Tema: Alemania ha acaparado una gran parte del protagonismo durante la gestión de la crisis económica. Su liderazgo es clave tanto para salir de la misma como para afrontar los futuros retos que se presentan a la UE.
Resumen: Independientemente de cualquier análisis puramente económico, el año 2010 ha demostrado que, en situaciones de dificultad excepcional, la llave para avanzar en la agenda europea posiblemente esté en Berlín, no en Bruselas ni en ninguna otra capital. Este análisis se concentra en el papel de Alemania durante la crisis. En particular, al vínculo existente entre Alemania y la UE, una relación que se ha vuelto mucho más compleja durante los últimos años, tanto desde el punto de vista económico como político, y que tiene implicaciones que conviene prever para el resto de los países miembros.
Análisis: 2010 será recordado como un año siniestro para la economía europea. A los rescates de Grecia e Irlanda se han unido otros episodios preocupantes como la amenaza persistente de mercados e inversores sobre países como España y Portugal y la presión casi constante sobre el euro. Desafortunadamente, estos últimos problemas no han terminado de solucionarse y siguen contribuyendo a un clima general de especulación e incertidumbre.
Sin embargo, no ha sido un mal año para todos. Alemania ha tenido un año excepcional y difícilmente se puede culpar a los alemanes por ello, a pesar de que se ha intentado desde diversos ámbitos. Tanto la gran demanda exterior de sus productos como la confianza de los inversores y el haber tenido el coraje y la voluntad de llevar a cabo reformas estructurales impopulares pero necesarias antes del estallido de la crisis son algunos de los ingredientes que han caracterizado el éxito de la fórmula alemana. Es, bajo cualquier perspectiva, un buen ejemplo para muchos otros socios europeos ya que, conviene no olvidarlo demasiado pronto, a Alemania se la criticó duramente durante la primera mitad de la década por su nivel de “inmovilismo” económico.
Pero más allá de su fortaleza a nivel económico, Alemania ha jugado un papel tan central como controvertido en la gestión política de la crisis. Este análisis revisa algunos de los episodios que han creado una mayor polémica en los últimos meses y describe la evolución del vínculo que une a Alemania con la UE. Pero fundamentalmente intenta ayudar a conocer mejor al socio más grande de la UE: un país que se oye mucho y se sigue conociendo poco.
La fortaleza económica alemana
Es muy difícil interpretar el comportamiento de cualquier gobierno alemán sin entender el enorme peso que la vocación comercial y económica del país tiene en el entramado de prioridades políticas e institucionales y, por extensión, la gran influencia que esta “visión de las cosas” ha tenido sobre el proceso de construcción europea, especialmente en su dimensión económica.
Esta dimensión económica está reivindicando ser menos alemana y más europea y, en este tira y afloja de intereses particulares y eventualidades políticas nacionales, se encuentra la única salida con garantías de la crisis. Para entender mejor esta coyuntura conviene revisar las limitaciones económicas y políticas que caracterizan el estado actual del sistema económico sobre el que opera la Unión, y que tantas veces crea confusión y malentendidos en la opinión pública.
Para ello es bueno empezar con una de las sugerencias, o casi peticiones, más repetidas por otros socios europeos a lo largo del año pasado, que refleja las grandes asimetrías existentes entres las economías de los países miembros: Alemania debería reducir su superávit comercial mediante la adopción de medidas que estimulen artificialmente su consumo interno y, de esta forma, contribuir a reactivar la salud económica en la región. Esta medida ha sido rebatida repetidamente por el gobierno alemán, creando casi siempre una sensación de impotencia y malestar en diferentes capitales europeas.
El superávit comercial alemán frente a los otros países de la zona euro ha crecido de forma permanente. En el año 2008 llegó al 56,5% del superávit comercial total y en 2009, año en el que estalló la crisis, llegó al 62,9%. Por el contrario, los países de la zona euro representan poco más del 40% del total de las exportaciones alemanas y menos del 40% de las importaciones. A pesar de lo abultado de las cifras es muy posible que el gobierno alemán haya dado un ejemplo de prudencia al negarse a dar ese paso.
