Del ayer al hoy, ¿qué hay entre España y Filipinas? (ARI)

Del ayer al hoy, ¿qué hay entre España y Filipinas? (ARI)

Tema: Pocas veces una relación entre dos países ha estado tan condicionada por la historia como en el caso de España y Filipinas. Pensemos, pues, en cómo la estela de la historia puede influir en nuestro presente.

Resumen: En este ARI se presenta una reflexión sobre las relaciones entre España y Filipinas, planteada desde la historia y desarrollada a través de tres preguntas: (1) ¿qué fue Filipinas para España?; (2) ¿qué significó España para Filipinas?; y (3) hoy en día, ¿qué podemos hacer en común?, ¿qué nos une, qué nos separa? El objeto de este análisis es reivindicar los 300 años que compartimos ambos países y conseguir que esos vínculos, hoy en día, nos sirvan para potenciar unas mejores relaciones de futuro.

Análisis

¿Qué fue Filipinas para España?
Una vez llegados los españoles a Filipinas, tras el descubrimiento de Fernando de Magallanes en 1521, y el proceso de colonización iniciado por Miguel López de Legazpi en 1565, en un primer momento se pensó que el archipiélago podría convertirse en la base española que, desde el Pacífico, les permitiera adentrarse en la ruta de las especias. Los españoles tenían vedado el camino hacia la India y las ricas islas de las especias a través del Índico, que estaba bajo control portugués, según el acuerdo de reparto del mundo firmado por las dos Coronas en el Tratado de Tordesillas, matizado posteriormente por el Tratado de Zaragoza. Los españoles pensaron que en Filipinas habían encontrado, al fin, su puerta hacia Asia, y que desde este archipiélago podrían adentrarse en la ruta de las especias y en los mercados asiáticos. Creyeron también que se convertiría en la plataforma para la deseada evangelización de Asia, e incluso para una hipotética conquista de China, que imaginaron posible y que incluso intentaron a través de varias expediciones.

Cuando se comprendió que esas empresas de proyección asiática eran irrealizables, se decidió permanecer en las islas por su significación estratégica frente a Asia y las rutas que venían del Índico. El archipiélago filipino podía convertirse en la frontera defensiva que protegiera la retaguardia del Imperio y también en el nexo que articulara ambos mundos. Empezaba así la etapa de las Filipinas transpacíficas y las islas se transformaban en el vínculo que unía Asia con América. Un puente que, si hasta entonces había estado cubierto de especias, pronto se revestiría de plata.

Desde esos planteamientos, se decidió que Filipinas se integrara en la Monarquía hispánica, como un territorio más de la Corona. Quedó vinculado administrativamente al virreinato mexicano de Nueva España, y se desarrolló un sistema colonial basado en la ocupación y la evangelización, caracterizado por una administración mínima, compuesta por militares, funcionarios y órdenes religiosas, que necesitaba pocos efectivos porque delegaba buena parte de sus funciones en los encomenderos, los religiosos y las autoridades indígenas filipinas. Se convirtió a Filipinas en un territorio explotado mediante encomiendas, tributos a la población, trabajo personal obligatorio y una agricultura basada en el cultivo del arroz por irrigación. Estos recursos se completaban con el situado, una ayuda financiera enviada desde Nueva España, a fin de asegurar el sustento de la colonia.

En ese marco se mantuvieron las estructuras prehispánicas para la organización interior de las islas, ya que eran los datos tradicionales o los cabezas de barangay quienes ejercían el gobierno sobre la población local, quienes organizaban el trabajo y las actividades económicas, y quienes recaudaban el tributo, lo cual favoreció la pervivencia de los modos de vida tradicionales filipinos.

En la última década del siglo XVI, en torno a 1590, se observó en Filipinas un descenso de la producción agraria, debido en parte a la disminución de la mano de obra por la movilización de campesinos con fines militares, y también a que en esos años se permitió que el tributo se pagara en dinero y no en especie. Esa situación favoreció la entrada de productos alimentarios chinos. Junto a los productos del campo, llegaron de China y de otros puertos asiáticos bienes muy apreciados en los mercados europeos y americanos: sedas, lacas y porcelanas chinas; muebles y ornamentos de Japón; pimienta, clavo, nuez moscada y otras especias de Sumatra y el Maluco; piedras preciosas de la India; y algodones de Bengala. Los españoles se dieron cuenta de que esos eran los productos que interesaba llevar de vuelta en los galeones que venían de Nueva España a Filipinas.

