Tema: Estudio de las consecuencias que es preciso sacar del atentado del 7 de julio en Londres en cuanto a evolución de la yihad a escala mundial planteada por el terrorismo islamista.
Resumen: Poco más de un año después de la matanza de Madrid, un atentado de características similares en Londres viene a probar que el deterioro sufrido por al-Qaeda no ha supuesto obstáculo alguno para que su estrategia mortífera siga funcionando hasta hacer necesario considerar que estamos en presencia de una guerra mundial de nuevo tipo. Nuestro ensayo tiene por objeto destacar las insuficiencias que han favorecido el progreso de la yihad a escala mundial, tanto desde la política exterior (Irak) como ante la permisividad de que ha disfrutado la propaganda islamista, en su vertiente violenta, en el propio Reino Unido. Presenta a continuación un intento de sistematización de aquellas políticas que desde el reconocimiento del carácter endógeno de este proceso terrorista, y teniendo en cuenta asimismo la importancia del contexto, permiten plantear una acción a largo plazo tendente a eliminar las causas que han favorecido la presente eclosión.
Análisis: El atentado del 7 de julio en Londres viene a confirmar trágicamente aquello que hubiera debido quedar claro después de la matanza de Madrid: el 11-S no fue un acto puntual de castigo contra el imperialismo norteamericano, sino el punto de partida de una yihad a escala mundial contra Occidente cuya pretensión consiste en alcanzar una victoria final del islam sobre sus enemigos infieles. Se trata además de una guerra que es al mismo tiempo de nuevo y de viejo tipo. Lo primero, por cuanto los instrumentos mortíferos utilizados conjugan el tradicional recurso a los explosivos, propio de las organizaciones terroristas, con una utilización original de los medios de transporte civiles como forma de provocar muertes en masa (aviones, trenes y autobuses convertidos en portadores de la destrucción). Paralelamente, en el orden ideológico la dimensión finalista del terrorismo nos devuelve al pasado, proclamando el propósito de aniquilar un modo de vida occidental que es visto como una reproducción de la ignorancia primordial de los “paganos” mequíes en el siglo VII, adversarios finalmente derrotados por Mahoma. Posmodernidad y arcaísmo se presentan unidos recurrentemente en el terrorismo islámico de al-Qaeda, lo cual hace particularmente difícil la comprensión del fenómeno. Y el contexto propicia aun más la confusión, con una política exterior de la principal potencia occidental, los EEUU, que parece empeñada en proporcionar al terror una y otra vez, y de modo singular con la invasión de Irak, las coartadas y los argumentos destinados a amplificar al máximo su impacto sobre la opinión pública de los países musulmanes.
Hablar de “guerra mundial” puede antojarse excesivo, y la cautela con que ha de hacerse uso de la expresión se refuerza si pensamos en que por parte del agredido aquí y ahora, el mundo occidental, su resolución favorable exige precisamente la renuncia de entrada a colocarse en el mismo terreno que los islamistas. La guerra en sentido estricto, sirviéndose del terror, debe quedar reservada a las organizaciones integristas islámicas en la línea de al-Qaeda, en tanto que desde los países occidentales la inexcusable respuesta policial y armada, para incidir con eficacia sobre los centros neurálgicos de la producción del terror, ha de servirse de instrumentos políticos y socioculturales, ya que mediante una “guerra antiterrorista” como la puesta en marcha por George Bush, lo que se logra es incrementar los apoyos al islamismo radical, tanto en el mundo musulmán como en medios intelectuales de Occidente. No hay que engañarse: culminando la trayectoria de los grupos radicales del integrismo en los últimos treinta años, a partir de los grupos yihadistas seguidores de Sabed Qutb y de la resurrección del wahhabismo, Bin Laden ha puesto en marcha la guerra de civilizaciones, en sentido estricto. Es una yihad clásica en el fondo doctrinal, pero con la particularidad de que desde los supuestos universalistas del islam, y en el marco económico y tecnológico de la globalización, genera un conflicto armado con un adversario definido y todo el espacio mundial, de Bali a Nueva York, de Londres o Madrid a Ryad, como posible campo de batalla. Ignorarlo o minusvalorarlo como se ha hecho en estos últimos cuatro años, resulta suicida. Ahora bien, en la medida que la forma de acción es la práctica de atentados terroristas, con la doble finalidad de sembrar una inseguridad generalizada en Occidente y de movilizar a las masas de creyentes haciendo de ellos muyahidines, guerreros de la yihad antioccidental, sólo mediante el bloqueo de esta segunda orientación, ante todo entre los colectivos musulmanes residentes en los países occidentales, será posible lograr el fracaso de una estrategia de la violencia al mismo tiempo antigua como el propio islam y dotada paralelamente de medios técnicos de gran modernidad.
