, una tercera variable relevante. Por ejemplo, es importante si existe una tradición de negociación en casos de conflicto o si estos se solucionan por la fuerza; si el nacionalismo de un país tiene un fuerte ingrediente mesiánico y ofensivo o más bien defensivo e introvertido; y si frente a un peligro todos se unen enseguida o empiezan a formarse frentes diferentes y hasta opuestos. Dependiendo de estos parámetros, una misma medida de Gobierno puede tener efectos muy distintos, ser altamente adecuada para confrontar una situación catastrófica o inadecuada.
Es necesario añadir una breve observación sobre la dimensión temporal del apoyo brindado al hombre fuerte que promete combatir el terrorismo en todos los frentes, observación que no se limita a España sino que abarca también los otros casos. Según parece, no es un apoyo ilimitado sino uno de corto y medio plazo. Después de algunos años, al menos en las sociedades democráticas, la gente se cansa de la retórica belicista y empieza a ver más claramente los costes de tal política –costes materiales pero también en privación de derechos fundamentales–. Incluso puede ocurrir, como sucedió recientemente en el caso de Israel, que el protagonista mismo de una política de represalias y de mano dura vea el límite de su enfoque y se convierta en el promotor de una solución política del conflicto.
Peter Waldmann
Catedrático emérito de Sociología en la Universidad de Augsburgo
Nota bibliográfica
Este artículo se basa casi exclusivamente en artículos periodísticos de la prensa británica, alemana y española publicados en Guardian Weekly, Frankfurter Allgemeine Zeitung, El País y El Mundo. La tesis de Laqueur se encuentra en La Vanguardia del 12/IX/2004.
Sobre el efecto del terrorismo sobre la política de Bush y su popularidad véase Michael Marc y Nelson Hetherington, “Anatomy of a Rally Effect: George W. Bush and the War on Terrorism”, en Political Science and Politics, enero de 2003, pp. 37-42.
La distinción entre “seguridad” y “sensación de seguridad” ha sido desarrollada ya hace tiempo en la sociología de la policía. Véase Peter Waldmann, “Stärkung des Sicherheitsgefühls statt Schutz der Sicherheit? Kritische Gedanken zur Verschiebung des polizeilichen Aufgabenbereichs”, en Politische Studien, 29, 1978, nº 240, pp. 359-377.
Hay varios excelentes análisis del efecto de los atentados en España sobre las elecciones en este país. Véanse, por ejemplo, Julián Santamaría, “El azar y el contexto. Las elecciones generales del 2004”, en Claves de razón práctica, nº 146, octubre 2004, pp. 28-40; Narciso Michavila, Guerra, terrorismo y elecciones: incidencia electoral de los atentados islamistas en Madrid, Real Instituto Elcano, Madrid, 2005 (disponible en DT 13/2005); y José A. Olmeda, Miedo o engaño: el encuadramiento de los atentados terroristas del 11 de marzo en Madrid y la rendición de cuentas electoral, Real Instituto Elcano, Madrid, 2005 (disponible en DT 24/2005).
Sobre el efecto de los atentados suicidas en Israel véase Leon Weinberg y otros, “The Social and Religious Characteristics of Suicide Bombers and Their Victims”, en Terrorism and Political Violence, vol. 15, nº 3, otoño de 2003, pp. 139-153.