Esencialmente, el gran superávit comercial alemán es el resultado de varios factores. En primer lugar, la economía alemana es más competitiva que las otras economías de la zona euro. Es inútil culpar a Alemania de ser más competitiva ya que sin Alemania la UE hubiese perdido aun más capacidad y presencia para competir a nivel global durante la última década. En segundo lugar, Alemania (al igual que otros países) también se enfrenta a un rápido crecimiento de la deuda pública. La necesidad de garantizar la credibilidad del euro y promover la estabilidad de todos los países de la zona euro hace de la disciplina presupuestaria una prioridad indispensable. Así, incluso si Alemania estuviese dispuesta a renunciar a su política económica tradicionalmente orientada hacia la estabilidad, un estímulo artificial de la demanda interna no ayudaría automáticamente a los países menos competitivos de la zona euro. Por una parte los beneficios podrían destinarse al ahorro y no gastarlos. En este escenario la deuda pública aumentaría, al igual que el ahorro privado, y no tendría prácticamente ningún impacto sobre la demanda interna. Incluso en el escenario de que se gastara en bienes y servicios, no se puede garantizar que beneficiase a los exportadores de la zona euro. En el clima actual de competencia internacional es muy probable que ese dinero se destinase a bienes procedentes de países emergentes. Como resultado, el superávit por cuenta corriente de Alemania podría reducirse, pero no su posición dominante con superávit respecto a los otros países de la zona euro.
Este desencuentro, sobre el cual se ha discutido intensamente, se desarrolló en paralelo a otros con un mayor impacto mediático, que han contribuido a que se empezase a cuestionar la forma en la que el gobierno de Merkel estaba interviniendo para gestionar la crisis, muy diferente a la que nos habían acostumbrado otros gobiernos alemanes durante momentos cruciales del proceso de integración europea.
Comunicación mejorable
En su discurso sobre el presupuesto ante el Bundestag, en marzo del 2010, la canciller Merkel se vio obligada a dirigir a su país un mensaje de fuerza que incluyó la posibilidad de expulsar del euro a miembros que incumpliesen reiteradamente el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. La polémica estaba servida. Los medios de comunicación europeos dieron buena cuenta de esta parte de su intervención y dicho “desliz” voluntario enseguida generó más sospecha que confianza.
Fue un error de comunicación política difícil de interpretar, tanto dentro como fuera del país. Dejó claro que los alemanes ya se habían olvidado de que fueron ellos mismos junto con Francia los primeros en no sólo incumplir sino también evadir las sanciones que ellos mismos habían apadrinado, erosionando la credibilidad del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y sentando un precedente intolerable de impunidad política dentro de la Unión.
Además, y mucho más importante, empezaba a dejar claro que estaba evitando a toda costa hacer frente a los problemas de fondo: las carencias deliberadas que acompañaron el nacimiento de la Unión Económica y Monetaria (UEM), a la que en su momento no faltó el sello Made in Germany. Esas carencias se resumen en el nacimiento de una moneda “coja”; sin el apoyo de una integración de políticas fiscales y aún menos de una unión política. Este detalle tiene una importancia trascendental. Desde el comienzo mismo de la creación del euro era obvio que países con diferentes niveles de desarrollo económico, formación tecnológica y estructura de producción (y en gran medida mentalidad) no iban a ser capaces de alcanzar el mismo nivel de competitividad bajo el paraguas de la moneda única. Incluso si las diferencias año tras año no originaron problemas importantes, una década de divergencia progresiva en niveles de competitividad terminaría forzosamente saliendo a la luz. La crisis financiera global hizo evidente este problema. Sin embargo, esta brecha de competitividad hubiese aparecido también sin la crisis. Lo que hubo fue una desafortunada superposición entre los problemas acumulados y el impacto de la crisis mundial.
Durante esos meses, a medida que los problemas persistían y las posibilidades de contagio aumentaban, surgió para Alemania –y por extensión para el resto de la UE– una dificultad adicional: cómo dirigirse a la opinión pública alemana.