Confiar únicamente en la labor policial, por muchos que sean los recursos humanos y técnicos empleados, equivale a una autocondena a sufrir una serie sin final previsible de “atentados inevitables”, tal y como hizo notar el responsable de la policía británica. Paradójicamente, toda pretensión de alcanzar la victoria en la presente “guerra de civilizaciones”, supone la puesta en práctica de la “alianza de civilizaciones”. Pero no a modo de eslogan destinado a encubrir la ausencia de políticas concretas, sino como proyecto en que se fundan la elaboración de nuevas políticas exteriores, donde el uso de la violencia por parte de Occidente se reserve para casos inevitables, como Afganistán, y que, ya en el interior de los países europeos, atienda al doble propósito de lograr la integración de las minorías musulmanas en los mismos y de controlar de forma estricta los mensajes que en nombre de la justicia o de la simple ortodoxia difundan la idea de yihad o la imagen de una incompatibilidad radical entre los modos de vida de nuestros países y la fe islámica. Las primeras estimaciones sobre la autoría del atentado de Londres apuntan como integrantes del comando a musulmanes de segunda generación, posiblemente con nacionalidad británica, y ese mismo colectivo era el destinatario de la cascada de publicaciones, casetes y videos que en los últimos años poblaban los estantes de las pequeñas tiendas en los alrededores de las mezquitas londinenses. De confirmarse la hipótesis citada, no habría la menor duda de que esos polvos trajeron estos lodos y, lo que es tan importante como la anterior constatación, que ese proceso de radicalización resultaba perfectamente evitable.
El coste de la ceguera
El caso británico viene a probar la insuficiencia de una política de control altamente eficaz en principio, que al mismo tiempo, hasta fecha reciente, era de una extrema tolerancia en el plano de la difusión doctrinal del integrismo. Por lo menos en lo que concierne a los mencionados vehículos de propaganda –casetes, videos, folletos–, difundidos a bajo precio en las mezquitas o en los comercios próximos a las mismas. A falta de un estudio sistemático, puedo mencionar a título personal la sorpresa que me causó poder adquirir por dos o tres libras, después del 11-S y hasta hace apenas unos meses, casetes y videos en que se predicaba la necesidad de una revolución islámica y eran anatematizados como satánicos los usos del vestido femenino occidentales, así como el propio sistema democrático. El encubrimiento de cara al exterior era mínimo, siendo el mensaje claramente comprensible de inmediato para la clientela musulmana. Así, el sermón contenido en una casete llevaba por título Yahiliyya in the Garb: “yahiliyya”, ignorancia primordial del no creyente, con la que los occidentales de hoy reproducen la situación depravada de aquellos paganos contra quienes luchara el Profeta, y “garb”, Occidente. En la misma librería podía ser adquirido por dos libras el libro-manifiesto del integrismo, Hitos del camino, de Sayid Qutb. Y en la acera opuesta, siempre en las cercanías de la gran mezquita de Regent’s Park, cualquiera podía adquirir, al lado de una serie de escritos sobre la virtud de la mujer musulmana y el papel fundamental del vestido de cubrimiento total, un folleto editado legalmente por el Islamic Book Service, explicativo de la yihad, exhibiendo un brazo en alto esgrimiendo un kalashnikov. Con el Corán y la espada en la cubierta, otro opúsculo con el mismo mensaje, lucía en los estantes de la librería de la mezquita arriba citada, la principal de Londres. Un librero con barba afgana reforzaba aquí el mensaje, al plantear al eventual comprador una discusión sobre la inferioridad radical del cristianismo respecto del islam, que pasaba a un tono agresivo si el interlocutor se atrevía a discrepar del juicio condenatorio del ilustrado vendedor. En otras pequeñas tiendas, entre cachivaches de todo tipo, cualquiera podía formar una pequeña biblioteca de clásicos del integrismo, con obras que están ausentes en inglés de centros de documentación universitaria de primera importancia –del tipo SOAS de la Universidad de Londres o Instituto del Mundo Islámico de Paris–, así como relatos en cómics para niños que mostraban la ejemplaridad del asesinato y la persecución de judíos por niños musulmanes…
