Tema[1]
Tras una década de deseuropeización (2001-2010), España ha vuelto a situar a la UE en el centro de su proyecto nacional pero ahora debe también aspirar a coliderar el proceso de integración.
Resumen
Si alguna vez España boxeó por encima de su peso en Bruselas, hoy lo hace muy por debajo. La pérdida de influencia es real y la crisis no es la única explicación. Es verdad que, después de una década de gradual alejamiento entre el proceso de integración y el proyecto político o económico nacional, los últimos gobiernos han resituado desde 2010 a la UE en el centro de su programa. Sin embargo, es necesario que la re-europeización no se limite a una mejor disposición para adaptarse a las decisiones que se toman en el nivel supranacional, sino que debe incluir también una nueva estrategia que refuerce la capacidad de moldear esas decisiones. En ese sentido, y a la luz de las fortalezas y debilidades españolas, se propone un decálogo para mejorar su influencia. Partiendo de la privilegiada condición de España como Estado medio-grande, su peso potencial podría multiplicarse si tiene claro qué tipo de avances en la integración le interesan, si fortalece los mecanismos internos de elaboración de su política europea, si es capaz de pensar propuestas atractivas y si conforma alianzas con las instituciones comunes y con otros miembros.
Análisis
En enero de 2013 se produjeron tres noticias que, aparentemente desconectadas entre sí, servían para ilustrar lo alejada que está hoy España de las locomotoras desde las que se conduce el proceso de integración europea.
La primera la provocaba la elección de Jeroen Dijsselbloem como nuevo presidente de los ministros de Finanzas de la zona euro, a quien España decidió no apoyar. El gobierno sabía que actuaba en solitario y además no tenía objeciones de fondo sobre la aptitud del holandés. Sin embargo, prefirió la protesta simbólica de la abstención por haberse quedado sin ningún representante entre los cargos relevantes en la gestión de una crisis donde el país se juega literalmente su futuro: ya sea el Eurogrupo, el Banco Central Europeo (BCE), el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) o los diversos supervisores financieros.
Días más tarde, el European Council on Foreign Relations publicaba su clasificación anual sobre la contribución de los distintos Estados a la política exterior y de seguridad común (PESC), volviendo a ubicar a España en el grupo de los “remolones” –junto a Grecia, Lituania y Rumanía–, a enorme distancia de los que ejercen más liderazgo como los “tres grandes”, Alemania, Francia y el Reino Unido, o incluso de otros socios medianos que gozan de bastantes menos capacidades diplomáticas y militares como Suecia, los Países Bajos y Polonia.
Fue precisamente en Polonia donde tuvo origen la tercera de esas noticias significativas que, en pocos días, acrecentaron esa sensación de irrelevancia española. Su hiperactivo ministro de Asuntos Exteriores Radoslaw Sikorski declaraba que, una vez conocido el discurso de David Cameron sobre la reconsideración de la pertenencia británica a la UE, Varsovia estaba dispuesta y preparada para sustituir a Londres como la tercera gran capital europea junto a Berlín y París. Un deseo que, desde luego, puede resultar audaz pero menos irrisorio que si hubiera sido formulado ahora desde Madrid.
No se trata sólo de una percepción. La pérdida de autoridad de España en Europa es objetiva y hay un reconocimiento oficial de preocupación. Hace poco el ministro de Economía Luis de Guindos admitía que se había tocado “fondo” en la presencia en las instituciones comunes y –aunque medir la relevancia por el número de nacionales que ejercen responsabilidades tiene muchas limitaciones– resulta llamativo que, una vez el gobierno había considerado prioritario los nombramientos, fuese incapaz de conseguir uno solo. Más grave resulta la cada vez más habitual queja de los altos funcionarios ante el poco caso –e incluso el poco respeto– que otros Estados otorgan a la posición española en la toma de decisiones. El verano pasado, por poner un ejemplo doloroso, los negociadores españoles que discutían los detalles del rescate bancario tuvieron que soportar que Finlandia exigiera avales tangibles; una desconsideración impensable hace poco y que resulta injusta hacia un país que, pese a su mala situación económica, ha contribuido por el momento con una cuota muy considerable –que ronda el 12% del total–- a los rescates de Grecia, Portugal o Irlanda y al MEDE.
