Tema
Se precisa de un impulso político para poner en marcha medidas al alcance de la mano de una generación que puede, y tiene, la obligación moral de ser la que convierta al hambre en historia.
Resumen
El hambre es una lacra que afecta a 821 millones de personas, especialmente concentradas en África Occidental, Central y Oriental, en el sur de Asia y Oriente Medio. De ellas, 492 millones viven en contextos violentos o frágiles. Tras ir retrocediendo hasta 2015 ha vuelto a repuntar y el hambre ha ido ganando terreno.
La dimensión y gravedad de este problema hace que tenga un impacto decisivo en la estabilidad y la viabilidad de sociedades enteras, particularmente en el África subsahariana, donde hasta un 23% de su población sufre de subalimentación de forma estructural.
El hambre es un problema multicausal (no sólo de falta de acceso a los alimentos), multi-fásico (se manifiesta tanto en situaciones críticas de emergencia como de forma estructural y ambos son factores causales entre sí) y multiactor (en su génesis y su erradicación son clave las administraciones públicas, las corporaciones privadas y la sociedad civil).
El hambre hunde sus raíces en factores de débil gobernanza, que se manifiestan en forma de políticas públicas poco eficaces y poco inclusivas, en las que la inseguridad alimentaria y la nutrición no están suficientemente presentes y en las que los colectivos de población con fuertes necesidades no se consideran prioritarios.
Pero el hambre tiene una relación estrecha también con la guerra y la violencia en general, como reconoce la Resolución 2417 (2018) del Consejo de Seguridad de la ONU. Tiene una relación causal, ya que la inseguridad alimentaria es un factor común en casi todas las crisis violentas y también es una consecuencia probada de ellas, especialmente en las prolongadas en el tiempo (de hecho, la mayoría). Por último, el hambre se ha convertido en un arma de destrucción masiva, cada vez más de uso común por actores violentos.
El hambre no es una fatalidad, sino que tiene muchos factores humanos en su origen y expansión.
Se dispone hoy de la capacidad económica, la tecnología y la información para acabar con esta lacra, pero sólo se podrá erradicar con decisión y compromiso político.
Para ello, se proponen algunas líneas de actuación que pueden considerarse esenciales:
- Visibilizar el problema del hambre y situarlo en el centro de las políticas públicas de los Estados que lo sufren y de las agendas de sus socios. Dichas agendas deberán tener la flexibilidad suficiente como para acometer el hambre en situaciones críticas y estructurales.
- Alinear las políticas y las iniciativas de los sectores que más contribuyen a la seguridad alimentaria y nutricional, tales como la salud pública, la protección social, la educación, la promoción del empleo y el acceso al agua y la higiene.
- Incorporar de forma efectiva a los diferentes actores que tienen capacidad, interés y responsabilidad en promover sociedades libres de hambre, de forma viable y sostenible: la administración pública, el sector privado y la sociedad civil.
- Establecer mecanismos de vigilancia y respuesta institucional, operativa y financiera para romper el círculo vicioso entre hambre y guerra, así como para limitar el uso del hambre como arma.
Análisis
(1) ¿Qué es el hambre?: perfil y alcance
Hay hoy en el mundo unos 821 millones de personas que padecen la lacra del hambre. Según el informe del Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo de 2017 (FAO/PMA/FIDA/UNICEF/OMS) la cifra ha repuntado desde los 777 millones en 2015, mostrando un punto de inflexión tras el descenso logrado desde los 1.000 millones registrados en el año 2000.
En Acción contra el Hambre se define el hambre como el estado de privación por el que un individuo no puede satisfacer sus necesidades alimentarias básicas (en cantidad y calidad) requeridas para hacer una vida activa; esta definición en positivo es la seguridad alimentaria. Pero el hambre tiene muchas caras, desde la desnutrición aguda que afecta cada año a más de 52 millones de menores de cinco años, cuyas vidas –en caso de salvarse– quedarán marcadas para siempre en su desarrollo intelectual y físico, hasta la inseguridad alimentaria que condena a los hogares de esos 821 millones a estrategias de subsistencia, como la descapitalización por la venta de enseres, la reducción de la ingesta o la búsqueda de oportunidades lejos de sus hogares.
