Tema: La dimisión del primer ministro peruano, Yehude Simon, y la derogación por el Congreso de dos de los principales decretos legislativos que abrían a la explotación comercial amplias zonas amazónicas sólo es un alivio temporal a la tensión reinante. La situación es similar, en diversa medida, en los países suramericanos que comparten la cuenca amazónica.
Resumen: En un artículo publicado en la prensa peruana (“El síndrome del perro del hortelano”, octubre de 2007), el presidente Alan García escribió que “hay millones de hectáreas para madera que están ociosas y cientos de depósitos minerales que no se pueden explotar porque hemos caído en el engaño de considerar que esas tierras –que serían productivas con un alto nivel de inversión– son sagradas y que la organización comunal es la organización original del Perú”.
El conflicto viene de lejos, lo que pone en duda las alegaciones de García de una supuesta injerencia extranjera –en una velada acusación a Venezuela y Bolivia– en las protestas lideradas por la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), que dice representar a 350.000 indígenas amazónicos pertenecientes a 1.250 comunidades de 50 etnias nativas. Su líder, Alberto Pizango, obtuvo asilo político en Nicaragua tras los enfrentamientos de Bagua.
Lo que está en juego es la introducción de un modelo de desarrollo sostenible. El valor económico de la biodiversidad amazónica –y los peligros de la deforestación para el calentamiento atmosférico– son tan grandes para la comunidad internacional que su protección debería ser rentable para los gobiernos de la región a través de compensaciones como los créditos del carbono, que deberían ir a quienes protegen los bosques y, en primer lugar, a las comunidades nativas.
Ocho países –Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú, Venezuela y Surinam– comparten la mayor cuenca hidrológica del mundo: más de 7 millones de kilómetros cuadrados con más de la mitad de los bosques tropicales que subsisten en el mundo, que aún cubren 4,9 millones de kilómetros cuadrados, una superficie mayor que la India, Pakistán, Bangladesh y Sri Lanka juntas.
El Amazonas descarga el 20% del agua de todos los ríos que fluyen a los océanos del mundo, es decir un volumen mayor que el de los ocho ríos siguientes. La Amazonía representa además un 10% de la producción primaria de materia orgánica del mundo y quizá un 25% de todas las especies. Según el Instituto de Investigación del Amazonas (INPA), si todos sus bosques amazónicos desaparecieran, se liberarían a la atmósfera 77.000 millones de toneladas de carbono.
Análisis: En 2008, el gobierno de García aprobó la llamada “ley de la selva”, que habría facilitado presionar a las comunidades para que vendieran sus tierras a compañías petroleras. Los decretos, rechazados por todos los partidos del arco parlamentario con excepción del oficialista Partido Aprista, establecían que una comunidad indígena podía subdividir y vender su tierra si un 50% o más de sus miembros lo aprobaban en una votación, lo que reducía el umbral de aprobación fijado previamente (66%).
García argumentó que su propuesta permitiría a las comunidades disponer libremente de sus tierras, entrar en sociedades, subdividirlas y alquilarlas a fin de desarrollarlas. Pero los supuestos beneficiarios no quedaron convencidos. La Aidesep acusó al gobierno de conceder una patente de corso a las multinacionales para la depredación de los que reclama como sus territorios ancestrales y movilizó a sus bases en los departamentos del Amazonas, Loreto y Cuzco. Sus militantes bloquearon carreteras, ocuparon instalaciones de petróleo y gas y marcharon sobre las plantas hidroeléctricas y los depósitos de gas de Camisea.
Según el Ministerio de Medio Ambiente, a pesar de tener ya 12 millones de hectáreas tituladas, las pretensiones de los nativos se extienden a la intangibilidad de casi todos los territorios y la propiedad del subsuelo.
Según un estudio de la Universidad de Duke, firmado por Matt Finer y Clinton Jenkins, los bloques de petróleo y gas afectados se concentran en la parte de mayor biodiversidad de la Amazonía peruana, incluyendo algunos parques nacionales y territorios de pueblos en aislamiento voluntario. El estudio afirma que 64 de esos bloques cubren aproximadamente el 72% de la región amazónica del país (490.000 kilómetros cuadrados) y que las nuevas rutas de acceso a los yacimientos son la mayor amenaza para ellos al provocar deforestación, colonización, exceso en la caza y talado ilegal en áreas previamente remotas.
La derogación por el Congreso peruano en diciembre del año pasado de los decretos legislativos que habrían facilitado la compraventa de tierras indígenas, tras 10 días de acciones de protesta por más de 10.000 miembros de 65 organizaciones indígenas, fue el primer revés grave para la política de apertura comercial de la Amazonía del gobierno de García. Este año se aprobaron otros 10 decretos con el mismo objetivo, que desataron protestas aún mayores.
