Tema: Tras los atentados de Bombay y la posible implicación en los mismos de grupos terroristas con base en Pakistán, las relaciones indo-paquistaníes han vuelto a la cuerda floja, poniendo en evidencia las graves diferencias existentes entre los dos países en un tema tan delicado como es el terrorismo.
Resumen: El análisis examina el clima de tensión surgido entre la India y Pakistán a raíz de la posible participación de grupos paquistaníes en los atentados de Bombay a finales de noviembre. Por un lado, se hace hincapié en que lo ocurrido en la capital financiera india es reflejo de una cierta vulnerabilidad del Estado indio y del poco consenso existente sobre el problema general del terrorismo en la región. Por otro, se señala que a pesar de la colaboración mostrada por el gobierno paquistaní, en este país persisten grandes dificultades para abordar la cuestión del terrorismo en relación a la India, en parte debido al frágil equilibrio interno de fuerzas pero también por la recurrente intención de Nueva Delhi de utilizar el tema como un arma política para presionar a Islamabad sobre Cachemira.
Análisis: La evolución de los acontecimientos en las relaciones indo-paquistaníes durante el mes de diciembre de 2008 guarda bastantes similitudes con los desarrollos que tuvieron lugar tras el ataque al Parlamento de Nueva Delhi el 13 de diciembre de 2001 por organizaciones terroristas con base en Pakistán. Al igual que en aquella ocasión, la línea dura de los políticos de Nueva Delhi también pidió esta vez un ataque selectivo a los campos de entrenamiento que aún persisten en la Cachemira paquistaní. El motivo no es otro que la implicación de grupos de ese país en la cadena de atentados que mantuvieron en vilo la ciudad de Bombay a finales del mes de noviembre y la negativa de Islamabad a realizar acciones contra estas organizaciones. El primer ministro indio, Manmohan Singh, adoptó inicialmente una actitud ciertamente contenida, aunque después también sucumbió a las amenazas de la diplomacia coercitiva con el objeto de exigir a Pakistán que extradite a los instigadores de la tragedia y a otros 20 individuos que la India ya había solicitado con anterioridad.
Como consecuencia, la guerra de palabras entre ambos gobiernos dio lugar a un movimiento de tropas en dirección a la frontera entre los dos países a mediados de diciembre, haciendo entender que se podría estar gestando una nueva crisis en la región. El escenario en Asia meridional en las últimas semanas se ha asemejado a la situación de tensión de finales de 2001, aunque sin el convulso trasfondo internacional de aquélla, que originó, como es sabido, el desencadenamiento de la última crisis indo-paquistaní. La diplomacia de EEUU y del Reino Unido se ha movido con rapidez para calmar los ánimos, a la vez que ha pedido a Pakistán que colabore. En los últimos días, las declaraciones de principios de Nueva Delhi e Islamabad han dado paso a mensajes más conciliadores. No obstante, el problema de fondo, la falta de cooperación en materia antiterrorista y el empleo del terrorismo como un instrumento político para otros fines (para culpar al vecino, para ocultar una política fallida, etc.), sigue vigente.
Cualquier observador no muy avezado de la región conocía que un gran atentado podía dar al traste con el proceso de diálogo iniciado por la India y Pakistán en 2004. Sin embargo, en los últimos años ha habido otras tragedias y a pesar de ello los dos gobiernos han seguido adelante en la tarea de resolver sus disputas pendientes y normalizar las relaciones bilaterales. Por ejemplo, los atentados del 11 de julio de 2006 en Bombay, atribuidos a una colaboración de Laskhar-e-Toiba y la organización india SIMI (Students’ Islamic Movement of India), se cobraron la vida de unas 200 personas. Las explosiones ocurridas el 19 de febrero de 2007 en el tren Samjhauta Express, que unía Nueva Delhi con la frontera paquistaní de Wagah, causaron 67 muertos, la mayoría de ellos paquistaníes. Y ello sin contar con los diferentes atentados en la Cachemira india con el objeto de sabotear el proceso de diálogo. ¿Qué es diferente esta vez?
La actual guerra retórica que se ha desencadenado entre los dos gobiernos –eso sí, más discreta en el tono que en ocasiones anteriores y alternada con guiños al consenso– intenta ocultar la cuestión de fondo: la falta de una confianza mutua ante un tema capaz de alterar la relación entre los dos Estados. Y es que tanto Nueva Delhi como Islamabad siguen viendo el problema en el tejado vecino.