Dentro de los efectos más evidentes del hambre está la desnutrición, es decir, una ingesta de alimentos inferior a las necesidades fisiológicas que conlleva la degradación del estado de salud, con pérdida de reservas y debilitamiento físico. Particularmente grave es la desnutrición infantil, que impacta sobre los organismos de los menores de cinco años en pleno período de crecimiento.
Se pueden distinguir tres tipos de desnutrición infantil:
- La desnutrición aguda, con niveles severo y moderado, que se manifiesta por la pérdida de peso y masa corporal hasta una proporción inferior al 70% entre peso y talla en el primero y entre el 70% y el 80% en el segundo. Los menores afectados por este nivel están en riesgo inminente de muerte y sólo pueden sobrevivir por medio del tratamiento con productos y protocolos especializados. En 2017 un total de 17 millones de menores de cinco años sufrieron la desnutrición severa aguda, recibiendo tratamiento sólo un tercio de ellos.
- Desnutrición crónica, que es el resultado de una ingesta calórico-proteica insuficiente, conllevando el retraso en el crecimiento y afectando al desarrollo físico e intelectual.
- Déficit de micronutrientes, que es la ingestión insuficiente de minerales y vitaminas, derivando en un incremento de la vulnerabilidad ante enfermedades y una reducción importante de la calidad y la capacidad de mantener una vida activa.
La desnutrición infantil no es sino la punta del iceberg de una tragedia de dimensión global, el hambre, que afecta a diferentes colectivos de seres humanos que han tenido el infortunio de nacer mujer, habitar en zonas afectadas por la violencia o desarrollar una actividad agropecuaria en un país sin estructuras de gobierno o mercado sólidas y, además, afectado por el cambio climático. Esta se ceba especialmente con las mujeres quienes, en algunas culturas, no pueden acceder a los alimentos del hogar más que después de haberlo hecho los hombres: el resultado es que el 41% de las mujeres no embarazadas del mundo (entre 440 y 490 millones) padece anemia.
Se pueden distinguir tres niveles de inseguridad alimentaria:
- La leve, donde el acceso a la canasta de alimentos es suficiente para realizar una vida activa, aunque ésta se ve comprometida por circunstancias políticas, sociales, económicas o naturales. Este nivel conlleva la preocupación por la capacidad de obtener alimentos de forma sostenida y regular.
- La moderada, con un acceso a alimentos limitado a la canasta básica y conllevando la puesta en peligro de la calidad y variedad de alimentos.
- La grave, en la cual el acceso a los alimentos es insuficiente, obligando a estrategias de reducción de ingesta y supresión de algunos los alimentos, conllevando la degradación efectiva de la cantidad, calidad y variedad de la dieta.
El hambre tiene un impacto efectivo sobre la estabilidad y la sostenibilidad de sociedades enteras, que ven limitado el desarrollo de su fuerza laboral al verse afectada en su desarrollo psíquico y físico una parte importante de la población al sufrir alguna forma de desnutrición en sus primeros cinco años de vida.
Por otro lado, la exposición recurrente de grandes capas de la población a la incertidumbre y la escasez alimentarias conlleva unos bajos niveles de satisfacción de la población y de confianza tanto en las instituciones públicas como en los sistemas políticos de las sociedades más afectadas. Esta es la situación en países de África Oriental, donde puede haber un nivel de población subalimentada de hasta un 31,4% (véase el informe Estado de la Seguridad Alimentaria y Nutrición 2017) y que es, además, una de las regiones de mayor fragilidad estatal y ausencia de seguridad alimentaria.