La explicación dominante sobre este notorio declive de la influencia apunta lógicamente a la larga recesión, los problemas de financiación y el altísimo desempleo y sus consiguientes efectos sobre la estabilidad social y política del país. Es decir, España no sería muy distinta a Grecia o a otros países que atraviesan un calvario similar. Y, de hecho, nadie niega que en la UE de hoy exista una fractura económica entre acreedores y deudores que se ha trasladado a un reforzamiento de poder de los primeros. Por tanto, para recuperar la centralidad que le correspondería a España como quinto miembro más importante, resultaría necesario superar la pésima coyuntura y volver a la senda del éxito económico o del protagonismo internacional que disfrutaba, por ejemplo, hace 10 años. Según esta interpretación, no haría falta entonces diseñar una política europea específica que no sea acertar con la senda de la recuperación económica. Una vez logrado el crecimiento, el tamaño que disfruta España en las instituciones como Estado medio-grande le proporcionaría el influjo perdido.
Ese es el razonamiento que aquí se impugna. Los propios ejemplos antes señalados muestran que la situación económica y el peso diplomático o institucional no explican por sí solos la capacidad de un Estado miembro para ser influyente en Bruselas. Suecia y los Países Bajos están claramente por debajo de España en votos en el Consejo, número de eurodiputados y despliegue exterior pero le superan en liderazgo en muchos dosieres. No basta decir que esa ventaja se explica porque son países más ricos; al fin y al cabo, Polonia e Italia –buenos referentes de comparación por las similitudes de PIB o de posición política de partida y que en el último año han acompañado a España en el devenir de su prima de riesgo– son escuchados con más atención en Bruselas, Berlín y Fráncfort. Incluso dos Estados pequeños y rescatados parecen más hábiles a la hora de jugar sus cartas, al menos para colocar a compatriotas en posiciones clave: un portugués preside la Comisión y otro es vicepresidente del BCE, mientras la administración del día e día en el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) y en la Comisión está en manos de irlandeses.
Si alguna vez España boxeó por encima de su peso, hoy lo hace muy por debajo y la sensación de irrelevancia no puede mitigarse, o no del todo, achacándola a su actual vulnerabilidad en la crisis. La tesis que aquí se sostiene es que ese deterioro de la posición trasciende la estigmatización por su mala situación compartida con otros Estados periféricos. Existen causas específicas de la pérdida de peso que, además, no se entienden tanto por las circunstancias económicas y políticas adversas sino más bien por los excesos autocomplacientes de la década en teoría brillante que duró entre 2001 y 2010. Explicar el origen primero de la debilidad actual puede ayudar al necesario diseño de una nueva política europea para España que permita gestionar mejor el amargo momento y orientar luego la actuación en el medio y largo plazo tras bastantes años de confusión.
Europeización, deseuropeización ¿y re-europeización?
Como se ha desarrollado en un trabajo anterior,[2] es necesario distinguir tres fases distintas en el desarrollo de las relaciones entre la UE y España: (1) los 15 años que van desde la adhesión hasta la plena convergencia con Europa; (2) la primera década del siglo XXI, cuando se siguen recogiendo dividendos del éxito pero se deja de invertir en el proceso de integración; y (3) la actual etapa iniciada en 2010, en que España vuelve a reconocer la trascendencia del factor europeo pero sin sobreponerse a su confusión estratégica anterior.
En el período dorado de la europeización (1986-2000), España se comporta como un alumno virtuoso en la recepción de las distintas políticas europeas y, a partir de los 90, comenzó a obtener partido de esa buena conducta con logros importantes en fondos de cohesión, ciudadanía y acción exterior en el Mediterráneo y América Latina. Por usar la terminología de Tanja Börzel, la europeización en el ámbito de la adaptación (downloading) se proyecta también en la esfera de la influencia (uploading). Y, como corolario, muchos españoles van a ocupar puestos importantes: varias veces la presidencia del Parlamento Europeo, el primer alto representante para la PESC y presencia indiscutida en el comité ejecutivo del BCE. En 2001 se alcanzó la plenitud de esa primera etapa: se firmó el Tratado de Niza –que animó a España a pensar que había alcanzado estatus de país grande–, se produjeron los atentados del 11-S –que contribuyeron a fomentar esa ilusión de nueva potencia que puede incluso aspirar a una special relationship con Washington– y en el último día de ese año desapareció la peseta.