Ello provocó un nuevo y trascendental cambio. La economía filipina pasó de ser una economía agraria de subsistencia a convertirse en una economía de intermediación entre Asia, América y Europa. Una economía orientada hacia el comercio de un galeón que unía Manila y Acapulco, como las dos bases fundamentales a través de las cuales se canalizarían los intercambios, llevando productos asiáticos desde Manila hacia Nueva España, y desde allí al resto del mundo, y trayendo plata americana a Asia, plata que se convirtió en el valor de trueque y en un elemento básico para la economía china. Manila se transformó así, durante más de dos siglos, en una etapa esencial de esa vía comercial y adquirió una significación muy concreta como puerta y puente para el comercio con Asia.

A fines del siglo XVIII, cuando el tráfico del Galeón perdió importancia y las nuevas circunstancias internacionales aconsejaron reforzar las defensas de Filipinas frente a las ambiciones británicas –recordemos que en 1762 los ingleses ocuparon Manila–, España se vio obligada a transformar los presupuestos del sistema colonial, tratando de fortalecer los mecanismos de gobierno, de reforzar la defensa del archipiélago y de aprovechar los beneficios que las islas ofrecían por sí mismas. Se reforzó el control del gobernador general sobre las islas, a fin de acabar con la delegación de poderes a los encomenderos, los alcaldes mayores y las órdenes religiosas. Se fomentó la colonización interior del archipiélago, creando nuevas instituciones que potenciaban el control de la población, la organización del trabajo y el cobro de los impuestos. Se aumentaron los tributos y el número de tributarios. Se activó, por primera vez, el comercio directo entre Filipinas y España. Y, sobre todo, se decidió establecer estancos sobre el tabaco y los alcoholes de nipa y coco, que durante años produjeron importantes beneficios y fueron los principales soportes económicos de la administración colonial desde mediados del siglo XVIII hasta los años 70 del siglo XIX.

El buen funcionamiento de un modelo de gobierno fuerte y centralizado, la organización de los estancos y la completa recaudación de los tributos requerían imperativamente un mayor control del territorio y, en consecuencia, un aparato más complejo que el desarrollado hasta ese momento. En ese contexto, se lanzó una potente ofensiva colonizadora hacia el interior del país. Ello implicó pasar de un sistema de gobierno laxo, que no exigía el control directo de las provincias, ni de sus habitantes, más allá del cobro del tributo y del respeto a unas obligaciones de las que se responsabilizaban las principalías indígenas, a un nuevo modelo en el cual era indispensable el dominio del territorio, de la población y de sus actividades. Dominio, o control, que debían ejercer, ya no las elites locales, sino funcionarios españoles. Ello obligó a desarrollar una administración provincial con un radio de acción mucho más amplio, provista de mecanismos más poderosos y de mayor impacto sobre la población.

Esa reorganización del poder colonial implicó un acercamiento del núcleo colonial de Manila hacia el mundo campesino de las provincias, lo cual fue una auténtica revolución en la estructura política, social y económica de Filipinas. Precisamente por ello, provocó grandes resistencias en el mundo colonial, donde las instituciones y las personas, que antes ejercían un mayor poder, se revolvieron contra las nuevas directrices y las nuevas estructuras. Se generaron resistencias también ante los muchos cambios que todo eso provocó en los tradicionales modos de vida y organización de los filipinos. El mundo filipino se manifestó en contra de un mayor control administrativo y de las nuevas exigencias tributarias y hacendísticas.

Sin embargo, las reformas borbónicas acometidas a fines del siglo XVIII permitieron afrontar con todo éxito una coyuntura muy delicada. Cuando, pocos años después, se independizaron las colonias americanas –lo cual implicó el fin de la vinculación de Filipinas a Nueva España, la interrupción del Galeón de Manila y la supresión de la ayuda financiera de los situados–, en Filipinas existía un sistema político y económico saneado, que posibilitaba la continuidad y garantizaba la gobernabilidad y la autofinanciación del archipiélago. Ello permitió que la relación entre España y Filipinas sobreviviera a la quiebra del Imperio americano y se mantuviera 100 años más.