La subalimentación tiene su prevalencia más alta en África subsahariana, con una población total afectada del 23,2% (unos 250 millones de personas). Sin embargo, es en Asia donde se concentra el mayor número en términos absolutos, con 520 millones de personas y un 11,4% de su población. América Latina y el Caribe, con un 6,1% de su población (unos 40 millones), y Oceanía, con un 7% (unos 3 millones), son los continentes afectados de forma media, mientras que América del Norte y Europa sólo registran menos de un 2,5% de su población en inseguridad alimentaria y unos 5 millones de personas afectadas.
Es significativo el aumento de la población subalimentada en algunas regiones afectadas particularmente por la fragilidad política y la violencia, como Asia Occidental (pasando del 9,5% al 11,3% de afectados entre 2012 y 2016), debido especialmente a las crisis de Siria, Irak y Yemen, invirtiendo una tendencia decreciente hasta ese año.
(2) Hambre y gobernanza
El impulso político y el marco conceptual de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) posicionan al hambre como uno de los vectores centrales del desarrollo, dejando de ser sólo una de las manifestaciones de la vulnerabilidad. La seguridad alimentaria y la nutrición se convierten, pues, en bienes comunes, en factores clave para la estabilidad y la sostenibilidad de las sociedades. Pasan a ser elementos esenciales del buen gobierno.
A pesar de su tradicional encuadre dentro de las situaciones de emergencia, tanto la desnutrición como el hambre en sentido más amplio son producto de problemas estructurales profundos que afectan a las sociedades. De entre ellos hay uno considerado clave: la débil gobernanza alimentaria, entendida como la ausencia o la debilidad de políticas que procuren un impacto positivo sobre la seguridad alimentaria.
El hambre es un problema multicausal y, a su vez, con impacto en diversos ámbitos. La falta de cobertura sanitaria básica o de servicios de agua potable y saneamiento accesibles para amplias capas de población pobre es un factor común en las sociedades afectadas por el hambre. La falta de programas que desplieguen servicios con un mínimo de calidad de forma efectiva, bien de forma generalizada, bien específicamente en zonas geográficas excéntricas (zonas rurales, regiones recónditas), no son una coincidencia sino, en muchas ocasiones, el resultado de decisiones políticas en las que, por la falta de interés político y económico o a veces por el interés en marginar zonas o poblaciones desafectas, no se realizan las inversiones en capacitación y despliegue de recursos para proveer los servicios de la misma forma.
Es una realidad la práctica ausencia de un paquete mínimo de salud materno-infantil y de programas de prevención, detección y tratamiento de la desnutrición infantil en las zonas rurales de los países sahelianos, salvo cuando se declaran emergencias humanitarias durante las cuales el apoyo internacional es vital para que se lleven a cabo.
Particularmente estratégica es la inversión en nutrición para prevenir la desnutrición durante los primeros 1.000 días de vida. La disminución del impacto físico y psíquico antes explicado tiene consecuencias en un deterioro menor en el futuro de la salud, educación y productividad de los menores una vez adultos. Según los cálculos del Banco Mundial, cada euro invertido en la prevención de la desnutrición crónica tiene un retorno de 11 euros en la economía local, una ratio que sube a los 12 euros en el caso de la anemia y a 35 euros en el de la lactancia materna exclusiva.
Por otro lado, se observa también la desconexión entre políticas clave para garantizar los ingresos mínimos que cubran las necesidades básicas (entre ellas las alimentarias) y las que se encargan de forma directa de la seguridad alimentaria y la desnutrición. Las políticas de desarrollo rural y salud pública están poco coordinadas tanto con las políticas de protección social como con las de reinserción socio-económica y empleo, pues no identifican la inseguridad alimentaria y la desnutrición como indicadores clave para seleccionar a los ciudadanos que las padecen como beneficiarios prioritarios de sus programas. Este desencuentro es tanto más grave en contextos como los del Sahel, donde por un lado se promueven programas de ayuda humanitaria fuertemente protagonizados y asistidos por la comunidad internacional per por otro están desconectados de iniciativas estructurales enfocadas en el apoyo presupuestario a políticas de protección social o de generación de empleo, careciendo así de coherencia y de continuidad. La falta de programación coordinada y de instrumentos de transición para poblaciones afectadas por una fuerte crisis alimentaria (como ocurre recurrentemente en el Sahel y en otras zonas del globo), desde su asistencia en emergencia hasta su rehabilitación y reforzando su resiliencia, es sistémica. Es este un problema no sólo atribuible a las autoridades de los países donde se da el hambre, sino de los socios que los apoyan.