La década posterior (2001-2010) va a estar en cambio marcada por un proceso lento pero nítido de deseuropeización. Habiendo alcanzado el objetivo de convergencia política, económica, social y diplomática con el corazón del continente que se había marcado en la transición (o, si se quiere, desde Ortega y Gasset), el país no va a renovar su estrategia europea que estaba ya completa y, por tanto, agotada. Al contrario, entró en una espiral de desorientación que se tradujo en las tres grandes dimensiones de la integración europea: la económica, la institucional y la de la política exterior. En lo económico la mejora de competitividad que había guiado el período anterior deja de ser ahora tan importante y el gobierno apenas va a dedicar atención retórica a la llamada Agenda de Lisboa de reformas estructurales. El acceso al crédito fácil y la burbuja inmobiliaria –paradójicamente fomentada tras la introducción del euro que en teoría iba a profundizar una economía a escala europea– reorientaron el crecimiento hacia la fuerte demanda interna y un sector de poco valor añadido, abriendo una brecha cada vez mayor en la productividad y la balanza de pagos.
También tiene España el paso cambiado en el terreno institucional: poco hábiles para entender la resiliencia del eje franco-alemán o los efectos de la gran ampliación, el último Aznar bloqueó de forma antipática la Constitución Europea mientras el primer Zapatero –que se precipitó en rectificarle y apoyó con aparente entusiasmo un tratado que nunca vio la luz– viajó luego siempre a los consejos europeos con imprudente desgana. Finalmente, también en política exterior se va a producir ese enfriamiento gradual: ni las tropas en Perejil e Irak, ni la Alianza de Civilizaciones y el boicoteo a Kosovo acercaban la diplomacia española a Bruselas.
En mayo de 2010 arrancó la última fase que está a punto de cumplir su tercer año y que puede denominarse de re-europeización súbita. Al igual que ocurrió en el período anterior, que también contempló un cambio de partido en 2004, sus rasgos principales no se han visto afectados por el relevo en el poder. El último año y medio de gobierno del PSOE y el primero del PP han resituado el proceso de integración en el centro absoluto de su programa. El problema es que, llegados a este punto, la posición política y económica de España en el seno de la UE se había debilitado tanto que apenas existe capacidad para moldear la toma de decisiones europea. Así, se ha debido aceptar una línea marcada por unos intereses concretos –fundamentalmente de Alemania– que no tienen por qué coincidir con los nacionales. En una situación de máxima vulnerabilidad, el país ha tenido que emprender reformas y ajustes dolorosos que, en algunos casos, resultarán perjudiciales no sólo a corto plazo.
Incluso en el tratamiento constitucional de las relaciones entre España y la UE se refleja esa evolución por fases. En 1978, aunque la adhesión aún no estaba garantizada, el europeísmo entusiasta de la transición aconsejó incluir el artículo 93 que permitía una futura transferencia de competencias soberanas. Más adelante, en la fase dorada de los años 90, la primera reforma constitucional va a estar marcada por una provisión del Tratado de Maastricht sobre la ciudadanía europea que había promovido una España por entonces capaz de moldear en parte la agenda. El intento de 2005 para recoger de forma explícita y solemne la pertenencia a la UE en la Constitución española –frustrado, entre otros motivos, por la subordinación de ese objetivo a cuestiones mucho más domésticas que entretenían a los dos grandes partidos durante los años de burbuja– es una excelente ilustración de la década de deseuropeización. Y, por fin, la atropellada reforma del artículo 135 que va a asociar exclusivamente el proceso de integración con la estabilidad presupuestaria –pero no con los demás valores y objetivos que implica la supranacionalidad para España– es la mejor metáfora del período actual en el que se vuelve a aceptar la necesidad de asumir en serio las decisiones tomadas en Europa pero se renuncia a influir en ella.