A partir de las primeras décadas del siglo XIX, los estancos sobre el tabaco y los alcoholes indígenas y el cobro de tributos fueron complementados por la apertura de los puertos filipinos al exterior y el impulso al comercio internacional. Ese momento coincidió con una demanda internacional de productos que el archipiélago podía ofrecer, como el abacá, el azúcar, el tabaco, el café, el añil y el arroz. Paulatinamente, a lo largo del siglo XIX, la economía filipina abandonó el sistema de monopolios sobre productos estancados para orientarse cada vez más hacia el desarrollo de una economía exportadora. El impulso del comercio, la creación de empresas y el aumento de las inversiones en el archipiélago crecieron especialmente a partir de 1880. Varios factores contribuyeron a ello: (1) el auge del interés internacional por éste área multiplicó la implicación de las grandes potencias en Filipinas; (2) la apertura del canal de Suez y la extensión de los barcos de vapor facilitaron las comunicaciones entre Europa y Asia; (3) la crisis cubana reorientó capitales e intereses coloniales españoles hacia Filipinas; y (4) la adopción generalizada de políticas proteccionistas impulsó la búsqueda de mercados protegidos, como podía ser Filipinas para España.

De acuerdo con esas nuevas orientaciones, en las últimas décadas de administración española fueron las rentas de aduanas y nuevos tributos –como la cédula personal, los impuestos sobre actividades urbanas y comerciales, o un gravamen sobre utilidades que se pagaba por tributación directa– los que permitieron el mantenimiento de la colonia. La reafirmación del interés económico por Filipinas estuvo acompañada por una reactivación del interés gubernamental, que se tradujo en nuevos esfuerzos encaminados a mejorar la administración de las islas.

El problema fue que ese proceso de modernización de la administración y de la economía fue aplicado con un criterio muy restrictivo por las autoridades coloniales, por temor a que alentara las corrientes independentistas. Los esfuerzos se encaminaron a reforzar los mecanismos de dominio colonial y a mantener el statu quo frente a cualquier reclamación de los filipinos, lo cual ciertamente permitió que España reafirmara su posición como metrópoli. Sin embargo, se quiso mantener a los filipinos lo más fuera posible de las estructuras del poder político y económico, encargados sólo de determinadas tareas de la administración local, y eso tuvo un alto precio en las décadas siguientes.

No se supo adaptar la política colonial a los nuevos tiempos, justo en el momento preciso, cuando en Filipinas se estaban afirmando nuevos sectores que todavía no reclamaban la independencia, sino simplemente la introducción de reformas dentro del marco colonial; reformas que permitieran una participación más activa en la vida política del archipiélago, representación en Cortes y una mayor equiparación de derechos entre filipinos y peninsulares. El gobierno español no fue capaz de reconocer que, a lo largo del siglo XIX, se habían producido una serie de transformaciones fundamentales dentro de la sociedad filipina. Se habían afirmado unas elites formadas por grupos ilustrados, que se habían educado en universidades filipinas, europeas y americanas, y por grupos económicos autóctonos que controlaban el desarrollo económico de distintas islas y regiones. Esas elites, apoyadas por sectores con una base popular más amplia, que abarcaba desde campesinos descontentos, a nuevas clases urbanas, pasando por el clero secular filipino, comenzaron a adquirir nuevos papeles y a protagonizar episodios fundamentales en el proceso de afirmación nacional. Se dio, pues, la paradoja de que cuando en España, en la Península, se estaba consolidando un Estado liberal, ese mismo Estado no concedió a los filipinos ninguna de las mejores características que definían el liberalismo. Exceptuando unos breves períodos en los cuales se logró la reclamada incorporación de diputados filipinos a las Cortes españolas, se decidió que Filipinas se gobernara a través de unas Leyes Especiales que limitaban los derechos y capacidades de sus habitantes. Ello provocaría una quiebra fundamental en la relación entre españoles y filipinos. Tampoco supo, o pudo, nunca, la metrópoli convertirse en el mercado preferencial de las exportaciones filipinas, con lo cual las burguesías de negocios filipinas entablaron sus relaciones comerciales con británicos, norteamericanos y alemanes, en vez de con españoles. Ello contribuyó también a aumentar el desequilibrio existente entre los intereses españoles y los filipinos.

En esa tesitura, la administración colonial chocó con dos procesos incompatibles con las posiciones españolas: por un lado un movimiento de afirmación nacional filipino, que fue radicalizando sus posiciones hasta la lucha por la independencia como única fórmula posible para conseguir sus aspiraciones; y por otro, la ambición expansionista norteamericana sobre este ámbito, en el que deseaba reafirmar su posición sobre el Pacífico e iniciar su penetración en Asia. A resultas de ambos procesos, en 1898, tras la revolución filipina iniciada en 1896, y después del efecto letal de la guerra hispano-norteamericana en Filipinas, el gobierno español tuvo que renunciar a su soberanía sobre estas islas y poner fin a más de tres siglos de relación colonial.