En la otra cara de la gobernanza se encuentra el diálogo con los diferentes grupos de interés alrededor de la seguridad alimentaria y la nutrición. Un patrón general en las sociedades afectadas por el hambre es la insuficiente dinámica de intercambio de perspectivas y la escasez de procesos de consulta e información de políticas con colectivos esenciales para acometer este reto. A pesar de la creciente presencia de plataformas de la sociedad civil (de consumidores, pequeños productores y colectivos vulnerables) cada vez más asentados, casos como ROPPA (Red de Organizaciones de Productores de África Occidental) o el Movimiento SUN (Scaling Up Nutrition) llaman a la puerta de las instituciones públicas para hacer llegar su visión, defender sus intereses y participar en la definición de marcos regulatorios y programáticos y compartir la responsabilidad de su ejecución.
Su escaso peso hasta ahora ha llevado a situaciones en las que los grupos de interés de comerciantes locales de grano hayan dominado un mercado regional falto de regulación efectiva. El resultado es la existencia de prácticas recurrentes de especulación de alimentos que han llevado a la práctica inaccesibilidad a los mismos por los propios productores agrícolas, que se ven obligados a vender sus cosechas en el momento de la recolección a muy bajos precios para luego tener que reponer sus stocks alimentarios en momentos de carestía. Es esta una práctica que, en crisis como la de 2010, supuso que a pesar de una cosecha que cubría el 90% de las necesidades alimentarias del mercado nigerino se produjera un gap alimentario que afectó al 25% de la población.
Otros factores que inciden en el repunte del hambre son la caída en las inversiones hacia la producción de pequeños agricultores y ganaderos, la orientación de la actividad agropecuaria hacia la exportación, derivando en la falta de producción de alimentos básicos para el autoconsumo o el pequeño comercio local, y las insuficientes medidas de mitigación y adaptación a los efectos del cambio climático.
(3) Hambre y guerra
De los 821 millones de personas que padecen subalimentación, el 60% (492 millones) sufren situaciones de conflicto. Casi una cuarta parte de los habitantes del mundo (2.000 millones) viven en zonas de conflicto, violencia o fragilidad. Actualmente se considera que hay 19 conflictos prolongados en el tiempo, con una media de más de 10 años de duración. También es notorio el incremento de la conflictividad en los últimos 10 años, pasando de unos 50 conflictos y situaciones de violencia aguda en 2008 a más de 70 en 2018 (según el Uppsala Conflict Data Program). De estos, la violencia generalizada e intensa de origen no estatal resulta ser el tipo de conflicto más habitual.
La casuística de conflictos y violencia aguda atañe a ciertas regiones del planeta donde la desnutrición es también más prominente: África Occidental, Central y Oriental; Asia Central; Oriente Medio; y América Central (especialmente con las nuevas formas de violencia ligadas al crimen organizado y su respuesta por el Estado).
La Agenda de los ODS ya reconoce que la paz es la condición imprescindible para lograr un desarrollo sostenible y llama a promover entornos estables y favorables para el desarrollo por medio de la prevención, la resolución y la mitigación de conflictos.
El ODS número 2 no escapa a esta premisa, pero más allá de esto se observa una estrecha relación entre hambre y conflicto que se puede articular en tres formas: (1) el hambre como factor causal de conflictos; (2) el hambre como consecuencia de conflictos; y (3) el hambre como arma de guerra.
