El gobierno español ante el proyecto de Tratado Constitucional

El gobierno español ante el proyecto de Tratado Constitucional

Resumen: Con la única –pero importante- salvedad de la reapertura de Niza en lo referido al reparto de poder entre los Estados, los resultados de la Convención reflejan en buena medida las preferencias del gobierno español, lo cual representa un éxito nada desdeñable, habida cuenta de los temores que había suscitado el experimento. Como demuestra el hecho de que Blair haya podido aceptarlo, el proyecto de Tratado no representa un salto cualitativo hacia una mayor integración europea, sino más bien un afianzamiento de los instrumentos y las políticas ya existentes, compatible con la ampliación en curso.

Tema: En contra de lo que muchos vaticinaban pocos meses antes, en el Consejo Europeo celebrado en Salónica los días 19 y 20 de junio de 2003, el presidente Valéry Giscard d’Estaing ha logrado presentar un proyecto de Tratado Constitucional que ha obtenido el visto bueno de la Convención, incluidos los representantes gubernamentales. A pesar de que los resultados de los trabajos de la Convención reflejan en no poca medida las prioridades del gobierno español, éste ha manifestado serias reservas al proyecto debido a la redefinición de la mayoría cualificada en el Consejo sobre la base de la población de los Estados miembros, lo que amenaza con poner en peligro las ventajas obtenidas por España en Niza.

Análisis: La controversia suscitada por la reapertura del Tratado de Niza ha tendido a eclipsar el hecho de que el proyecto de Tratado Constitucional cumple buena parte de los objetivos del gobierno español, tales como la incorporación de la Carta de Derechos Fundamentales, el reconocimiento de la personalidad jurídica de la Unión, la desaparición de la estructura de tres pilares creados en Maastricht, la simplificación de los instrumentos legislativos o el rechazo a un catalogo rígido de competencias. Más aún, el Tratado reconoce la doble voluntad sobre la que se sustenta la legitimidad de la Unión, la de los Estados y los ciudadanos, y no de los ‘pueblos’ como pretendían algunos, consolidando así el concepto de ciudadanía institucionalizado en Maastricht a sugerencia española. A petición de los representantes del gobierno de Madrid, el Tratado afirma que la Unión respetará “las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar la integridad territorial del Estado, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior”, artículo que fortalecerá la posición de futuros ejecutivos frente a posibles tentaciones secesionistas.

Las reformas institucionales
A título general cabe afirmar que los acuerdos alcanzados en el ámbito institucional reflejan en buena medida las preferencias del gobierno español. Junto con Tony Blair y Jacques Chirac, José María Aznar había defendido con ahínco la reforma de la presidencia rotatoria del Consejo Europeo, cuyas disfuncionalidades pudo experimentar de primera mano durante el primer semestre de 2002. Tal y como se proponía en el documento anglo-español presentado en enero de este año, el futuro presidente, elegido por mayoría cualificada por los jefes de Estado y de gobierno para un mandato de dos años y medio que podrá ser renovado una sola vez, se ocupará de presidir y dinamizar las reuniones del Consejo Europeo, facilitando su cohesión y consenso internos, y se encargará de preparar los trabajos del Consejo de Asuntos Generales y de velar por su continuidad. También asumirá, “en razón de su cargo y en el nivel que le es propio”, la representación exterior de la Unión en los asuntos de Política Exterior y de Seguridad Común, “sin perjuicio de las competencias del Ministro de Asuntos Exteriores”. En todo caso, al no poder ostentar un cargo político nacional, el futuro presidente probablemente sea elegido de entre las filas de los ex jefes de Estado y de gobierno, lo cual plantea ciertas dudas sobre la autoridad que pueda ejercer sobre los demás miembros del Consejo Europeo, sobre todo los representantes de los Estados de mayor tamaño. Suponiendo que ya hubiese entrado en vigor el nuevo tratado, el presidente del Consejo Europeo sería el interlocutor habitual de George Bush, mientras que el ministro de Asuntos Exteriores lo sería de Colin Powell, pero ello no evitaría que Aznar se siguiera relacionando directamente con el inquilino de la Casa Blanca.

Debido en parte al temor a que un presidente ‘permanente’ del Consejo Europeo pudiese entrar en competencia con el futuro ministro de Asuntos Exteriores, en la Convención el gobierno español no mostró inicialmente gran entusiasmo por esta figura. También alimentó esta reticencia la posibilidad de que su presencia en la Comisión, donde ocupará una vicepresidencia y se encargará de coordinar los demás aspectos de la acción exterior de la Unión, pudiese interferir en el buen funcionamiento de ésta. Si acaso, la decisión de situarle al frente del Consejo de Asuntos Exteriores, y de dotarle de la capacidad de iniciar propuestas (con o sin la Comisión), no han hecho sino reforzar su posición respecto de la del presidente del Consejo Europeo, confirmando los temores iniciales del gobierno.