La Aidesep llamó a una acción de protesta nacional contra los decretos el pasado 31 de mayo, en la clausura en Puno de la IV Cumbre Continental de Pueblos Indígenas y Nacionalidades de Abya-Yala, que atrajo a 7.000 delegados de pueblos indígenas de todo el hemisferio.
Abya-Yala es un término kuna que significa “tierra floreciente” y ha sido adoptado por las organizaciones indígenas hemisféricas como una designación alternativa del término América. En Puno se acordó un levantamiento nacional por la derogatoria de las concesiones para el 7 de julio y la formación de un nuevo partido político indígena que representará el “Proyecto Político Perú Plurinacional”.
Poco después de la cumbre indígena, comenzaron las protestas, que interrumpieron el transporte público a Machu Pichu, bloquearon carreteras en diversas zonas del país y ocuparon instalaciones de petróleo y gas, dejándolas sin combustible para generar electricidad.
El entonces primer ministro, Yehude Simon, admitió que el gobierno pensó ingenuamente que los planes de desarrollo de la Amazonía se podían hacer desde la capital sin una comunicación debida. Los nativos sostuvieron que la decena de decretos legislativos atentaban contra su derecho a ser consultados sobre sus tierras, contenido en el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales y la declaración de la ONU sobre Pueblos Indígenas, ambos suscritos por Perú.
El departamento de Amazonas, donde se produjeron los choques, tiene 465.000 habitantes y produce el 0,65% del PIB. La pobreza alcanza al 59,7% de la población, una de las tasas más altas del país. El departamento de Amazonas tiene, además, la peor tasa de deforestación, 35.500 hectáreas anuales de promedio, duplicando la de Ucayali y el triple de Madre de Dios.
Sólo en los años 90, en Amazonas de talaron y quemaron 355.000 hectáreas, mientras que en la vecina Región San Martín, 27.600. Las cifras muestran la gran migración de colonos a la región dedicados a la tala ilegal.
El actual nivel de organización de las comunidades nativas, hace que sin su consentimiento los planes de cualquier gobierno sean inviables. En diciembre de 2008, la Comisión Multipartidaria del Congreso sostuvo que todos los decretos eran inconstitucionales porque vulneraban los convenios internacionales firmados por Perú. El decreto legislativo 1.090, hoy ya derogado, constituía en la práctica una nueva ley de flora y fauna silvestre que ampliaba la frontera agrícola para facilitar el cultivo de biocombustibles y suponía una amenaza a la integridad de la propiedad de las comunidades indígenas.
Según Foro Ecológico Peruano (FEP), la principal ONG ecologista del país, el decreto 1.090 supone en la práctica que un 60% de los bosques primarios del país, que suman 45 millones de hectáreas, perderían la denominación de patrimonio forestal que los protege para ser pasados al régimen agrario y ser vendidos.
La aprobación de García ha caído, tras los choques de Bagua, hasta el 21%, según una encuesta de Ipsos-Apoyo. Una abrumadora mayoría de los entrevistados (92%) apoya la causa de las comunidades indígenas de Amazonas, considerando que el gobierno se equivocó al no consultar con ellas antes de aprobar los decretos presidenciales abriendo el área a la inversión extranjera. La mayor parte de los entrevistados (57%) culpa a García por la matanza.
Lo que convenció a García de que existe una campaña internacional para desacreditarlo y desestabilizar su gobierno fue la casi instantánea credibilidad dada en el exterior a las afirmaciones de que había tenido lugar una masacre de manifestantes indígenas en Bagua. La acusación fue repetida por asociaciones indígenas del exterior, ONG, bloggers en Internet y altos funcionarios del gobierno de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
El gobierno se ha mantenido en su recuento de 34 muertos (24 policías y nueve civiles) y más de 155 civiles y 24 policías heridos. Aidesep, por su parte, ha hecho circular la versión de que la policía habría tratado de ocultar el número de indígenas muertos, tirando los cuerpos al río Marañón y a tumbas masivas, y que algunos cuerpos fueron incinerados.
Pero la oficina del Defensor del Pueblo, representantes de la Iglesia y periodistas independientes no han hallado ninguna evidencia de cuerpos en el río ni de fosas comunes. El relator especial de la ONU para los derechos de los pueblos indígenas, James Anaya, dijo después de visitar el área que no había hallado pruebas de elementos de genocidio o del intento de exterminar un pueblo como tal. Sin embargo, la Asociación Pro Derechos Humanos de Perú (Aprodeh) informó haber identificado a 61 personas que se sabe que tomaron parte en las protestas en Bagua y que permanecen en paradero desconocido.
Un problema compartido
Los indígenas amazónicos representan sólo el 1% de la población peruana, pero habitan enclaves estratégicos dispersos en áreas selváticas, que suponen las dos terceras partes del territorio nacional, de 1,3 millones de kilómetros cuadrados. De un millón de indígenas de la cuenca amazónica, 300.000 están en Perú, cerca de 200.000 en Bolivia, 100.000 en Ecuador y 70.000 en Colombia, mientras que el resto están en Brasil, las Guayanas y Venezuela.
