El cambiante contexto exterior de la UE

La bandera de la UE en Nicosia, Chipre. Foto: NewNicosia (Wikimedia Commons / CC BY-SA 3.0)

Tema

La UE se construyó en una coyuntura singular tras la Segunda Guerra Mundial, pero el contexto exterior está cambiando radicalmente, afectando a las raíces mismas de la Unión.

Resumen

La UE está sufriendo una creciente tensión interna junto con una creciente presión externa que penetra en su mismo núcleo: más débil internamente, pero también más amenazada externamente. El gran problema de la UE es cómo lidiar con el mundo siendo, como es ya, sólo una pieza más de un mundo “ancho y ajeno”, y no el (o parte del) Hegemón Occidental. La UE es la respuesta correcta a un mundo globalizado y más poderoso, pero llevamos ya demasiados años marcha atrás. Pues mientras avanzamos, y sin duda lo hacemos (pero a trancas y barrancas y con paso corto), el mundo galopa alrededor nuestro.

Análisis

La globalización ha hecho casi imposible separar la dimensión interior de la exterior de los Estados hasta el punto de que los conceptos mismos se han quedado obsoletos. Y aunque las sociedades se siguen mirando sólo en el espejo de su propia imagen, menospreciando el entorno (aunque algunos países más que otros, el nuestro es de los primeros, y basta ver los temas de debate en las actuales elecciones), lo cierto es que el espacio “exterior” penetra más y más en los asuntos llamados “internos”. Y lo que vale para los países vale también para la propia UE, cuyo devenir reciente no puede entenderse sin analizar su cambiante contexto internacional.

Pues no podemos olvidar (aunque lo hacemos casi siempre) que el resultado de la Segunda Guerra Mundial fue la colonización de Europa bajo la hegemonía de dos países extra-europeos, EEUU y la Unión Soviética, cada uno de ellos gestionando la mitad de Europa, cuyo destino durante la larga Guerra Fría dependía de esos dos gigantes. Desde entonces Europa ha ido construyendo poco a poco instrumentos para volver a retomar las riendas de su destino, el principal, sin duda la propia UE, aunque en qué medida lo ha conseguido es discutible y depende tanto de sus propias acciones como del entorno exterior cambiante.

La UE se construyó en esa coyuntura singular, en el contexto de la posguerra, bajo el paraguas de seguridad de EEUU en la Alianza Atlántica, con la rivalidad de Rusia (que trabajó, sin saberlo, como federalizador externo), y en ausencia del resto del mundo, que era simplemente un telón de fondo estratégica y económicamente irrelevante. Invirtiendo en mantequilla más que en cañones, y construyendo una muy avanzada economía social y sociedad de bienestar, la UE alcanzó en 30 años cotas de seguridad, libertad y prosperidad como nunca antes había conocido este continente. Es más, a través de las sucesivas ampliaciones, extendió esa seguridad/libertad/prosperidad por todo el territorio europeo, al sur y al oeste, y sigue haciéndolo. Los españoles somos uno de los pueblos que se han beneficiado enormemente de ese proyecto, pero no somos los únicos.

El resultado ha sido extraordinario pues puede decirse sin exageración que jamás los europeos han tenido mayor calidad de vida, que la europea es hoy la mejor sociedad del mundo y que, probablemente, es la mejor sociedad que ha producido la humanidad en su tortuosa historia. Un éxito espectacular del que, sin embargo, los ciudadanos no son conscientes, acostumbrados como están a darlo por descontado.

Pues bien, ese contexto exterior ha cambiado radicalmente afectando a las raíces mismas de la UE.

Por una parte asistimos, no ya a un repliegue de Europa por parte de EEUU, que comenzó con el fin de la Guerra Fría y continuó con el pivot to Asia de la Administración Obama (liderado por la misma Hillary Clinton), ampliado después al ámbito comercial y económico por el actual presidente Trump, que liquida el proyecto de tratado transatlántico de libre comercio (el TTIP) que debería estabilizar y reforzar la economía nor-atlántica, e incluso pone en entredicho a la misma OTAN a la que declara obsoleta (para declarar después obsoleta esa declaración). Hasta el punto de que no sabemos bien si EEUU es hoy un aliado de la UE, cuya construcción apoyaba e incentivaba, o se trata más bien de un rival y un competidor. Por supuesto, el Brexit, sea cual sea su alcance final, debilita enormemente esa alianza atlántica al dejar fuera de la UE lo que ha sido siempre la cabeza de playa de EEUU en Europa.