Cómo Bruselas impacta mucho en casa, sin que Madrid impacte apenas en Europa
La europeización tiene, por tanto, dos dimensiones: la capacidad de adaptación o “descarga” en el nivel interno de las políticas elaboradas en Bruselas, y la habilidad para “subir” las preferencias nacionales al proceso de toma de decisiones en la UE. En ese sentido, y siguiendo el retruécano de Mendeltje van Keulen, estar inmersos desde 2010 en una nueva fase donde se acepta que la agenda política vuelva a estar guiada fundamentalmente por prioridades europeas (how Europe hits home), no implica necesariamente un punto de inflexión paralelo para moldear mejor esas prioridades (how home hits Brussels).
Es verdad que, si aquí se sostiene que la causa principal de la pérdida de la influencia no descansa tanto en la pésima situación actual sino en un proceso gradual de ensimismamiento producido entre 2001 y 2010, la re-europeización en la que España está inmersa –aunque en este momento sea solo como decision taker– podría mostrar el camino para recuperar también capacidad moldeadora. Sin duda, es un paso adelante que el ministro de Asuntos Exteriores dedique ahora más atención a Berlín y Bruselas que a Gaza y Bagdad, que el ministro de Economía esté más preocupado por la unión fiscal que por liberalizar el suelo o que el presidente sea consciente de que también va a ser juzgado por su habilidad en el escenario europeo.
Pero todo eso sólo supone una premisa ni mucho menos suficiente. De hecho, resulta peligroso confundir ambos planos y proclamar sin base –ahondando además en el adanismo y el disenso entre los dos grandes partidos que tan perjudicial ha resultado– que se puede volver al corazón de Europa por un simple acto de voluntad del gobierno. Es verdad que ha habido algunos destellos exitosos, como la reciente negociación presupuestaria, y avances positivos cuando la posición española se ha beneficiado de alianzas con otros Estados (en el Consejo Europeo de junio de 2012) o de más sintonía con la Comisión y el BCE (igualmente desde el pasado verano). España está también participando, aunque no de modo muy activo, en algunas iniciativas colectivas para pensar el futuro institucional de Europa (como el G-11 impulsado por el alemán Guido Westerwelle) y su papel en el mundo (como la European Global Strategy promovida por el sueco Carl Bildt).
Hay que atreverse a mucho más. Sobre todo, ante la perspectiva de las negociaciones clave para conformar la Europa de después de la crisis. Se mida como se mida –tal y como se ha visto con la implementación truncada de la unión bancaria o con la cuestión no del todo anecdótica de la exclusión de españoles en los puestos de responsabilidad– España no está hoy bien situada para moldear la futura unión económica y monetaria (UEM) o la unión política y no parece capaz de liderar casi ningún desarrollo de la política exterior europea.
Elementos estratégicos para reforzar la capacidad moldeadora de España en la UE
No existe ninguna causa estructural que condene a España a ser poco relevante en Europa. Aun reconociendo el impacto que tiene la dinámica política Norte-Sur sobre esa pérdida de poder, la crisis no es la única causa que explica esa erosión y, de igual modo, existe un importante margen para revertirla. En realidad, España cuenta a priori con importantes ventajas comparativas que resultan envidiables para la mayor parte de los Estados miembros. No se trata solo de su peso institucional o su amplia presencia internacional, que es reflejo de su valiosa condición de quinto Estado en una UE atomizada en una treintena de miembros, sino de la combinación inteligente que puede hacerse de ese potencial cuantitativo con potenciadores cualitativos, como la proyección global a la que contribuye su lengua, su relativa estabilidad institucional y administrativa, el europeísmo convencido –casi intacto en sus elites y no demasiado deteriorado en su población– o la solidez de sus grandes partidos en las dos principales familias ideológicas del Parlamento Europeo.
En estos momentos es difícil reivindicar alguno de esos elementos, pero todos pueden ser entendidos como fortalezas si se articulan bien y se integran en una nueva estrategia de política europea que sustituya a la que está agotada desde 2001. Una estrategia que, como corresponde a algo que lleve ese nombre, renuncie al tacticismo, a los vaivenes programáticos y al enfoque reactivo. Aquí se apuntan 10 elementos que podrían ayudar a configurarla:
- Elaborar y defender una narrativa propia: el ánimo regeneracionista es sin duda mejor que la autoindulgencia, pero no por eso España debe dejar de tener su relato de la integración. Sobre todo si eso ayuda a equilibrar la rigidez intelectual con la que, por ejemplo, Alemania está afrontando la reforma de la UEM. La pérdida de competitividad y el endeudamiento son, en efecto, dos grandes causas que han agudizado hasta el extremo la crisis en España, pero también es cierto que un mal funcionamiento del euro y del BCE entre 2001 y 2012 constituyen el tercer factor sin el que no se entiende el drama actual. Bruselas y en parte Fráncfort han asumido ahora una visión más ecuánime, pero es necesario que España desarrolle más pedagogía sobre el reparto de culpas y sobre las externalidades injustas que también sufre por la conducta de algunos actores centrales que, sesgados hacia sus preocupaciones nacionales, ponen en riesgo el interés general de la UE tanto o más que la periferia.