Las amenazas que comparten comprenden la deforestación, la contaminación de los ríos producida por los pesticidas utilizados en la agricultura intensiva y la violencia que prolifera en zonas remotas debido a la ausencia de autoridades públicas y el tráfico de drogas.
El narcotráfico tiene un grave impacto en los ecosistemas amazónicos. Según el FEP, para sembrar una hectárea de coca, la mayor parte de la cual se dedica a elaborar cocaína, se deforestan cuatro de bosque y estima que por esa razón la deforestación en los últimos 10 años habría alcanzado las 2,5 millones de hectáreas. Cada año esa cifra aumentaría entre 200.000 y 300.000 hectáreas.
En Brasil, las dos terceras partes de la Amazonía no tienen protección alguna. Durante los años 90, la deforestación podría haber representado entre el 10% y el 20% del CO2 liberado en la atmósfera. Cada año que pasa, se pierde un 2% de superficie. Un mayor número de carreteras en la región podría deforestar un 30%-40% de la cuenca para el año 2020, frente al 15% en que se ha reducido desde 1960. Un 85% de la tala ilegal se produce en torno a las carreteras.
En Brasil, con el 60% de los bosques tropicales mundiales, cada vez es más evidente el enfrentamiento entre los ecologistas y los llamados “desarrollistas”, que defienden el aumento de la actividad económica en la región amazónica. El gubernamental Programa de Aceleração do Crescimento (PAC) invertirá 240.000 millones de dólares en infraestructuras (carreteras, plantas hidroeléctricas y térmicas, gasoductos, ferrocarriles, obras de saneamiento básico y transporte urbano). Solo las 80 represas planificadas pueden inundar 12 millones de hectáreas, equivalente a la mitad del territorio británico.
La tala de bosques húmedos de la cuenca amazónica es responsable de la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero debidos a la deforestación, el 20% del total, según estimaciones de la World Wildlife Fund. Debido a ello, Brasil es ya el cuarto emisor mundial de gases de carbono.
En los últimos cinco años, el gobierno ha creado 62 nuevas reservas naturales. Actualmente, el área protegida por ley suma más de 280.000 kilómetros cuadrados, lo que sitúa a Brasil en el cuarto lugar en el ranking mundial de países con el mayor porcentaje de áreas protegidas en relación al territorio.
Pero no hay infraestructuras capaces de garantizar la efectiva protección de esas áreas. Hay sólo un agente federal por cada 2.800 kilómetros cuadrados, de modo que gran parte de las reservas naturales han sido ocupadas por campesinos sin tierras, taladores ilegales, granjeros y mineros.
La creciente demanda mundial de alimentos por algunas potencias emergentes como China ha aumentado exponencialmente las exportaciones de carne, granos y frutas brasileños. Las de carne se han multiplicado por cinco entre 1997 y 2003. Un 80% de ese aumento ha sido suministrado por granjas amazónicas, donde los rebaños de ganado se duplicaron en los años 90 hasta las 57 millones de cabezas, ocupando 340.000 kilómetros cuadrados de pastos.
Brasil es el segundo productor mundial de soja y su mayor exportador, al ser uno de los pocos cultivos que pueden crecer en los terrenos deforestados, lo que ha acelerado el proceso de su explotación comercial en Rondonia, Pará y Matto Grosso. El boom de la soja está produciendo lo que los expertos llaman “sabanización” de la floresta amazónica y de los humedales de Mato Grosso, el llamando cerrado, donde se concentra la producción de soja brasileña.
Según estimaciones de varias ONG medioambientales, la voraz demanda mundial de soja, dedicada en gran parte a la alimentación de ganado, está causando más deforestación que la tala, el ganado y la minería juntos. La soja, además, consume rápidamente los nutrientes del suelo y necesita cantidades enormes de fertilizantes, pesticidas y herbicidas que contaminan luego los ríos. La tasa de deforestación sigue muy de cerca los índices de materias primas agrícolas de la Chicago Board of Trade.
El último enfrentamiento en Brasil por razones de política medioambiental se produjo en torno a dos decretos presidenciales que los ecologistas afirman amenazan el ecosistema amazónico. Uno de los decretos otorga títulos sobre la tierra a ocupantes de tierras públicas que cubren un área de 67 millones de hectáreas, equivalente al tamaño de Francia, en la región amazónica.
Los ambientalistas se oponen al decreto afirmando que la decisión beneficia a personas que ocupan áreas de la selva ilegalmente. En la zona solo un 14% de la propiedad privada de la tierra está respaldada por títulos legales. El otro decreto crea normas más flexibles para la concesión de licencias medioambientales para la construcción de carreteras federales que crucen la selva tropical.