Todo ello ha venido a complicar enormemente la relación de la UE con EEUU. La UE sigue dependiendo para su seguridad de la OTAN y el paraguas nuclear norteamericano, lo que se percibe claramente en los países del Este y del Norte. Incluso el flanco sur mediterráneo necesita de ese respaldo dada la creciente inestabilidad de los países árabes del espacio MENA. Al tiempo, la rivalidad comercial con la UE, en lugar de encauzarse (como pretendía el TTIP) se agudiza con sanciones comerciales (y amenazas de ulteriores medidas) y el cierre progresivo del mercado norteamericano, lo que afecta a los motores económicos de la UE, y singularmente a Alemania que mantiene un saldo comercial claramente positivo con EEUU.

De modo que lo que ha venido siendo la columna vertebral de articulación del mundo libre, y vector de un orden internacional liberal, a saber, la alianza nor-atlantica, está en entredicho, en buena medida a la espera de saber si la actual política norteamericana del presidente Trump es una tendencia de largo plazo (adaptación de EEUU a un mundo que ya no puede hegemonizar), tendencia que continuará sea cual sea el futuro presidente de ese país, o si se trata más bien de un tropiezo coyuntural resultado de unas elecciones casuales en un país que ha sido vanguardia de ese mismo orden liberal (interno y externo). Hay argumentos en los dos sentidos. Una pregunta, la de si se trata de una tendencia estructural o un acontecimiento coyuntural, que también puede extenderse al Brexit británico. Pues si el Brexit es un analizador, un Aleph, de la crisis endógena de Europa, Trump es un analizador de la crisis externa del orden mundial.

Pero si la UE se ha construido bajo el paraguas protector de EEUU, los otros dos parámetros de su éxito han sido, de una parte, mantener a Rusia fuera, y de otra, la irrelevancia del resto del mundo, el antes llamado Tercer Mundo. Y también esos dos parámetros están en entredicho.

Aunque la caída de la Unión Soviética ha sido definida por Putin como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, debilitando enormemente a Rusia, que de gran potencia mundial pasó a ser casi país emergente, lo cierto es que la retirada de EEUU y la evidente debilidad de la UE le han otorgado un protagonismo que la osadía del condottiero Putin (buen lector de Maquiavelo) aprovecha en cada ocasión. Como dijo Obama, Rusia es una potencia regional, no una potencia global, y es cierto. Con una demografía desastrosa incapaz de ocupar su inmenso territorio, con una economía de monocultivo (petróleo y gas) y cuyo PIB es algo superior al de España, y con inmensos problemas internos (baja renta per cápita, enormes bolsas de pobreza y una desigualdad brutal), Rusia gasta en defensa menos de una tercera parte de lo que gasta la UE (y menos que Francia), y tanto su ejército como su armada carecen de alcance global (aunque su potente arsenal nuclear lo blinda frente a cualquier amenaza externa). Pero eso no le impide (sino que le incita) a hacer guerra “hibrida” o emplearse a fondo en la ciberguerra, mucho más barata, de modo que no sólo amenaza países vecinos sino que penetra en los demás intoxicando elecciones y opiniones públicas. La creencia de que Rusia podía integrarse como un socio más en el espacio de vecindad de la UE se ha revelado ilusoria, y aparece más, no ya como competidor, sino incluso como un enemigo. Ciertamente Rusia tiene razones para manifestar malestar con la UE y Occidente: la ampliación de la OTAN hasta sus mismas fronteras, el trato dado a las (amplias) minorías ruso-hablantes en los países bálticos o en Ucrania, el reconocimiento de Kosovo o de un gobierno salido de un golpe de Estado en Ucrania, por citar algunos. Razones que no justifican su intromisión en asuntos internos de la UE o su oposición activa e incluso agresiva a cuanto representa Europa en el mundo (Cuba, Venezuela, Irán). Y, lógicamente, no son pocos los países de la UE que prefieren desarrollar una nueva ostpolitik contemporizante que facilita la deriva hacia regímenes iliberales. La dependencia de buena parte de la UE del gas y el petróleo ruso (y la incapacidad estratégica de la UE para asegurarse el suministro alternativo de crudo de Oriente Medio) no hacen sino profundizar en esa presión. De modo que sí, Rusia es potencia regional, pero da la casualidad de que esa es nuestra región.