Los atentados de Bombay del 26 de noviembre de 2008 y el papel del gobierno indio
Es bien sabido que la India es un Estado muy vulnerable al fenómeno terrorista –asociado a cuestiones separatistas, a grupos de extrema izquierda o al extremismo religioso hindú e islamista–, en gran medida facilitado por la porosidad de las fronteras en la región. Tal porosidad hace que algunos de estos grupos se muevan de un país a otro con relativa facilidad y con la connivencia de los servicios secretos. Dicha actividad no sólo es evidente entre la India y Pakistán, sino también entre la India y Bangladesh. La ausencia de tratados de extradición entre esos países y la prácticamente nula cooperación en materia antiterrorista hacen posible que estas bandas criminales sigan gozando de una gran impunidad. Algunos instrumentos, como la SAARC Regional Convention on Supression of Terrorism, no han servido para cambiar esta situación, puesto que se remiten en gran medida a la firma de acuerdos bilaterales y a la voluntad de cada Estado. En ese sentido, conviene señalar que la India ha insistido sin éxito en concluir tratados de extradición con sus vecinos, especialmente con Pakistán. No obstante, parte del problema reside en que el terrorismo sigue siendo utilizado como un arma política de enfrentamiento en Asia meridional, en vez de ser considerado como un fenómeno con una gran capacidad para minar la seguridad interna de los Estados de la región.
Tras los trágicos eventos ocurridos en Bombay a finales de noviembre, el gobierno indio se apresuró a culpar una vez más (aunque finalmente con pruebas) a elementos hostiles en el país vecino. Inicialmente, las acusaciones de Manmohan Singh fueron cautelosas, pero crecieron en intensidad durante los días sucesivos, probablemente con la intención de conseguir mayor respaldo internacional para presionar a Pakistán. De hecho, en este sentido, la India ha logrado que el centro de interés se dirija hacia la “mano paquistaní” en los atentados y no tanto hacia la inoperancia y la serie de fallos en la seguridad interna que se han producido. Ciertamente, lo ocurrido en Bombay quizá podría haber sucedido igualmente en otra ciudad más segura, como una capital europea. Sin embargo, lo que más llama la atención es la facilidad con que se ha vuelto a repetir una escena semejante en el mismo lugar en el que dos años atrás (el 11 de junio de 2006) hubo una cifra similar de muertos y en una ciudad que ha padecido otras tragedias, como la acontecida en 1993, que causó más de 250 víctimas.
El gobierno indio ha reconocido algunos errores, mediante la dimisión a finales de noviembre del ministro del Interior Shivraj Patil y del consejero de Seguridad Nacional M.K. Narayanan. También, en menos de un mes, ha aprobado una serie de medidas para combatir el terrorismo, como un endurecimiento de las leyes, el incremento de la vigilancia en las fronteras y la creación de una Agencia Nacional Antiterrorista. Sin embargo, el principal problema sigue siendo la falta de recursos y de coordinación policial, tal como se ha evidenciado en Bombay.
La reacción de Pakistán a los atentados
Pakistán, como viene haciendo en los últimos años, ha condenado los atentados ocurridos en la capital comercial y financiera india. No obstante, la condena paquistaní no hubiera tenido mayor repercusión de no ser por el anuncio del compromiso del gobierno de Gilani de colaboración con su vecino indio, que se plasmó en hechos. Pocos días después de la masacre, Pakistán ofreció el envío de un alto cargo de los servicios secretos para participar en la investigación y, a partir del 7 de diciembre, las fuerzas de seguridad de este país lanzaron una ofensiva contra miembros de Laskhar-e-Toiba (organización ilegalizada en enero de 2002) y la que era conocida como su sucesora, Jamaat-ud-Dawa, en la Cachemira paquistaní. Laskhar-e-Toiba había sido ilegalizada por Musharraf en enero de 2002, en plena crisis con India. El resultado fue que su líder, Hafiz Mohammad Saeed, creó la Jamaat, que actuaba con total impunidad básicamente como una organización benéfica.
La acción de las fuerzas de seguridad paquistaníes se adelantó a la inminente inclusión de la Jamaat-ud-Dawa en la lista de organizaciones terroristas, que fue adoptada el 10 de diciembre por el Comité de Sanciones contra los Talibán y al-Qaeda del Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas. Pakistán también detuvo a Zakir-ur-Rehman Lakhvi, presunto instigador de los atentados, y puso bajo arresto domiciliario a Masood Azhar, el ideólogo de Yaish-e-Muhammad. Esta inicial y rápida cooperación de Islamabad resultó significativa, aunque hay que enmarcarla en el profundo impacto mediático que tuvo la tragedia y la consiguiente presión internacional sobre Pakistán para que actuase, en la que destacó la de EEUU.