Los grupos de presión rurales sostienen, por su parte, que los decretos ayudarán a facilitar el control del gobierno para impedir conflictos y la tala indiscriminada. El ministro de Medio Ambiente, Carlos Minc, introdujo medidas para que la decisión final en relación a la concesión de títulos de tierras y licencias para carreteras quedase en manos de su cartera. Pero otros de sus colegas del gabinete descartaron esas modificaciones antes de enviar los decretos al Congreso, y Minc los acusó de “inmoralidad”. Lula ha prometido que de ahora en adelante coordinará personalmente los asuntos ambientales, dando a Minc un nivel de apoyo que Marina da Silva, su antecesora, nunca tuvo.
Lula quiere evitar cambiar a otro ministro de Medio Ambiente pocos meses antes de la conferencia de Copenhague. En la Amazonía brasileña viven 20 millones de personas y ningún gobierno podría condenarlos a la pobreza por salvar a los bosques. En el estado de Pará, por ejemplo, el 70% de la población depende de alguna manera de la explotación maderera.
El derecho a la consulta
Los indígenas de la Amazonía constituyen menos del 0,5% de los 186 millones de brasileños y los porcentajes son similares en Colombia, Venezuela, Perú y Bolivia, pero son un elemento esencial en la conservación de los bosques lluviosos porque la defensa de su hábitat natural es una de las razones de su existencia. Según decía Chico Mendes, el ecologista brasileño asesinado en 1988, “donde comienzan los territorios indígenas termina la deforestación”.
Las leyes nacionales de la mayoría de los países latinoamericanos reconocen a los pueblos indígenas derechos para la preservación de sus territorios tradicionales pero, en el momento de aprobar esos macroproyectos, los gobiernos y los tribunales se pronuncian casi invariablemente a favor de los “intereses superiores de la nación y su derecho al desarrollo”.
Las organizaciones indígenas están en primera línea de la resistencia contra la depredación medioambiental. Como sostiene el historiador británico John Hemming en su libro Tree of Rivers (2008), una historia del Amazonas desde el siglo XVI hasta la actualidad, las comunidades nativas son pequeñas democracias en las que se discute de todo, todo el tiempo; es decir, algo muy lejos de la imagen de poblaciones “manipulables” de la que hablan sus críticos.
Según Hemming “la tierra significa todo para los nativos: les provee de caza, pesca y cementa sus creencias, herencia e identidad tribal y, por ello, son un muro de contención contra la invasión destructora y la colonización agresiva de sectas religiosas, guerrillas, narcotraficantes y depredadores”.
La convención de derechos humanos interamericanos de la Organización de Estados Americanos reconoce que los pueblos indígenas tienen derechos a sus tierras y prohíbe el otorgamiento de concesiones para explotar recursos naturales en sus territorios sin su consentimiento libre, previo e informado.
Pero la creciente organización de esas comunidades está dando frutos. En Brasil hay 130 grupos de presión indígenas ayudados por 30 ONG medioambientalistas que han logrado que las reservas indígenas brasileñas cubran el 12% del territorio y el 23% de la Amazonía. En 1982 fue elegido al Congreso Federal Mario Juruna, un jefe de la etnia xavante, el único congresista indígena amazónico que ha tenido hasta ahora el país.
Conclusiones: En Ecuador, el presidente Rafael Correa es uno de los mayores defensores de una de las fórmulas más imaginativas para reducir las emisiones por la deforestación y la degradación: ha pedido a la comunidad internacional unos 5.200 millones de dólares para que Ecuador deje sus depósitos de petróleo sin explotar en la reserva de la biosfera y parque nacional de Yasuní, que puede contener 920 millones de barriles de crudo en una bolsa de hidrocarburos sobre la que se encuentra una de las zonas de mayor biodiversidad del mundo.
En ese esquema, Ecuador vendería certificados a gobiernos y empresas que les permitiría emitir gases invernadero en cantidades proporcionales al carbono dejado en el subsuelo y que se comercializarían en el European Energy Exchange de Leipzig (Alemania). El gobierno de Quito estima que el plan podría evitar la emisión de 410 millones de toneladas de dióxido de carbono.
Prevenir la deforestación a través de esquemas similares al planteado por Correa será un punto central de la agenda de la cumbre de Copenhague. Pero las medidas para prevenir la deforestación son difíciles de cuantificar. Tampoco está claro quién recibiría el dinero de los créditos: ¿los gobiernos, las poblaciones locales, las comunidades nativas o un fondo gestionado por organismos internacionales que financiaría la protección de parques nacionales, proyectos de energías alternativas y otras iniciativas medioambientales? Copenhague debería ofrecer una respuesta.
Luis Esteban González Manrique
Analista independiente de economía y política internacionales de Política Exterior y Dinero