- Identificar qué Europa conviene a España: la crisis demuestra que no cualquier senda que recorra la integración resulta positiva para España. Es necesario definir la que más interesa a un proyecto nacional –capaz de sobrevivir en lo sustancial a los cambios de gobierno– para saber hacia dónde hay que orientar la negociación. En los años 90 una UE exigente en lo económico (Mercado Interior y criterios de convergencia) y ambiciosa en la génesis de la PESC ayudó a aplicar la agenda modernizadora y abierta al mundo de los gobiernos españoles. Ahora, por ejemplo, una Europa más integrada que se tome en serio la competitividad y la Estrategia 2020 también puede reforzar la steering capacity de un Estado que quiere trasformar su modelo productivo.
- Acomodar el interés español en el general de la UE: una vez identificado el interés del Estado hay que encajarlo en la agenda general. La shaping capacity de un país miembro del tamaño de España, que puede hacerse oír pero no es suficientemente fuerte como para imponer sus propuestas, depende de su sintonía con la Comisión y el Parlamento. Los considerados fracasos de los últimos años (como el sistema de votación post-Niza y la patente) se han producido por no haber sabido asociar la visión española con la europea.
- Sacar partido de las fortalezas institucionales empujando a la federalización: el carácter mayoritario de la democracia española (dos grandes partidos, gobiernos monocolor y Cortes débiles) tiene indudables efectos negativos, pero también ventajas comparativas que hay que saber aprovechar. España, que es además un país europeísta dispuesto a compartir soberanía, gana en términos relativos cuando el Consejo Europeo, el Consejo, el Parlamento Europeo y la Comisión asumen poder. En cambio, sale perjudicada en una integración que descanse en puntos de veto nacionales como los parlamentos o los tribunales constitucionales.
- Preocuparse por la calidad de los representantes españoles: las energías empleadas en promover candidatos españoles a los altos cargos europeos podrían destinarse, sin riesgo de frustración, a mejorar la cualificación de los agentes que representan a España en el día a día y que son francamente mejorables. La elaboración de las candidaturas para las elecciones europeas de 2014 es una buena oportunidad para empezar. Mientras tanto, nada impide apoyar a los negociadores en el Consejo con más medios y mejores instrucciones.
- Coordinar, coordinar y coordinar: la posición que defiende España en la UE debe responder a un proyecto general –apoyado implícitamente por la gran mayoría social– y las prioridades que en él se contengan han de transmitirse luego en las políticas sectoriales. Para tal fin, es necesario reforzar los actores y foros horizontales que elaboran y monitorizan la política europea tanto en el seno del gobierno (órganos interministeriales, Secretaría de Estado y Representación Permanente) como entre éste y las comunidades autónomas (Conferencia de Asuntos Relacionados con la UE) y en Congreso y Senado (Comisión Mixta).
- Mimar las amistades: además de con la Comisión, hay que tejer alianzas con otros Estados a los que hay que cultivar con empatía, sobre todo en los momentos difíciles. Aznar hizo mal en descuidar el eje franco-alemán a partir de 2001, Rodríguez Zapatero también se equivocó abandonando a Polonia en 2004 y hay un error permanente en no haber conformado un eje férreo con Italia y Portugal con los que España comparte visión en el 95% de los dosieres. Con tanto aliado potencial, es imperdonable quedar aislados.