A pesar de este buen comienzo, las medidas adoptadas por Pakistán no han sido suficientes para Nueva Delhi, que ha exigido la extradición de los detenidos. La negativa paquistaní a hacerlo provocó a mediados de mes un aumento de la tensión en la región, en el cual Pakistán, en una medida puramente táctica, movilizó sus fronteras hacia la parte oriental con el objeto de “hacer frente a una posible amenaza india”. Islamabad empleó la única baza que tiene a mano para hacer alterar la posición de la comunidad internacional: el traslado de tropas desde la zona occidental a la oriental. La razón es que éste puede tener consecuencias negativas para la lucha contra los talibán y miembros de al-Qaeda. Aunque la cooperación paquistaní en la lucha contra los talibán ha sido ampliamente cuestionada, sería preocupante que Pakistán buscara reorientar el diálogo con estos grupos, tal como parece considerarse desde varios ámbitos nacionales. No obstante, la reacción de Pakistán también deja entrever el frágil equilibrio interno, en particular entre el poder militar y el débil gobierno civil.
El problema de las extradiciones de los sospechosos
En principio, en las circunstancias actuales, parece poco probable que Pakistán acceda a la extradición de sus nacionales a la India. Esta posibilidad rompería la actual unidad de las fuerzas políticas del país en torno al gobierno en el caso de Bombay. Pakistán puede admitir la culpabilidad de sus nacionales en la masacre, y acceder a que éstos sean juzgados por ello en el país, pero otra cuestión bien diferente es permitir que sean extraditados a la India para ser juzgados allí. Se trata de un aspecto con una profunda dimensión ideológica –pues la India sigue siendo el principal enemigo del Estado paquistaní–, pero también tiene que ver con la percepción interna y las ambigüedades existentes en torno al fenómeno terrorista, su instrumentalización política y la cuestión del extremismo religioso en Pakistán. Aunque Islamabad no puso reparos (cabe preguntarse si hubiera podido ponerlos) para entregar a los paquistaníes supuestamente implicados en los atentados del 11-S a las autoridades estadounidenses (sin las mínimas garantías judiciales), las condiciones son diferentes en el caso de la India. Nueva Delhi pide actuar sobre individuos vinculados a grupos como Yaish-e-Muhammad o Lashkar-e-Toiba, que son también los principales responsables de la actividad violenta en la Cachemira india, y eso ya tiene que ver con la política oficial del Estado paquistaní hacia esa región.
Se trata de un arma de doble filo. Si el giro del anterior régimen de Musharraf hacia los talibán generó en su día significativas disensiones internas, la cuestión de Cachemira y los cambios sobre la política paquistaní hacia esa zona sigue constituyendo un tema muy delicado, especialmente para un gobierno civil débil. No cabe duda de que los atentados de Bombay no deben relacionarse con la lucha de Cachemira (pues el objetivo era otro) pero lo cierto es que las autoridades paquistaníes fueron a buscar a los presuntos culpables a Muzaffarabad, y no a las áreas tribales fronterizas con Afganistán. En otras palabras, el terrorismo asociado a formaciones que operan en la Cachemira india y aquel que emana de los grupos talibán, radicales religiosos o miembros de al-Qaeda, aunque estén relacionados, son medidos con diferente rasero por parte de Islamabad.
En reiteradas ocasiones la India ha solicitado a Pakistán, con nulo éxito, la extradición de una serie de individuos acusados de perpetrar atentados terroristas en su territorio. La mayor parte de ellos están vinculados a grupos que operan en Cachemira, pero también hay jefes mafiosos, como es el caso del ciudadano indio Dawood Ibrahim (responsable de haber planificado los atentados de Bombay en 1993), que ha estado involucrado en las tensiones hindúes-musulmanas. La negativa paquistaní, como se ha señalado, se debe a un aspecto de estrategia política, pero en el cual subyace un elemento religioso no exento de valor. Si Pakistán accediera a las peticiones de la India, además de las críticas internas que ello supondría (incluyendo la posible actitud de los militares), resultaría probable que Nueva Delhi optara entonces por elevar sus exigencias y que la concesión, de algún modo, podría ser vista como una asunción de culpabilidad. Por otro lado, están las discrepancias mutuas sobre lo que se considera terrorismo y lo que Pakistán puede entender como organizaciones caritativas, tal es el caso de Jamaat-ud-Dawa.