El tercer parámetro de la vieja UE que se ha modificado es sin duda el más importante a largo plazo, y me refiero al resto de la frase the West and the rest. Pues hoy ese “resto” ha emergido y es ya más de la mitad del mundo. No voy a insistir en la obviedad de que países enormes como China o la India, u otros grandes, como Brasil, Indonesia, México, Turquía, Irán y Arabia Saudí, han dejado de ser “Tercer Mundo” o incluso “emergentes” para aflorar con toda fuerza en el escenario internacional, que ya no puede no contar con ellos. La ventaja de “llegar tarde” les ha facilitado unos ritmos de crecimiento espectaculares, pasando con toda rapidez de ser potencias demográficas a ser potencias económicas, y de eso a ser potencias políticas y militares. Asia es el 60% de la población del mundo y África será pronto más del 20%, mientras que todo el viejo occidente (Europa y las dos Américas) desciende por debajo del 20%. Europa, en concreto, que fue el 25% de la población del mundo hace un siglo, es hoy el 7% y desciende (y se envejece). Incluso en términos económicos, empieza a ser un mercado pequeño. Un detalle: de los 20 primeros puertos de contenedores del mundo, sólo hay dos europeos y uno americano; todos los demás están en Asia, y los más grandes en China (y recordemos que el 70% del comercio mundial es marítimo).

No se puede entender la globalización sin esa emergencia del “resto”, que hoy es ya la mayor parte del mundo. Hay un término inglés muy adecuado: dwarfing, “enanizar”. Europa es ya una parte pequeña del mundo. Se ha dicho que en Europa hay dos tipos de países, los que son pequeños y los que todavía no saben que son pequeños. Francia lo aprendió hace tiempo, Alemania lo está aprendiendo, al igual que el Reino Unido. Pues bien, es la misma Europa la que hoy es pequeña y debe interiorizarlo.

El resultado global para la UE es una creciente tensión interna, más una creciente presión externa que penetra en su mismo núcleo.

La interna se manifiesta en una creciente dualización de las sociedades europeas (argumento que vale también para EEUU). Pues la globalización ha venido a conectar a buena parte de nuestras sociedades con el mundo en un sector social cosmopolita, educado, de rentas altas, urbano, llamémoslo “globalizado”, y cada vez menos dependiente de su entorno físico (des-territorializado y en cierta medida des-nacionalizado) pero conectado con el entorno exterior. Un sector que se ha separado progresivamente de otro sector, no conectado con cadenas globales (de valor o de información) sino más bien “territorializado”, relativamente empobrecido, de baja educación y más bien rural, los llamados left behind, los abandonados. Golpeados por la deslocalización empresarial primero y por la crisis después y ahora amenazadas por otra revolución tecnológica. Que reaccionan hoy como siempre han hecho los oprimidos, afianzándose en su condición de “atrasados” para reivindicar su mundo rural, sus tradiciones religiosas y sus creencias xenófobas, machistas y homófobas, y exhiben casi obscenamente esa condición en un agresivo discurso políticamente incorrecto (por supuesto, Trump es el modelo a imitar). En cierto modo, una contra-contracultura de base rural. Y nótese que la divisoria entre globalizados y territorializados no es ni derecha/izquierda ni tampoco blue collar/white collar, pues es transversal. Hay empresarios territorializados dependientes de mercados regionales o nacionales, al igual que sectores importantes de funcionarios, profesionales y clase media, mientras que hay trabajadores manuales y numerosos asalariados plenamente globalizados. Y los primeros buscan el blindaje del Estado-Nación frente a la competencia exterior, ya ilusorio, y culpan a la “globalizadora” UE de sus males, de modo que las posiciones euroescépticas, cuando no claramente eurófobas, tienen un rico caldo de cultivo tanto en la vieja derecha como en la vieja izquierda. Veremos qué pasa en las próximas elecciones europeas, pero no deja de ser paradójico que el instrumento más adecuado para gestionar la globalización, que es la misma UE, aparezca ante buena parte de sus beneficiarios como el enemigo a batir. La UE tiene urgencia de suturar ese cleavage, esa herida que la divide, y debe hacerlo como lo hizo en el pasado. Y si entonces (años 40 y 50) se trataba de “nacionalizar” a la clase trabajadora mediante el Estado de Bienestar (por cierto, siguiendo la estela de Bismarck), hoy se trata de “europeizar” a ese sector left behind y abandonado por el proceso globalizador mediante un nuevo contrato social que debe tener (no puede no tener) alcance europeo.