(3.1) El hambre como factor causal de conflictos
La insatisfacción de los derechos básicos esenciales es uno de los factores comunes a los conflictos, provocando inestabilidad social y política en primer término y la erupción de la violencia en segundo. El fenómeno de la “Primavera Árabe” viene precedido de un incremento del desempleo (especialmente juvenil), la coincidencia de sequías pertinaces con efectos demoledores en la agricultura y por tanto en los precios de los alimentos, la inexistencia de servicios que mitiguen tales efectos por muy diferentes razones (como la ineficacia debido a la mala gestión o la corrupción institucional) y la marginación de grupos de población por su filiación política o étnico-religiosa. El Sahel occidental ha vivido en los últimos 40 años una serie de erupciones de violencia intermitentes desde la rebelión tuareg de los años 70 hasta la irrupción del terrorismo yihadista en este siglo. Hay una relación directa entre las rebeliones tuareg de los años 1974, 1983 y 2012 en Mali, que fueron precedidas de sequías potentes, con la ausencia de políticas efectivas del Estado con respecto a las poblaciones del norte del país, distantes étnica y geográficamente de Bamako. La falta de atención a estos fenómenos se unió a otros factores para desatar la frustración acumulada en forma de una violencia que no sólo se ha replicado, sino que ha acentuado el recelo y la falta de inversión del Estado en dicha zona.
(3.2) El hambre como consecuencia de conflictos
Más comúnmente reconocido es el efecto que los conflictos tienen en el acceso y disponibilidad de alimentos. Una primera línea de efectos es el aumento de índices de desnutrición en todas sus formas (el 75% de los menores de cinco años con retraso en el crecimiento está en países en conflicto) y de mortalidad. Esta última está relacionada con la degradación de la ingesta alimenticia, así como de las condiciones de hábitat, acceso a la salud pública y servicios básicos como el agua y el saneamiento. Otro de los efectos relacionados es la pérdida de poder adquisitivo debido a la deflación de los mercados, la destrucción de infraestructuras necesarias para la actividad económica y la consecuente pérdida de empleo, caída de retribuciones e inflación de productos básicos, este último un elemento especialmente relevante en los casos en que al conflicto se le añaden sanciones internacionales en forma de bloqueos comerciales y financieros cuyo impacto sufre en mayor grado la población con menos recursos.
De forma especial se debe tratar el incremento de la vulnerabilidad alimentaria y nutricional en las poblaciones que se ven obligadas a erradicarse de sus lugares de residencia y trabajo. La profusión de conflictos ha multiplicado el número de personas desplazadas interna e internacionalmente hasta un total de 65 millones en 2018. Este colectivo se ve sometido a las durísimas condiciones propias de la huida, pero también a las limitaciones de los contextos de acogida para acceder al mercado laboral de forma digna y sostenida o cuyos servicios esenciales (entre ellos la alimentación) se ven recortados por la subfinanciación ya estructural de los programas de ayuda. A este impacto directo sobre las personas desplazadas se une el indirecto de la presión que producen los flujos crecientes de estas sobre los recursos de las poblaciones de acogida en contextos frágiles (que es donde son acogidos principalmente las poblaciones refugiadas, pues el 84% se encuentra en países en vías de desarrollo, según ACNUR), donde los servicios básicos o los mercados están ya saturados.
De forma indirecta, pero no menos intensa, está el efecto de la gobernanza débil, el desmoronamiento, agotamiento o mal uso de las instituciones públicas locales, que llevan a la caída –a veces desaparición– y en muchas ocasiones al uso clientelar y proselitista de los programas de servicios básicos.
(3.3) El hambre como arma de guerra
Pero una de las manifestaciones más mortíferas y recurrentes de este nexo es la práctica tan antigua como la historia (y cada vez más común) de la rendición por hambre del enemigo… y de las poblaciones afiliadas o en las que se camufla.