¿Qué significó España para Filipinas?
Preguntémonos ahora, ¿qué fue España para Filipinas?, ¿qué le aportó?, ¿qué ha quedado de España en Filipinas? En primer lugar, no podemos olvidar que España y Filipinas fueron metrópoli y colonia, y por tanto tuvieron 300 años de historia compartida. Esa relación, aunque no siempre fuera deseada por ambas partes, ha dejado un legado positivo en varios campos.

A través de la incorporación a la estructura del Imperio español, Filipinas adquirió una dimensión americana de la cual carecía, y se incorporó a un comercio transpacífico, regularizado por primera vez, en un primer ensayo de triangulación entre Asia, América y Europa, que favoreció la monetarización económica de Filipinas y posibilitó la incorporación de las islas a la economía mundial.

España dejó también en Filipinas la religión católica, cuya influencia permanece hoy en día viva y vigorosa en el archipiélago.

De igual forma, España contribuyó al desarrollo cultural y educativo de Filipinas. Una faceta básica, e incluso prioritaria, de la administración colonial española era la organización de la educación. En los pueblos y aldeas en que se establecieron los españoles, crearon siempre una escuela para niños y para niñas, y una escuela para adultos. La pena fue que en esas escuelas nunca se enseñara castellano, lo cual ha impedido que quedara el legado de la lengua a nivel mayoritario, de la misma manera que ha permanecido el inglés americano. Los españoles fundaron también en Filipinas la primera universidad de Asia, el Colegio de Santo Tomás, gracias al cual se pudo forjar una elite ilustrada filipina, que fue fundamental en la forja de la nación filipina.

España participó, además, en la transformación de la economía filipina en una economía agroexportadora ligada a productos tropicales. Empresas como la Compañía General de Tabacos de Filipinas, la cervecera San Miguel, la azucarera La Carlota y el enraizamiento de la piña en Filipinas, que tan excelentes frutos ha dado, como se tuvo ocasión de comprobar recientemente en Madrid en una espléndida exposición sobre el tejido de la piña, todos estos son sectores estrechamente ligados a la relación hispano-filipina.

La relación entre España y Filipinas dejó otros posos más intangibles, pero igualmente importantes. Un legado relevante fue la creación de una identidad nacional única. Antes de la llegada de los españoles, Filipinas era un archipiélago de islas independientes en las que habitaban distintos pueblos, regidos por datos y por sultanes, formando diversos grupos tribales, tribales, étnicos o lingüísticos, cuyos territorios estaban limitados por fronteras naturales como el mar, los ríos o las cordilleras montañosas. La administración colonial quiso unirles a todos en un mismo conjunto que tuviera las mismas leyes y la misma organización, aunque probablemente fuera el proceso de afirmación nacional contra los colonizadores lo que proporcionó a los filipinos el lazo definitivo que coligó a pueblos y sectores tan diversos dentro de unas Filipinas unidas.

Una identidad nacional única, unida, pero de raíces múltiples, pues los filipinos pueden enorgullecerse de tener influencias malayas, chinas, japonesas, de las islas del Pacífico o del mundo islámico, pero también poseen unas raíces judeocristianas y grecorromanas que les trasmitieron los españoles.

Quizá porque en el fondo casi todos los pueblos somos el cruce de varias culturas, hoy en día el español que viaja a Filipinas se encuentra con elementos que también son profundamente suyos. Con costumbres, palabras, apellidos, objetos, paisajes, arquitecturas, comidas y sentimientos compartidos.

Hoy en día, ¿qué podemos hacer?
Desde nuestra posición actual, desde lo que somos hoy en día, ¿qué podemos hacer? Depende de nosotros, de nuestra voluntad. Podemos ignorarnos y actuar como dos sociedades ajenas. O podemos utilizar los lazos que nos unen para ayudarnos mutuamente en nuestro desarrollo interno y en la escena internacional. Aprovechar nuestras ventajas respectivas para resolver juntos problemas de ambas sociedades que quizá tengan más elementos comunes de lo que pensamos.

En el mundo internacional nos puede interesar marchar unidos para multiplicar nuestra proyección y sumar fuerzas en las grandes organizaciones internacionales. Aprovechar la colaboración española para facilitar y aumentar la proyección filipina en Europa y en América Latina. Utilizar la cooperación filipina a fin de allanar, simplificar y ampliar la influencia española en Asia y en el Pacífico.