Tenemos pues una UE más débil internamente, pero también más amenazada externamente, que está siendo incapaz de estabilizar ninguna de las dos fronteras que la han blindado históricamente, y que hoy renacen como fronteras (y hacen de la UE una fortaleza defensiva). La del Este, amenazada por Rusia tanto al norte (Bálticos) como al sur (Ucrania y Cáucaso), pero crecientemente penetrada también por China con el grupo de 16+1 y la estrategia de la Ruta de la Seda (OBOR). Amenazas externas que está ya penetrando dentro de la misma UE. Rusia en países iliberales como Hungría o Polonia (y en general en el grupo de Visigrado), y China en Grecia e incluso en Italia.

Y lo mismo ocurre con la frontera sur. Tenemos todo el norte de África a punto de estallar tras el fracaso de la primavera árabe; Egipto es un régimen totalitario que no deberíamos aceptar; Libia es un Estado fallido en el que regresa la guerra civil entre el este y el oeste; Argelia es de nuevo una incógnita; Túnez atacado por el yihadismo; y Marruecos es un sólo aparente oasis. Podemos ir más al sur, a Sudan o al Sahel, tierra de frontera sin ley donde narcotraficantes, traficantes de personas y terroristas campan a sus anchas. O al este, a la intrincada geopolítica de Oriente Medio (Israel, Irán, Irak, Siria y Arabia Saudí). Y más al sur aun, a la inmensa demografía africana, con un crecimiento de más de 1.200 millones de personas en pocas décadas (solo Nigeria tendrá 800 millones de habitantes). Y nuestra incapacidad para estabilizar esa vecindad próxima se traduce también en inestabilidad interna vía emigración o terrorismo.

Es lo contrario de lo que fue la política de la UE, que estabilizó sus fronteras proyectando sobre países vecinos democracia y prosperidad, preparándolo así para el ingreso posterior en la UE en sucesivas ampliaciones. Esta política llego al límite con Turquía, y no va más allá. No podemos estabilizar ampliando, pero sí proyectando democracia y prosperidad (también con Rusia, enmendando errores importantes). Y por supuesto, una política exterior creíble de la UE requiere –como dice la European Global Strategy– “autonomía estratégica”. En román paladino, un esfuerzo notable en defensa y seguridad, probablemente ciberseguridad, por una parte, y fuerzas navales y aéreas de proyección por otra. Pues sin esa capacidad de proyectar poder duro, el enorme e indiscutido soft power de la UE es impotente.

Conclusiones

El gran problema de la UE es cómo lidiar con el mundo siendo, como es ya, sólo una pieza más de un mundo “ancho y ajeno”, y no el (o parte del) Hegemón Occidental. Una mirada de largo plazo nos muestra que durante 300 años la historia del mundo (de América, de África, de Asia) se ha escrito aquí en Europa, en Lisboa o El Escorial, en París, Londres o Berlin. Eso dejó de ser así tras la Primera y, sobre todo, la Segunda Guerra Mundial, guerras civiles de Europa que dejaron el continente asolado física y moralmente, y dieron lugar a una inmensa descolonización en la segunda posguerra. En 1945 había poco más de 50 Estados en el mundo y hoy hay cuatro veces más. Y si Europa era el 30% del PIB a comienzos del pasado siglo, hoy es menos del 20% del PIB (y descendiendo) pero sólo China es ya el 15% (y más que la UE en PPA). Ya no vamos a hegemonizar el destino del mundo. Nadie lo pretende. Pero nuestro problema es que sean otros, y no nosotros, quienes escriban nuestro destino, como les pasó a ellos antes. La UE es la respuesta correcta a un mundo globalizado y más poderoso, pero llevamos ya demasiados años marcha atrás. Pues mientras avanzamos, y sin duda lo hacemos (pero a trancas y barrancas y con paso corto), el mundo galopa alrededor nuestro.

Emilio Lamo de Espinosa
Presidente del Real Instituto Elcano | @PresidenteRIE