En general, los alemanes no tienen una opinión demasiado positiva del coste de la reunificación, que se une a una tendencia, errónea pero común, a pensar que es siempre Alemania la que paga la cuenta europea sin recibir mucho a cambio. Además, tanto el proceso de moderación salarial que acompañó la implantación del euro como la reciente reducción de las coberturas de protección social hacen que los alemanes se pregunten de forma legítima por qué tienen ellos que sacrificarse siempre. El vaso lo colmó la “gota griega”, en la cual Alemania se comprometía a una ampliación de su déficit para rescatar a Grecia. La respuesta del diario sensacionalista Bild (el más leído del país) refleja bien cómo se sintió en amplios sectores de la población la decisión de aprobar el paquete de 750.000 millones de euros: “Una vez más somos los tontos de Europa”.
¿Sacrificio alemán?
Llegados a este punto es necesario preguntarse por qué Alemania no es la primera en promover un cambio radical dentro de las estructuras de gobernanza económica y política de la Unión. O, dicho de otra forma, por qué se resiste a una reforma en profundidad. La respuesta es doble y plenamente comprensible. Por una parte, independientemente de lo complicado que es explicárselo a su ciudadano medio, el statu quo actual todavía le compensa económicamente, incluso si es por poco tiempo. Por otra, no quiere malgastar su posición de voz indispensable a la hora de tejer un nuevo sistema de gobernanza económica.
Dicho de una forma más palmaria, mientras que el país tiene que asumir la mayor parte de los costes de los rescates, no hay ningún país que se haya beneficiado tanto a nivel político como económico de pertenecer a la UE. Políticamente se ha convertido en el país necesario tanto para llevar adelante el proyecto europeo como para delimitarlo. Económicamente, sigue siendo el principal beneficiario de la creación del mercado interior y de la moneda común, como queda bien reflejado en las estadísticas de su balanza comercial. El euro, del que tantos alemanes se quejan, también ha contribuido a la mejora de la competitividad del país. El rápido crecimiento del endeudamiento privado en países menos desarrollados de la zona euro (el caso de España es muy significativo) a tipos de interés bajos (a veces por debajo de la tasa de inflación oficial) también ha contribuido tanto a nutrir el superávit comercial alemán como el ánimo de lucro de muchos de sus bancos que, no hay que olvidar, se encuentran entre los grandes beneficiarios de los “planes de rescate” a países en dificultades.
Como consecuencia de todo lo anterior, el gobierno alemán ha tenido que afrontar posturas encontradas tanto dentro como fuera del país, algo que difícilmente encuentra precedentes con final feliz. Desafortunadamente, el gobierno alemán optó por liderar resistiendo: sobre la base de lo que los alemanes están dispuestos a tolerar, no sobre las necesidades imperiosas que afronta la UE en su conjunto.
Cuestión de prioridades
El nombre de Helmut Kohl se ha oído muchas veces durante los últimos meses con un cierto tono nostálgico, comparándolo con la actuación de una canciller que parece no querer ver que el interés alemán está indisociablemente unido al interés europeo.
Dicha relación de intereses ha cambiado, y se entiende mejor desde otro ángulo. No todos los miembros de la UE tienen la misma necesidad de una mayor integración en Europa. Con el Tratado de Lisboa en su sitio Alemania tenía poco más que avanzar. En tan solo dos décadas tiene lugar la reunificación del país, la apertura e integración de los países de Europa Central y del Este, la creación del mercado interno y la UEM. Con todo esto “en su sitio”, se produce un cambio de actitud. Joschka Fischer, ex ministro de Asuntos Exteriores, lo explicaba de la siguiente manera: “casi todos los partidos democráticos del país aún consideran que la de Alemania con Europa es una relación funcional pero, si bien Europa sigue siendo importante para afirmar los intereses nacionales, ya no es un proyecto para el futuro. La perspectiva alemana se está aproximando a la de Francia y el Reino Unido: cada vez se ve más a la UE como marco y condición previa para afirmar los intereses nacionales, en lugar de como un fin en sí mismo”.