Son datos sueltos, fruto de una observación parcial, pero que autorizan una conclusión difícilmente refutable: en un país donde unos minutos de atraso en el pago de un aparcamiento generan una criminal offence, tenía libre curso la literatura islamista que propugnaba una extrema violencia contra el enemigo de la fe. En su libro Fitna, Gilles Kepel nos recuerda que en el ambiguo periódico en árabe de Londres, al-Quds al-Arabi, llegaron a publicarse entregas del libro del número dos de al-Qaeda, al-Zahuahiri, Caballeros bajo el estandarte del Profeta, donde se explicaban las razones del recién cometido atentado del 11-S. La tardanza en poner fin a los sermones incendiarios de Abu-Hamza en la mezquita de Finsbury Park o la negativa a atender la solicitud de extradición formulada por el juez Garzón, de otro dirigente de la organización terrorista, Abu-Qutada, son otros tantos indicadores de que en nombre del multiculturalismo la doctrina de la violencia islámica adquirió carta de naturaleza en los medios musulmanes de lo que fue consecuentemente llamado Londonistan.
Se trata claramente de un ejemplo a evitar: la tolerancia ante la difusión de las doctrinas del islamismo radical, o de los planteamientos en apariencia más moderados pero que encubren para mantenerlo la centralidad del concepto de yihad, equivale a aceptar la formación de viveros de violencia entre los colectivos de creyentes que residen en los países occidentales. Si unos musulmanes, como pudiera ocurrirles a los practicantes de cualquier otra creencia religiosa, son instruidos en que su fe es negada por la sociedad en la que viven, y que frente a semejante agresión, la yihad, sin especificar de qué carácter, resulta un deber para el creyente, están como mínimo en el camino de apoyar a los practicantes del terror. Por otra parte, la solución existe sin gramo alguno de “islamofobia”, dado que este proceso de adoctrinamiento puede ser cortado de raíz sin por ello afectar a los principios fundamentales de la religión islámica. Esto supone una ventaja sustancial para las políticas antiterroristas que intenten operar en los planos cultural y social: la construcción doctrinal del Corán, en el plano teológico, correspondiente al período de predicación del Profeta en La Meca, con el concepto inicial de yihad como esfuerzo hacia Dios, se encuentra exenta de violencia. La deriva posterior a la hégira del concepto de yihad resulta perfectamente identificable y, según advierten los teólogos democráticos del islam, como Mehmed Taha o Mohamed Charfi, sin la misma permanece íntegra la propuesta religiosa. En sentido contrario, con la yihad como guerra en la causa de Alá, al modo que la practica el Profeta armado en sus años de lucha contra los “paganos” de La Meca, no hay salida posible. El terrorismo islámico no sólo resulta entonces lícito, sino que como viene a probar la práctica de al-Qaeda, bebe en las fuentes de los escritos relativos a la misma y encuentra en ellas plena justificación para poner en marcha el exterminio del adversario. Y en el marco de las imágenes dualistas que produce el conflicto de Oriente Próximo, lo que es más grave, adquiere un marchamo de ejemplaridad para gran número de musulmanes.