En lo que al Consejo de Ministros se refiere, el ejecutivo español no era partidario de la creación de un Consejo Legislativo (que se fusionará con el de Asuntos Generales), básicamente por temor a que con el tiempo pudiese convertirse en una segunda cámara legislativa al estilo federal. Si bien el llamado déficit democrático de la Unión no ha suscitado nunca gran preocupación en España, el ejecutivo no debería ver con malos ojos una reforma que aportará mayor transparencia a la función colegislativa del Consejo y que permitirá a los ciudadanos saber cómo votan sus ministros, limitando así la tendencia de algunos gobiernos a endosar la paternidad de ciertas decisiones impopulares (que apoyan a puerta cerrada) a otros Estados miembros o a la Comisión. En cambio, el ejecutivo español sí ha visto con buenos ojos la creación de presidencias colectivas más estables (de un año de duración) para las distintas formaciones del Consejo de Ministros, incluido el Consejo Legislativo y de Asuntos Generales.

En relación con el Consejo, el gobierno Aznar había defendido ante todo una generalización de la toma de decisiones por mayoría cualificada -que se aplicará a 80 ámbitos frente a los 36 actuales-, sin duda una de las ‘revoluciones silenciosas’ más llamativas del Tratado. El principal beneficiario de esta reforma será el Parlamento Europeo, ya que la generalización del procedimiento de codecisión le otorgará un protagonismo desconocido hasta la fecha. También podrá contribuir significativamente a la democratización de la Unión la llamada ‘fórmula Méndez de Vigo’, es decir, el protocolo que permitirá a los parlamentos nacionales plantear objeciones a las iniciativas de la Comisión que pudieran ser contrarias al principio de subsidiariedad, novedad que el gobierno español apoyó desde el primer momento. Aunque tiende a ignorarse, el déficit democrático empieza en casa, en el seno de cada Estado miembro, y los parlamentos nacionales podrán ayudar a corregirlo.

Tampoco puede afirmarse que las reformas que atañen a la Comisión hayan disgustado al ejecutivo español. En este ámbito, se ha impuesto la tesis anglo-española sobre la franco-alemana, ya que el presidente de la Comisión no será elegido directamente por el Parlamento Europeo, como contemplaba ésta, sino propuesto por el Consejo Europeo (por mayoría cualificada) a la Eurocámara para su aprobación, como pretendía aquélla. Desde la perspectiva del gobierno Aznar, ello evitará la ‘contaminación’ política de la Comisión, institución que, a su entender, debe asemejarse más a una administración que a un gobierno, así como la posible rivalidad entre dos ‘presidentes’ de la Unión, uno elegido por el Parlamento y otro por los Estados miembros. El gobierno no era contrario a una reducción sensible del número de comisarios (que a partir de noviembre de 2009 pasarán a ser quince, incluidos el presidente y el ministro de Asuntos Exteriores, a los que se sumarán otros quince ‘comisarios delgados’ sin derecho a voto), y se había mostrado partidario de reforzar la autoridad del presidente sobre los demás comisarios, tal y como plantea el proyecto de tratado.

Las grandes políticas de la Unión
En líneas generales, el gobierno Aznar no era partidario de que la Convención propusiera nuevas transferencias de soberanía de los Estados miembros a la Unión, sino más bien de que garantizase que la ampliación no serviría de pretexto para diluir los avances ya logrados, sobre todo en lo referido al mercado interior y la moneda única. Gracias a una combinación de las tradicionales reticencias británicas y algunas escandinavas, los convencionales españoles identificados con la postura del gobierno no han tenido que emplearse muy a fondo para lograr este objetivo. Sea como fuere, el gobierno puede darse por satisfecho por los logros registrados en relación con la mayoría de las políticas a las que España ha dedicado un interés preferente durante los últimos años. 

Ello es especialmente cierto de la creación de un verdadero espacio europeo de libertad, seguridad y justicia, que contribuirá a dar respuesta a varios de los grandes retos a los que se enfrenta actualmente España, como son la lucha contra el terrorismo, la inmigración ilegal y el crimen organizado. En primer lugar, una cláusula de seguridad permitirá movilizar todos los instrumentos a disposición de la Unión, incluidos los militares, para prevenir el riesgo de terrorismo en un Estado miembro, o para acudir en su ayuda una vez producido un ataque de esta naturaleza. En el ámbito de la cooperación judicial y penal se impondrá una comunitarización creciente, que permitirá la toma de decisiones por mayoría cualificada y su control por parte del Tribunal de Justicia de la Unión. En el futuro, la cooperación judicial en materia penal se basará en el reconocimiento mutuo de sentencias, permitiendo que toda sentencia por un delito grave sea reconocida en los demás Estados miembros. El proyecto de Tratado también prevé la adopción de legislación que fijará criterios comunes para definir los delitos y las penas mínimas para casos de terrorismo, tráfico de seres humanos y drogas, blanqueo de dinero y corrupción, y por iniciativa española, contempla la elaboración de una ley europea que permita la congelación de fondos y bienes de organizaciones terroristas. En lo que a la cooperación policial se refiere, también ha llegado a buen puerto la propuesta franco-española de crear un Comité Permanente de Seguridad Interior que facilitará el control de las fronteras exteriores de la Unión.