Este cambio de actitud, sin embargo, no explica por qué Alemania no ha optado por presentar una estrategia europea verdaderamente constructiva para salir de la crisis, que inyectara confianza a largo plazo en los mercados y los ciudadanos, construido sobre los intereses alemanes y europeos.
Los líderes políticos europeos creían que el Tratado de Lisboa aportaría un largo período de tranquilidad institucional. No podían estar más equivocados. Las circunstancias han demostrado que el Tratado de Lisboa es “un apaño” que llegaba con 10 años de retraso. Independientemente de los minuciosos cálculos que antecedieron la distribución de poder entre instituciones y países, la crisis ha demostrado que, en última instancia, podríamos depender más de lo que quisiéramos de la voluntad política del gobierno alemán.
Enfoques fragmentados y dilemas inmediatos
Alemania sabe, igual que el resto de los miembros de la zona euro, que los enfoques fragmentados no funcionan y que terminarán perjudicándola. Hasta ahora los esfuerzos que se han hecho para contener la crisis, incluyendo las medidas aprobadas en la última cumbre europea, son de esa naturaleza: insuficientes para apaciguar a los mercados financieros, disipar las dudas sobre la sostenibilidad de la moneda común y hacer frente de una forma creíble a los retos inmediatos, tanto internos como externos.
No es objeto de este análisis detallar el contenido de una solución ideal para la UE. Sin embargo, conviene esbozar el abanico de posibilidades a través de dos escenarios opuestos. Un escenario de unidad implicaría la creación de un período de 18 a 24 meses destinado a construir un marco sólido y fiable para el euro, que incluya por lo menos el control estricto del déficit de los países miembros, tolerancia cero en la aplicación de las normas mejoradas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, una mayor coordinación fiscal y la aplicación del mercado interior a todas las áreas que aún quedan fuera de las “cuatro libertades”. Si eso en sí ya es difícil, un elemento indispensable de esta primera etapa debería ser la aplicación del mecanismo de emisión conjunta de eurobonos, que desafortunadamente necesitaría –cómo no– de financiación adicional de Alemania.
Una segunda etapa, políticamente más difícil, debería hacer frente a las carencias con las que nació la moneda única y sentar las bases para establecer una unión fiscal, o al menos algún sucedáneo de unión fiscal, que incluya normas claras para las transferencias fiscales. En ese contexto debe quedar claro que todos los países tienen beneficios y deberes (contribuciones) y que, aunque no es probable alcanzar un equilibrio entre países con niveles de desarrollo tan diferente, todos tienen que contribuir a la construcción europea y seguir normas claras en su funcionamiento. Este escenario se vería compensado con gran probabilidad por una etapa cualitativamente nueva que incluyese un impacto positivo en la posición de Europa en el ámbito político y económico mundial.
¿Qué ocurriría si se mantiene el enfoque fragmentado actual? La falta de perspectiva para calmar a los mercados así como la especulación contra el euro producirían un coste financiero mucho mayor. En este escenario, tanto la desaparición de la moneda única como la posible fragmentación del proceso de integración europea se convertirían, sin duda, en una posibilidad real.
Este marco de trabajo, de completa actualidad y absoluta urgencia para los europeos, es inviable sin el beneplácito de Alemania.
Tanto Merkel como Sarkozy acordaron informalmente antes de finalizar 2010 que el debate sobre una mayor coordinación de las políticas económicas y fiscales debe llevarse a cabo. Al mismo tiempo, el nuevo año parece haber comenzado con un tono más suave en Berlín. Sin embargo, la crisis sigue demostrando que tanto el nivel de madurez de Europa para perseguir con tenacidad su propio interés, como su conciencia sobre el impacto dramático de los acontecimientos mundiales dejan todavía mucho que desear. Tal vez, desgraciadamente después de más de un siglo, Nietzsche todavía siga teniendo razón: “Die Zeit war reif für Europa, aber Europa war nicht reif für die Zeit”.
András Inotai
Director del Institute of World Economics, Budapest-Berlin
Carlos Buhigas Schubert
Analista político