La mutación de los conflictos tradicionales en los que fuerzas regulares contendían entre sí es evidente. Hasta hace 40 años la tónica dominante era el enfrentamiento entre ejércitos con una clara cadena de mando, uniformidad y reglas de enfrentamiento conocidas. Ahora observamos que la mayoría de los actores implicados en conflictos o en formas de violencia intensa son fuerzas irregulares, grupos terroristas e incluso grupos criminales organizados con agendas puramente económicas (extractivas), cadenas de mando más atomizadas y escasa estructura logística. Son civiles armados con un fuerte desconocimiento y desapego a las normas internacionales, como el derecho internacional humanitario, con el cual no se sienten en absoluto concernidos.
Un patrón de conducta en los conflictos de nuevo cuño es la utilización de las poblaciones civiles como campo de batalla, como camuflaje o como fuente de recursos (humanos, económicos y logísticos), por lo que se convierten en objetivos de operaciones bélicas de forma cada vez más sistemática. Dentro de esta tendencia, las fuerzas que disponen de escasa capacidad tecnológica y logística hacen uso de forma recurrente de tácticas de guerra que no por antiguas son menos eficaces: el asedio y la rendición por hambre.
El año 2017 fue testigo de una concentración tal de crisis de nivel 3 (el máximo según la clasificación de Naciones Unidas) en las que se empleó esta táctica, que todas las miradas de las instituciones internacionales se giraron hacia la guerra como una de las causas principales del hambre. Las denominadas “cuatro hambrunas” (Sudán del Sur, Somalia, Yemen y Nigeria) pusieron en peligro la vida de más de 25 millones de personas.
Son comunes tácticas como el desplazamiento forzado de poblaciones en la región de Borno (Nigeria) por Boko Haram justo antes de la temporada de cosecha o la exterminación de rebaños (por envenenamiento de pozos o simple saqueo) en Sudán del Sur, unidas a otras prácticas como el asedio de ciudades o el cierre de puertos y cualquier acceso a líneas de tránsito de alimentos en Yemen. No es sólo en estos cuatro contextos donde se da esta creciente forma de conflicto: Siria, Mali, la República Centroafricana y la República Democrática del Congo son ejemplos del uso del hambre como arma de guerra.
Pero sería un error pensar que esta táctica es exclusiva de fuerzas irregulares, pues en muchos de los teatros de operaciones bélicos la contrainsurgencia utiliza métodos muy similares para doblegar el apoyo a grupos terroristas o regímenes abyectos. El creciente condicionamiento de la ayuda humanitaria a la estabilización de zonas en conflicto (al control por parte de fuerzas de misiones internacionales, como la MINUSMA en Mali, o del Estado, como en Nigeria) supone privar de servicios esenciales a las poblaciones más vulnerables y más aisladas por la violencia. La asistencia alimentaria humanitaria tiene mecanismos alternativos (la negociación humanitaria, la aceptación por las comunidades y contendientes, y el trabajo en red entre actores locales e internacionales) para alcanzar a estas poblaciones sobre la base del respeto a los principios humanitarios de independencia, neutralidad e imparcialidad que han permitido que la ayuda humanitaria, desprovista de todo equipaje político o militar, haya sido accesible en los contextos más exacerbados.
El hambre es un arma de destrucción masiva tremendamente rentable pues para provocarlo no hacen falta armas sofisticadas ni equipamiento logístico. Es un arma silenciosa y discreta que todavía no motiva reacciones significativas en la comunidad internacional, como es el caso del uso de armas químicas o la amenaza nuclear.
(4) Atacar el hambre
Como se puede ver, el hambre no es una fatalidad ni es producto de los caprichos de la naturaleza (aunque esta influye). El hambre tiene su origen en las desigualdades promovidas o permitidas por políticas o prácticas irresponsables, pero también hay avances que han mostrado el camino para vencerlo.
Algunos Estados, como Brasil, han situado el hambre en el centro de la agenda de las políticas públicas a través de un programa estatal, Fome Zero (“Hambre Cero”), que logró reducir entre 2003 y 2016 un 33% la pobreza extrema y asegurar la seguridad alimentaria de los 44 millones de brasileños (FAO). El ejemplo brasileño ha inspirado programas similares no sólo en América Latina sino en África también, como es el caso de Níger. El modelo de visibilizar el hambre políticamente y situarlo en el centro del proyecto político permite un enfoque multisectorial, conectando varias políticas clave, como las de protección social, educación y salud pública y laboral. Esta conexión se ve reforzada por la inclusión de parámetros y criterios de vulnerabilidad nutricional y alimentaria, así priorizando los beneficiarios de los programas y perfilando el tipo de políticas y programas oportunos, y acompasando intervenciones en materia de ayuda económica, de formación y apoyo a la empleabilidad, y de acceso garantizado al paquete básico de salud y educación en higiene y hábitos alimentarios. Este tipo de coordinación de intervenciones es pertinente tanto en situaciones estructurales como de emergencia, en las que la asistencia alimentaria y nutricional provista se puede conectar con los programas de protección social y salud pública materno-infantil a más largo plazo, debiendo dar lugar a programas preventivos en todos los sectores para reducir el riesgo de nuevas emergencias.
El combate contra el hambre precisa del esfuerzo, la perspectiva y la versatilidad de una gran variedad de actores. Por un lado, la administración pública, por su competencia en materia normativa e impulsora de políticas, programas e inversión de recursos públicos. También debe servir como pivote facilitador del involucramiento de otro sector de agentes como las corporaciones privadas, relevantes en materia de ajuste de sus modelos de negocio (en sectores como el agropecuario) a entornos frágiles, donde sistemas de monocultivo para la exportación o su posición dominante en políticas de precios tienen efectos desastrosos. Por otro, el sector empresarial está desarrollando un potencial enorme en materia de investigación y desarrollo de productos y sistemas de previsión de riesgos, estrategias operativas de transferencias monetarias y modelos de gestión de cosechas, siendo un actor clave para la generación de negocio y empleo.
En tercer lugar, la sociedad civil es clave para asegurar el relevo de la administración del Estado donde este no tiene capacidad de alcance en zonas periféricas, aportando la capacidad que atesoran comunidades y colectivos varios para movilizar a la ciudadanía, analizar los problemas y mantener el diálogo con la administración y otros actores en materia de rendición de cuentas. El mejor antídoto al hambre es una ciudadanía activa y efectiva que se apropie de la agenda de lucha contra el hambre y sea protagonista de su lucha por su resiliencia.
El hambre está en el centro del círculo vicioso del hambre y la guerra, como reconoce la Resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas 2417 (2018), que Acción contra el Hambre ha ayudado a definir e impulsar. Dicha Resolución es una ventana para poner en el centro de atención tanto la prevención del hambre como la respuesta cuando esta se produzca en situaciones extremas como los conflictos. Ahora es el momento de hacer operativo este mandato político por medio de la puesta en marcha de mecanismos de monitorización del hambre en contextos frágiles, así como de casos en los que se esté provocando la inseguridad alimentaria y nutricional por cualquier contendiente. Dicho mecanismo debe encadenar una serie de respuestas en términos institucionales, operativos y financieros para lanzar medidas que prevengan el deterioro de la situación y, en su caso, ofrecer una respuesta en términos de protección y ayuda humanitaria.
Conclusiones
A día de hoy el mundo dispone de los medios económicos, la capacidad tecnológica y el acceso a información en tiempo real para detectar, analizar y actuar en casos de hambre en cualquier punto del globo. La Agenda 2030 y la Agenda para la Humanidad (nacida de la Cumbre Mundial Humanitaria de Estambul en 2016) proponen un marco claro, con visión estratégica, inclusivo y respetuoso con particularidades geográficas, culturales y organizacionales. Este marco ofrece la oportunidad de reforzar (y a veces recuperar) la conexión entre la ciudadanía y la política. Se precisa de un impulso político para poner en marcha medidas al alcance de la mano de una generación que puede, y tiene, la obligación moral de ser la que convierta al hambre en historia.
Manuel Sánchez-Montero
Director de Incidencia y RRII en la Fundación Acción contra el Hambre