- Convertir fragilidades internas en fortalezas: cuando al Estado le faltan recursos o defiende una posición incómoda en algún asunto, puede hacer de la necesidad virtud con un discurso europeísta. Si, como ocurre ahora, debe recortar en cooperación o en gasto diplomático, no ha de esconderse apocado sino liderar el debate sobre la europeización de las políticas de desarrollo o el despliegue de un SEAE ambicioso. Otro ejemplo más concreto: si en Kosovo está en minoría y acomplejada por sus propias tensiones centrífugas, en vez de enrocarse y frustrar al resto, debe ayudar a resolver el contencioso reivindicando que España sabe gestionar las tensiones interterritoriales.
- Sapere aude: la política europea de España adolece de un déficit llamativo de prospectiva y de ideas propias. Hay que atreverse a generar pensamiento en el terreno de la gobernanza económica, la dinámica político-institucional y la acción exterior. En comparación con los demás Estados, los think-tanks dedicados a la integración son pocos y están mal dotados, no hay conexión con las universidades y apenas hay nada que merezca el nombre de policy unit en el gobierno o las Comunidades Autónomas ni de órgano de asesoramiento a los parlamentarios.
- No perder a la ciudadanía: en la situación de deslegitimación general de la política y de pérdida de confianza en Europa a consecuencia de la austeridad, resulta muy peligroso explotar la imagen de que Bruselas impone los recortes. Ya sea con el propósito de desviar la queja (blame shifting) o para sugerir que los ajustes se evitarían fuera de la UE, los discursos populistas no ayudan. El gobierno y la oposición han de interrogar a los ciudadanos tratándolos como adultos, explicar con sinceridad y transparencia las opciones que son viables, y adelantar las consecuencias de tomar una u otra alternativa. Pese a todo, hay margen y puede agrandarse siendo más activos en Europa; no más resentidos.
Estos 10 elementos, como corresponde a un decálogo, se pueden resumir en dos: pensar más en español pero actuar más en europeo. Aunque España no tiene pensado un modelo global de integración ajustado a sus preferencias estratégicas nacionales y genera pocas ideas por su cuenta, luego se comporta curiosamente de manera táctica y cortoplacista en muchos asuntos concretos en donde carece de actitud europea. Debe hacer justo lo contrario: no aceptar de forma acrítica el gran pensamiento que producen otros y, en cambio, actuar luego sin egoísmo persiguiendo activamente los objetivos que se hayan definido como europeos.
Conclusiones
Tras años de lenta deseuropeización –con una pérdida correlativa de su influencia en Bruselas– España no sólo ha de resituar en el núcleo de su proyecto nacional al proceso de integración sino también atreverse a coliderarlo. Contra lo que pueda parecer, la extrema dificultad por la que atraviesa el país no es la única ni tal vez la principal causa que le impide ejercer el protagonismo que podría corresponderle como Estado medio-grande y que, en cierto modo, disfrutó durante la década de los 90. Fue más bien la autocomplacencia generada por los años de crecimiento la que llevó a partir del cambio de siglo a que España desatendiera gradualmente a la UE como referente para su programa político, económico o de acción exterior.
La crisis de la deuda ha servido para que España termine por darse cuenta amargamente de la trascendencia que sigue teniendo el factor europeo en su destino. No obstante, aunque desde 2010 está demostrando que vuelve a ser decision-taker, no ha sabido convertirse además en decision-maker y ubicarse en la vanguardia de los debates sobre la nueva gobernanza del euro o los esfuerzos para convertir a la UE en un actor global. El ejemplo proporcionado por otros países con menos peso objetivo (como los Países Bajos, Polonia y Suecia) o que también han sido muy golpeados por la crisis (como la Italia de Monti e incluso Irlanda) demuestra que la autoridad de cada miembro se mide en realidad por su capacidad para pensar propuestas atractivas para toda Europa y para conformar alianzas con otros Estados y con las instituciones comunes.
La buena noticia es que si España se atreviera a dedicar más inteligencia y voluntad política al proceso de integración dispone de varias ventajas comparativas que le permitirían reposicionarse pronto como socio influyente. La mala es que, por el momento, no existen indicios claros de que se desee abandonar el perfil bajo y diseñar una estrategia proactiva para los próximos años. Si hay algo peor que tocar fondo es no saber qué hacer para volver a ascender.
[1] Este análisis fue publicado como artículo de la revista Política Exterior, nº 152, marzo/abril de 2013.
[2] I. Molina (2011), “¿Década perdida? La política europea de España 2002-11”, Política Exterior, nº 144, noviembre.