Como es sabido, el gobierno Aznar se siente especialmente orgulloso de sus logros en el terreno económico, fundamentalmente en lo referido al crecimiento y la creación de empleo, y en un primer momento temió que los debates de la Convención pudieran dar lugar a reformas de carácter ‘intervencionista’ potencialmente incompatibles con su política económica. En éste como en otros terrenos, la negativa de los británicos a pasar de la unanimidad a la mayoría cualificada en ámbitos como la fiscalidad o la seguridad social disipó rápidamente los temores del ejecutivo español, partidario de una mera coordinación de las políticas económicas y sociales de los Estados miembros por parte de la Unión. (Josep Borrell, representante del parlamento español en el grupo de trabajo sobre ‘gobernanza económica’, pudo comprobar con sorpresa cómo sus correligionarios socialdemócratas escandinavos también rechazaban la mayoría cualificada por temor a una generalización ‘a la baja’ de las políticas de bienestar). También se ha visto con satisfacción en La Moncloa la institucionalización del Eurogrupo (y la posibilidad de que sus miembros tomen decisiones económicas por mayoría cualificada), así como la eventual existencia de un ‘Mr. Euro’ que pudiera contribuir a reforzar la visibilidad internacional de la moneda común.

Desde su incorporación a los tratados, España ha sido siempre una de las grandes impulsoras de la Política Exterior y de Seguridad Común (incluida la Política Exterior de Seguridad y Defensa). A raíz del 11-S, el interés prioritario del gobierno ha sido la inclusión de la lucha antiterrorista entre los objetivos de la PESC/PESD, europeizando (e internacionalizando) así una tradicional preocupación española. De ahí la satisfacción del ejecutivo ante la posibilidad de que las misiones civiles y militares de la Unión puedan contribuir en el futuro a la lucha contra el terrorismo, “incluso mediante el apoyo prestado a terceros países para combatirlo en su territorio”.

Si bien el gobierno se ha venido mostrando escéptico en relación con el futuro desarrollo de un ámbito defensivo exclusivamente europeo que pudiese debilitar a la OTAN y poner en entredicho al vínculo transatlántico, no hay nada en el proyecto de Tratado que pueda herir su sensibilidad atlantista. Por esa misma razón, quizá debería aprovechar en el futuro la posibilidad que ahora se brinda para que los Estados miembros que “cumplan criterios elevados de capacidades militares” puedan suscribir “compromisos más vinculantes” para realizar “las misiones más exigentes” a través de una “cooperación estructurada”. Dada la resistencia de la opinión publica española a apoyar en abstracto el aumento del gasto militar necesario para dotar a España de las capacidades militares imprescindibles para desempeñar un papel defensivo relevante, la existencia de unos objetivos y ‘criterios de convergencia’ definidos (y legitimados) por la Unión podría contribuir a superar esta tradicional reticencia. Como primer paso, el gobierno debería participar activamente en el desarrollo de la futura Agencia de Armamento, Investigación y Capacidades Militares que podría entrar en funcionamiento en 2004.

El reparto de poder
El único aspecto del trabajo de la Convención que ha suscitado el rechazo frontal del gobierno español ha sido la decisión de redefinir la mayoría cualificada en el Consejo en relación con la población de los Estados miembros, reabriendo así el aspecto más conflictivo del Tratado de Niza. Gracias a la obsesión de Chirac por mantener a toda costa la paridad de Francia con Alemania en el Consejo, en Niza se produjo un acuerdo anómalo que otorgó a España un peso desmesurado en relación con los Estados más poblados (con 27 votos frente a los 29 de los cuatro grandes), a cambio del cual Aznar aceptó la futura pérdida de un comisario y una reducción de 14 escaños en el Parlamento Europeo. En esta ocasión, Chirac ha sorprendido a todos sacrificando sin titubeos la paridad histórica con Alemania, reduciendo de paso el peso que le había otorgado a España y Polonia en Niza. A cambio, Berlín ha cedido a casi todas las exigencias de París, que ha constatado una vez más que puede liderar el eje franco-alemán aun estando en inferioridad de condiciones.