La transigencia y la confusión en este punto sólo pueden tener una consecuencia: dejar el campo libre para que la labor de propaganda favorable al terror actúe sin obstáculo alguno en el seno de los colectivos musulmanes. A ello se suman en el plano del contexto las reiteradas actuaciones de la política exterior de los EEUU, apoyando a toda costa a Israel en el problema palestino primero, y con la catastrófica invasión de Irak más tarde, que proporcionan un respaldo a la imagen de una nueva Cruzada de Occidente para destruir, o cuando menos “humillar” al mundo musulmán. La guerra de al-Qaeda contra los infieles no viene a reparar injusticia alguna, ni a protestar por el incumplimiento de los acuerdos de Oslo. Sin la ocupación de Irak, hubiera seguido su curso. Sólo que gracias al error de Bush, y con la ayuda de enorme capacidad para difundir las informaciones de cadenas de televisión como al-Yazira, todo el mundo musulmán asiste al espectáculo de la violencia y del fracaso estratégico de la mayor potencia del mundo, y de paso a una insurgencia protagonizada por el terror en ascenso de al-Zarqaui, cuyos comandos estarán pronto listos para sembrar la muerte a escala mundial. El callejón sin salida así provocado por una torpe aplicación del principio de “guerra contra el terror” es total, ya que a estas alturas tampoco cabe la retirada de los ocupantes sin enormes costes de todo tipo. El malestar actual de las masas de creyentes podría entonces ceder paso a una movilización muy amplia en el sentido deseado por los líderes terroristas.
Las armas de la utopía
Tal y como hemos apuntado con anterioridad, lo específico del terrorismo islámico consiste en la adecuación a una lucha impregnada de modernidad en el orden técnico de elementos tradicionales que proporcionan la cohesión a nivel mundial de los grupos y de los individuos implicados en aquella. Como sucediera con el comunismo de la década de 1930, más que la eficacia de la organización, es la intensidad de la fe en la utopía revolucionaria lo que confiere la fuerza al movimiento subversivo. En este caso nos encontramos ante una arqueoutopía. En su condición de salafíes, de partidarios de una restauración de la edad de oro en que imperaban las virtudes y el ánimo guerrero de los “piadosos antepasados” en tiempo del Profeta, tratan de seguir fielmente las enseñanzas del mito y de los modelos de acción contenidos en los textos sagrados. Las citas coránicas o de los hadices no son simples piezas de un ritual, sino elementos destinados a configurar una mimesis eficaz de los comportamientos que entonces desembocaron en la espectacular expansión del islam. Basta con la evocación de las Cruzadas para completar el referente histórico sobre el que se apoya el llamamiento a la yihad.
Las enseñanzas de ese pasado no son además de naturaleza únicamente espiritual. La sira, la biografía canónica del Profeta, proporciona una serie de elementos básicos a la hora de poner en marcha una contienda victoriosa sobre un adversario dotado en principio de recursos superiores. La implacabilidad en el planteamiento de las acciones, orientada a la progresiva erosión de la capacidad de resistencia del enemigo, es administrada mediante una conjugación estrictamente racional de actos puntuales de agresión, en que la vocación destructora no admite límites humanitarios, y de gestión de los tiempos, con golpes recurrentes y espaciados que una y otra vez incrementan el impacto sobre la opinión con el efecto-sorpresa. Para Mahoma, como para Stalin, la paciencia era una virtud revolucionaria, y al-Qaeda se ajusta estrictamente a ese criterio. La deshumanización constituye también un ingrediente necesario, ya que hace ver que por encima del sexo, la edad o la propia condición de civil, la condición de infiel es en sí misma portadora de muerte. El “nosotros” y el “ellos”, convertido en regla del juego del terror, confiere a éste una amplificación de su eficacia. No importa la condición de aquellos que resultan víctimas de la yihad: “son de ellos”, sentencia el fundador. Cualquier política que intente contrarrestar en la medida de lo posible el terrorismo islámico ha de tener en cuenta ese vínculo profundo entre la legitimación de la violencia y sus fundamentos doctrinales.
Conclusiones: En suma, al margen del problema relativo a los cambios orgánicos sufridos por el terrorismo islámico por efecto de la presión militar y policial a partir de la pérdida de su base logística en Afganistán –cuya ocupación en manera alguna puede ser asimilada a la de Irak–, la aproximación al fenómeno requiere el establecimiento de una serie de supuestos interpretativos:
(1) La especificidad del terrorismo islamista o islámico consiste en la primacía en la actuación de factores endógenos, en la medida que una determinada versión del islam, con pretensiones de ortodoxia excluyente, explica los fundamentos de su existencia, e incluso los procedimientos de práctica de la violencia de las minorías activas que hoy se aglutinan en torno a la imagen de marca de al-Qaeda, y que el principio de la violencia necesaria no es de ayer, estando ya codificado desde hace siete siglos en la obra de Ibn Taymiyya, y ha sido utilizado recurrentemente desde entonces cada vez que fue sentida la amenaza de pérdida de poder desde una concepción tradicional del mismo.
(2) En contra de lo que proponen entre nosotros buen número de especialistas en temas del islam, o el pura y simplemente en arabismo, de Juan Goytisolo a los epígonos de Edward Said, el regreso a esas fuentes doctrinales, y el estudio de sus implicaciones para el presente, resultan imprescindibles para elaborar una política antiterrorista que sea al mismo tiempo capaz de integrar a los colectivos musulmanes que residen en Europa y de conjurar la xenofobia. Resulta muy cómoda la adopción de la actitud del avestruz, avestruz masoquista por añadidura, eliminando airadamente toda referencia al credo islámico en tanto que “islamofobia”, y limitándose a jugar con el antiamericanismo ambiente, al que Bush tanto contribuye, con una explicación de marxismo para andar por casa, según la cual estamos ante actos de justicia en que la pobreza se revela por medio del terror frente a la maldad opresiva de los poderes capitalistas en la era de la globalización. Mal que nos pese, la motivación de los hombres de al-Qaeda es ante todo políticoreligiosa.
(3) Hay, pues, que ponderar el peso de los distintos factores y distinguir entre el núcleo del problema y lo que representa un contexto, cuya incidencia no puede ser, sin embargo, menospreciada. Del mismo modo que los errores de la política norteamericana favorecieron en su día por antisovietismo el ascenso de los talibanes, la invasión de Irak puede desencadenar una subida en flecha de los recursos a disposición del terrorismo, ahora en la versión aun más agresiva y descarnada de al-Zarqaui. La elección de un intregrista, verosímilmente antiguo terrorista él mismo, para la presidencia de Irán, oscurece aún más el panorama. El incremento del malestar entre las masas de creyentes frente a regímenes musulmanes autoritarios (Egipto, Túnez) o totalitarios (Arabia Saudí), calificables además de “apóstatas”, es otro elemento de importancia a considerar en cuanto al contexto, siendo obvio que una disminución de la injusticia social y un mayor pluralismo resultan antídotos eficaces para bloquear el ascenso integrista. Ahora bien, eso no supone que cometamos el disparate interpretativo de olvidar que grupos islamistas como el FIS argelino no eran portadores de democracia, sino de un totalitarismo con vocación de eternidad. Ni Occidente es el culpable de todo, ni una subversión radical de los regímenes citados serviría de otra cosa que de factor de radicalización de todo el mundo islámico y de opresión neotalibán para los habitantes de esos países.
(4) La precondición inmediata para evitar un crecimiento del riesgo terrorista en Occidente es una concertación de las políticas de control policial de sus países, ya que a una amenaza para todos ha de responder la acción mancomunada de todos. En esto parece existir un acuerdo unánime. No estamos, sin embargo, ante una guerra que pueda ser resuelta a corto plazo. Hemos de situarnos en la larga duración y pensar que una resolución positiva, por lo menos en el interior del mundo occidental, depende de la mencionada racionalización de la política exterior hacia el mundo musulmán y de la convergencia en el interior de nuestras sociedades de una estrategia de integración –no asimilación– de los creyentes en nuestro sistema de valores, que es el de los derechos reconocidos por todos en las Naciones Unidas, y de un eficaz bloqueo de la difusión de la mentalidad de odio y rechazo que propugna el integrismo.
Antonio Elorza
Catedrático de Pensamiento Político, Universidad Complutense de Madrid