Por tanto, teniendo en cuenta que esta amenaza es, junto con la cuestión de Cachemira y el problema nuclear, uno de los temas claves en la rivalidad actual entre los dos países, se hace necesario llegar a principios de acuerdos que impliquen un acercamiento hacia una visión conjunta de la definición y alcance del problema. Se trata de una tarea sumamente compleja y en la que la India debe poner especial tacto en no arrinconar a las fuerzas políticas paquistaníes más sensibles al problema, como es el caso del actual gobierno. A principios de octubre de 2008, el propio presidente paquistaní, Alí Asif Zardari, en un gesto sin precedentes de la cúpula política de su país, calificaba a los guerrilleros cachemires de “terroristas”. Si bien el presidente se refería a un tema concreto de las relaciones indo-paquistaníes, estaba revisando un aspecto clave de las mismas.
Pakistán y el problema del terrorismo dirigido hacia la India
A Pakistán siempre se le acusa de no hacer lo suficiente para atajar el problema terrorista en su territorio. No obstante, esto se refiere sobre todo a su condición de Estado “emisor” de terroristas hacia terceros países, y no tanto al hecho de que los paquistaníes también son las principales víctimas de esa lacra. Incluso cuando se acaba de cumplir un año del magnicidio de la ex-primera ministra Benazir Bhutto, a pocos les sorprende la inacción del gobierno presidido por su viudo para encontrar a los responsables.
Por ello, a la vista de los acontecimientos, más que seguir insistiendo en lo que puede calificarse de suficiente –es decir, en el umbral a partir del cual otros Estados se muestren satisfechos con las acciones de Pakistán en materia antiterrorista–, debería optarse por buscar alternativas para favorecer una mayor implicación de ese país. Esto no se puede hacer ni con amenazas a la soberanía territorial ni tampoco con una simple presión externa, sino a través de la colaboración con las distintas fuerzas paquistaníes. No hay que olvidar que en Islamabad ahora hay un gobierno civil frágil, con un margen limitado para hacer concesiones, ya que sus gestos y movimientos hacia la India son escrutados de cerca por la institución militar.
Si la India se persona en la causa de los detenidos en Pakistán y accede a una investigación conjunta de los hechos, además de dar un voto de confianza al gobierno de ese país (al poder civil), puede conseguir más que si se limita a reiterar sus amenazas tradicionales, esperando inútilmente que su vecino cambie de actitud, o pidiendo a un tercero que presione para que Pakistán modifique su postura. También puede lograr mayor comprensión de la sociedad paquistaní hacia el problema del terrorismo que padece, dado que éste es un asunto que necesariamente debe cambiar en los dos países. No en vano, en los días posteriores a la tragedia de Bombay, mientras el gobierno de Islamabad cuestionaba las acusaciones de Nueva Delhi, los propios medios de comunicación nacionales, como la cadena privada Geo, corroboraban la identidad paquistaní del único terrorista detenido, Mohammad Ajmal Amir. Sin duda, con este gesto, también se estaba cuestionando una complicidad que hasta ahora ha sido muy dañina para Pakistán.
Conclusiones: Los últimos atentados en Bombay permiten constatar una vez más que existen grandes diferencias en torno al problema del terrorismo por parte de la India y de Pakistán, independientemente de la capacidad de esa amenaza para subvertir la estabilidad interna en los dos países. Además, la evolución de las relaciones indo-paquistaníes tras la masacre hace patente que el proceso de diálogo iniciado por los dos países en 2004 ha sido muy precario, pues al no buscar acuerdos sobre los temas centrales (el terrorismo, Cachemira y la cuestión nuclear), el desarrollo de una crisis se hace en los mismos términos (de enfrentamiento retórico y acusaciones) que con anterioridad al inicio del diálogo.
No obstante, a pesar de las diferencias, se observan algunos gestos de cambio, especialmente por parte del gobierno paquistaní, que está comenzando a reevaluar el problema terrorista, especialmente en lo que concierne a la India y, de manera más concreta, a la cuestión de Cachemira. La presión internacional también ha dado sus frutos para favorecer la colaboración de Pakistán. La India también debería practicar una mayor autocrítica para mejorar su seguridad interna e impedir que lo que ocurrido en Bombay vuelva a repetirse.
Antía Mato Bouzas
Investigadora del Zentrum Moderner Orient (ZMO), Berlín