Durante la recta final de la Convención, Giscard maniobró con habilidad en el Praesidium para privar a España del apoyo que se había granjeado entre algunos Estados pequeños y medianos en defensa de lo obtenido en Niza. La fórmula finalmente adoptada supone que, a partir de noviembre de 2009, para alcanzar una mayoría cualificada en el Consejo en una Unión de 27 miembros será necesario el apoyo de la mitad más uno de los Estados, y que estos sumen un 60% de la población total. Según este sistema, si bien su cuota de votos en el Consejo subiría del 7,8% actual al 8,2%, España tendrá más dificultades para alcanzar el listón demográfico de la minoría de bloqueo, ya que precisará el apoyo de tres Estados grandes. No obstante, posiblemente se hayan exagerado las consecuencias de esta reforma: al fin y al cabo, durante la crisis de Irak no habría sido imposible alcanzar un acuerdo entre España, Reino Unido, Italia y Polonia. En realidad, el nuevo sistema es fiel a uno de los grandes principios no escritos de la Unión, según el cual los grandes pueden vetar cualquier decisión, pero no pueden imponerla a los medianos y pequeños. (En una Unión de 27 miembros, los seis grandes necesitarán el concurso de al menos siete medianos o pequeños para aprobar una medida). Además, una España que fue pionera en la introducción de criterios de ponderación del voto basados en la población, y que se ha visto siempre a sí misma como uno de los grandes, difícilmente puede enfrentarse a los Estados más poblados, negándose a que mejoren su representación so pretexto de defender los intereses de los pequeños y medianos.

En la Conferencia Intergubernamental que se abrirá en octubre y que redactará la versión definitiva del Tratado, el gobierno español podrá optar entre dos posibles estrategias. La primera consistiría en procurar elevar el umbral demográfico de la mayoría cualificada desde el 60% propuesto al 68% (por ejemplo), rebajando así el porcentaje de población necesario para forjar una minoría de bloqueo. Otra opción, planteada por el diputado y convencional Gabriel Cisneros (ver CONV 757/03), consistiría en exigir una doble mayoría más cualificada: el 60% de los Estados miembros que representen el 60% de la población. Dado el protagonismo cada vez mayor del Parlamento Europeo, también es probable que se procure corregir al alza la presencia de diputados españoles en dicha asamblea.

Conclusión: Con la única –pero importante- salvedad de la reapertura de Niza en lo referido al reparto de poder entre los Estados, los resultados de la Convención reflejan en buena medida las preferencias del gobierno español, lo cual representa un éxito nada desdeñable, habida cuenta de los temores que había suscitado el experimento. Como demuestra el hecho de que Blair haya podido aceptarlo, el proyecto de Tratado no representa un salto cualitativo hacia una mayor integración europea, sino más bien un afianzamiento de los instrumentos y las políticas ya existentes, compatible con la ampliación en curso.

Lógicamente, el gobierno procurará aprovechar la Conferencia Intergubernamental para corregir la merma de peso institucional que supone la revisión de Niza, pero no le resultará fácil. Su único aliado incondicional será Polonia, que no puede permitirse el lujo de enfrentarse con Estados grandes más veteranos, y en casa Aznar tampoco podrá contar con el apoyo entusiasta de la oposición socialista. Por si fuera poco, la conferencia tendrá lugar durante los últimos meses del mandato del presidente, debido a lo cual el gobierno querrá alcanzar un acuerdo cuanto antes, objetivo difícilmente compatible con una defensa numantina de Niza.

En última instancia, la Convención no ha hecho sino confirmar que, en una Unión de 25 ó 27 miembros, España difícilmente volverá a encontrarse tan cómoda como antes. Ello se debe fundamentalmente al hecho de que ocupa un lugar intermedio en la Unión en términos tanto demográficos como económicos, que no se corresponde con el peso político que le atribuyen sus gobernantes. A medio y largo plazo, para mantener y aumentar su influencia en una Unión ampliada, además de librar batallas diplomáticas más o menos cruentas, sería deseable que se acometieran de una vez por todas las reformas estructurales pendientes, que se superara definitivamente el status de país de cohesión y que se contara con las capacidades militares de las que ya disponen otros. Mientras tanto, tampoco vendría mal acompasar mejor la retórica a la realidad.


Charles Powell
Investigador Principal, Europa, Real Instituto Elcano

Charles Powell, director del Real Instituto Elcano y profesor de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo

Escrito por Charles Powell

Charles Powell es director del Real Instituto Elcano desde 2012 y profesor de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo desde 2001. Nacido en 1960 de padre inglés y madre española, es licenciado en Historia y Literatura y doctor en Historia por la Universidad de Oxford. En dicha universidad fue también profesor de historia contemporánea [...]