En el terreno de la política, somos dos democracias asentadas, con el problema, pero también con la riqueza, de contar con regiones, provincias o comunidades autónomas con identidades muy definidas y bien diferenciadas, que reclaman un reconocimiento y un respeto a su singularidad y una mayor autonomía política. Ambos países debemos resolver, pues, la dicotomía de la diversidad en el todo, de la singularidad dentro del conjunto.

Somos, también, dos países asolados por el terrorismo, unos en el norte, otros en el sur, y ambas amenazados por el terrorismo venido del exterior. Problema fundamental para las dos sociedades en el que sólo la esperanza de la lógica, la razón y el derecho pueden llevarnos hacia una resolución. Problema también en el que la experiencia del otro puede ayudarnos en la búsqueda de soluciones y tratamientos.

En lo social, España y Filipinas pueden resolver juntas problemas de emigración, de convivencia intercultural e interreligiosa, de género e igualdad, y plantear propuestas para un compromiso con un mundo más justo y solidario en el que la ayuda entre países sea una práctica habitual. Deben tratar de potenciar también un turismo casi inexistente entre los dos países, pero que sería de enorme interés.

Pueden colaborar en el mundo de la educación y la cultura, promoviendo el intercambio entre estudiantes, profesores e investigadores, potenciando las becas y la formación, realizando en común proyectos de investigación y desarrollo, acercándonos a la realidad y al conocimiento, a los conocimientos, del otro. En el campo de la formación, las posibilidades de la especialización universitaria y de los estudios de posgrado son áreas que deberían ser prioritarias en nuestras relaciones. ¿Por qué no establecer unos cauces privilegiados en éste área entre los dos países? Ello nos permitiría asegurarnos las colaboraciones profesionales en el futuro.

No podemos olvidar tampoco que tenemos un patrimonio común en arquitectura, en pintura, en escultura y en literatura. Cuidémoslo y disfrutémoslo juntos. Porque ¿quién sabría decir de quién es la pintura de Zóbel, de quién los delicados marfiles, de quién tantos edificios? ¿De quién determinadas palabras, determinadas lecturas?

Identifiquemos todas las entidades e iniciativas dedicadas a promover las relaciones académicas, universitarias, científicas, culturales y artísticas entre España y Filipinas: organismos públicos, universidades, CSIC, Instituto Cervantes, Fundación Santiago, instituciones privadas, medios de comunicación, etc. Coordinemos los esfuerzos creando una red estable de contactos, actividades y colaboración. Aprovechemos los cauces que ya existen, multipliquemos su impacto y proyección, y añadamos las posibles mejoras. Hagamos reuniones periódicas sectoriales donde podamos discutir problemas comunes y formas de resolverlos juntos. Y no dejemos caer en saco roto estas iniciativas, no las interrumpamos tras el entusiasmo inicial, no las abandonemos tras un cambio de legislatura o de partidos políticos en el poder.

Conclusión: ¿Cuál es la conclusión que puede extraerse de estas reflexiones? Pues que debemos saber quiénes somos y de dónde venimos. Que tenemos que conocer al otro, y reconocer al otro en nosotros. Hay elementos filipinos en los españoles, hay claves españolas en los filipinos. Los españoles no pueden hablar de Asia sin reconocer su raíz filipina, sin conocer su larga vinculación con Asia a través de Filipinas. Los filipinos no pueden asomarse a Europa o a América sin recordar que hace tiempo ya fueron parte de esos mundos, sin apelar a sus profundas vinculaciones familiares, culturales, lingüísticas y económicas con esos mundos.

Una relación, cualquier relación, es –o debería ser–, ante todo, una libre voluntad de estar juntos, de caminar juntos y de compartir. Si definimos, si reforzamos esa voluntad de estar juntos, españoles y filipinos, podríamos partir de cero en nuestra relación, empezar ese camino unidos desde un nuevo inicio, sin nada detrás, como ocurre en tantas relaciones. Pero es que nosotros podemos reivindicar, para bien o para mal, que tenemos 300 años de historia común. Hagamos que esa historia que nos une sea para bien. Aprendamos de lo que nos ha unido y también de lo que nos ha separado, de los aciertos y de los errores, para hacer un camino común mejor cimentado, mejor construido y, por tanto, con expectativas de futuro mucho más sólidas y permanentes. Sólo depende de nosotros, españoles y filipinos, de nuestra voluntad de futuro.

Mª Dolores Elizalde Pérez-Grueso
Instituto de Historia, Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC