Cuba: Mito y realidad

Cuba: Mito y realidad

Tema: El régimen cubano ha entrado en una dinámica represiva que atiende básicamente a cuestiones internas y a problemas vinculados con la gobernabilidad del país. Las consecuencias de las medidas emprendidas se harán sentir sobre la población y afectarán al futuro político del país.

Resumen: Las condenas a 75 opositores pacíficos y los fusilamientos de tres hombres por secuestrar una embarcación deben entenderse fundamentalmente por el contexto interno de Cuba. La dirigencia cubana no acaba de encauzar un proceso de reformas económicas que le permita relajar las tensiones de sus relaciones internacionales. A las medidas de principios de los noventa no le han sucedido otras que realmente arraiguen en una reestructuración. El resultado es que se ha entronizado el inmovilismo económico a la par que se han acelerado las movilizaciones y la ideología nacionalista. A Fidel Castro le es más fácil gobernar desde las crisis que desde cualquier tipo de normalidad. En ese sentido, el enfrentamiento con EE UU es un factor consustancial a la manera en que ha ejercido el poder a lo largo de casi 45 años.

Análisis: Aunque hace rato que la revolución pasó a la historia, no sucede lo mismo con su distintivo cuasi mítico de baluarte del nacionalismo y la equidad. A principios de los años sesenta, la soberanía ganada ante EEUU y los avances en justicia social forjaron en los cubanos un vínculo afectivo tan fuerte que incluso hoy, cuando en Cuba no queda ni rastro de lo que fue –o prometió ser– la revolución, aún sienten su ascendencia algunos sectores de la población. Sólo el empecinado diferendo con EEUU permitió al régimen rodearse del aura de David y retener, si no simpatías, sí un cierto perfil internacional. Pareciera que las desmesuradas sentencias a 75 opositores no violentos y las ejecuciones sumarísimas de tres secuestradores constituyen un parte aguas entre los efectos residuales del mito revolucionario y la realidad de la dictadura que azota a Cuba. 

En cierto modo, la represión reciente se desmarca de los casos más notorios de los últimos 15 años: el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, el coronel Antonio de la Guardia y otros dos oficiales en 1989; el hundimiento del remolcador 13 de marzo en 1994, con 41 muertos (10 de ellos menores de edad); el derribo de dos avionetas en aguas internacionales (según lo estableció la Organización de Aviación Civil Internacional, una agencia de la ONU) con cuatro víctimas mortales; y la represión rutinaria a la oposición mediante la intimidación, el hostigamiento, la arbitrariedad y el encarcelamiento.

Los fusilamientos de 1989, aunque sacudieron a Cuba, fueron un affaire de la élite. Entrañaban riesgos, pues mostraron una fisura en la cúpula del poder que pudo haber sido fatídica. Entonces agonizaban la URSS y la Europa del Este, China se había enfrentado a la Plaza de Tiananmen y se avecinaba la derrota electoral del sandinismo en Nicaragua. Cuba encaraba una crisis latente –por el estancamiento de su economía y, sobre todo, por el agotamiento de la ciudadanía–, pero la contuvo. Precisamente, la capacidad de la élite para mantenerse cohesionada ha sido una de las razones de su perdurabilidad.

En julio de 1994, el 13 de marzo fue usurpado por un grupo de personas que intentaba salir de Cuba; las autoridades lo interceptaron y lo hundieron. Si se hubiera efectuado un sondeo en aquel momento, éste hubiera registrado un casi seguro repudio abrumador al hundimiento. ¿Cómo no iba a conmoverse la opinión pública si millones de cubanos habían contemplado la idea de irse del país y 750.000 solicitarían la salida a la Sección de Intereses de EEUU? Al hundimiento le sucedieron dos hechos notables: el “maleconazo” del 5 de agosto, cuando miles de personas se congregaron en el litoral habanero por el rumor de que se aproximaban embarcaciones para trasladar a la Florida a todo el que quisiera y, al no aparecer, vocearon consignas anti-gubernamentales; y la estampida de 35.000 cubanos devenidos en balseros después de que el Gobierno abriera las costas para la libre emigración. Estos sucesos destacaron el poder de convocatoria de la migración en la ciudadanía y en las relaciones EEUU-Cuba. En septiembre, los dos Gobiernos acordaron un pacto migratorio que facilitó la entrada anual a EEUU de hasta 20.000 cubanos.

El derribo de las avionetas de Hermanos al Rescate –organización del exilio que sobrevolaba el estrecho de la Florida en busca de balseros y ocasionalmente el territorio cubano para arrojar pasquines de apoyo a la oposición– fue un factor que determinó la aprobación de la ley Helms-Burton en su versión más dura. Hasta entonces, el proyecto languidecía en el Congreso de EEUU, y sus partidarios buscaban revivirlo diluyendo los acápites más fuertemente objetados por Europa y América Latina. Sin embargo, una Helms-Burton light no le convenía a Castro porque no reforzaba su imagen de víctima ni acallaba a los que desde el Gobierno pedían reformas más contundentes. Durante la primera mitad de los años noventa, La Habana aplicó algunas medidas para frenar el colapso económico, pero no todas las indicadas para afrontar la nueva realidad internacional ni para mejorar los estándares de vida. Aunque a mediados de 1995 Castro declaró concluidas las reformas, sectores de la élite seguían insistiendo discretamente sobre las mismas. La ampliación de la apertura económica y la relajación de las tensiones internacionales eran –y son– dos caras de la misma moneda.

Hasta los últimos arrestos y condenas, el régimen había tolerado el crecimiento de la disidencia y de la sociedad civil independiente. Mientras se sintiera confiado en mantener la situación interna bajo control, esa suerte de liberalidad le permitía manejar en sus relaciones exteriores el tema de los derechos humanos. En 1999, el régimen hizo la vista gorda cuando prominentes opositores se reunieron con dignatarios extranjeros presentes en la Cumbre Iberoamericana de La Habana. La tolerancia no era tal, ya que quienes perdían el miedo y actuaban como si fueran libres eran hostigados de mil maneras, vivían a la sombra del poder arbitrario y con la permanente amenaza de la cárcel. Sin embargo, en los años noventa, las sentencias habían sido leves, aunque injustificadas por tratarse de personas condenadas por razones de conciencia. A principios de 1999, se proclamó la ley de Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba, que establecía altísimas condenas –ahora aplicadas– por emitir opiniones consideradas contrarias a la soberanía y los intereses nacionales.

A pesar de su reciente desarrollo, la oposición abierta no representaba un peligro inmediato para el Gobierno. Con profundo desprecio, el oficialismo tildaba de “grupúsculos” a la miríada de organizaciones de la sociedad civil, y finalmente el poder arbitrario sacó las garras y les dio un zarpazo que, si no mortal, los ha debilitado de cara al futuro próximo. Sin embargo –aunque lejos de movilizar recursos suficientes como para retar efectivamente al régimen–, la oposición se erigía en una fuerza política con futuro. Así lo reconoció el presidente Carter cuando mencionó al Proyecto Varela en su discurso en la Universidad de La Habana el año pasado, algo imposible si este esfuerzo y otros paralelos no constituyeran plataformas políticas incipientes. No fue por ser un simple ciudadano con el valor de sus convicciones la razón por la que la Unión Europea le otorgó a Oswaldo Payá el Premio Sajárov para la Libertad de Pensamiento. Como el referéndum que declaró irrevocable el socialismo en Cuba hace casi un año, la reciente ola represiva es una muestra de debilidad. El desarrollo de la oposición contribuyó a los tristísimos sucesos (junto a la actuación inoportuna del representante de EEUU en La Habana), pero lo determinante fue el contexto más amplio del Gobierno y de la sociedad cubana.

La reciente ola represiva no se desmarca de los patrones de violencia –potencial o ejercida– del régimen cubano desde sus inicios. Incluso cuando la revolución estaba en su apogeo, en Cuba y en el mundo, el Gobierno se consolidó sobre los cadáveres de miles de fusilados, decenas de miles de presos políticos, cientos de miles de exiliados y el “insilio” –el destierro al silencio de quienes se quedaron y se oponían a la plataforma que desde entonces pasa por política: lealtad trinitaria e indivisible a Cuba, a la revolución y al máximo líder-. Desde el principio, esta plataforma era intrínsecamente fallida al no permitir, siquiera dentro de sus filas, la diversidad y el pluralismo propios de cualquier proyecto humano.

Ni entonces ni ahora la dirigencia cubana ha titubeado para mantenerse en el poder. La diferencia radica en que en los años sesenta había un gran apoyo popular y ahora no. El país revolucionario entonces entendía la represión como una medida defensiva para derrotar a la contrarrevolución; hoy, los ciudadanos de a pie –los que fueron revolucionarios y los hijos y nietos de los que lo habían sido– conocen de cerca el poder represivo del régimen y saben que no son libres. Si la consolidación a toda costa fue una causa compartida con millones de cubanos, la defensa a ultranza del poder en los términos actualmente definidos por la máxima dirigencia no lo es. Por eso los fusilamientos del 11 de abril son espeluznantes: aunque la mayoría no contemplara unirse a la oposición organizada, sí lo ha hecho respecto a la salida del país. Los fusilados eran simples ciudadanos de un barrio pobre de La Habana, y como ellos hay millones en Cuba. Otras medidas recientes sobre salud pública y tráfico de drogas han avalado un despliegue pretoriano e inevitables registros en los hogares.  Estos registros evidencian las ilegalidades necesarias para la supervivencia diaria y para recordar a todos el alcance de los tentáculos oficiales. La ola represiva de marzo y abril ha subrayado el abismo psicológico entre el “nosotros”, que alguna vez abarcó a la dirigencia y al pueblo, y el “ellos”, que ahora la ciudadanía aplica al régimen.

Aunque también es una advertencia a los cubanos de a pie, la represión contra la oposición resulta consustancial al régimen. Tras el colapso de Europa oriental y la desaparición de la URSS, la dirigencia cubana se enfrentó al reto de cómo gobernar su país. Personas sensatas, dentro y fuera de Cuba, aconsejaron una liberalización –pausada pero decidida– que permitiera un aterrizaje suave tras la Guerra Fría. China y Vietnam mostraban la eficacia de una reestructuración económica que simultáneamente guardaba el control político. Las reformas puestas en marcha fueron insuficientes para las necesidades del país, aunque estabilizaron la economía y el poder logró reconstituirse. Se celebraron dos congresos del Partido Comunista: el de 1991 intentó soplar ligeros aires de apertura, y el de 1997 cerró filas. A fines de 2002 debió haberse celebrado otro congreso, pero no fue así y aún sigue sin fijarse su fecha.

El aparato partidista, pensando en la celebración del congreso el año pasado, estableció comisiones para estudiar (de nuevo) la legalización de las pequeñas y medianas empresas nacionales, la agilización de las inversiones extranjeras y otras medidas económicas, así como una reforma institucional que fortaleciera el sistema judicial. Si bien las medidas son escasas para una Cuba democrática, estos esfuerzos suponen un programa de gobierno que apunta a cierta normalidad para el país y sus relaciones internacionales. Un amago de normalidad sería la mejor garantía –si es que existe alguna en política– para la sucesión ineludible del comandante en jefe. Pero éste se ha emperrado en impedirla y lo ha conseguido.

A Castro le es más fácil gobernar desde las crisis y el enfrentamiento que desde la normalidad.  Así lo ha demostrado durante 45 años y así lo hará hasta su muerte. “Ni un minuto menos”, dijo hace poco refiriéndose a su plazo en el poder y a la comprensión ganada sobre su destino, que “no era venir al mundo para descansar al final de la vida”. En su horizonte nunca estuvo negociar con la oposición, ni darle aire a los que desde la propia élite tienen posturas opuestas a las suyas. Congeladas las reformas desde 1995, Castro desató la llamada Gran Batalla de Ideas en 2000 que implicó frecuentes movilizaciones de “apoyo popular”, un zumbido propagandístico casi constante y un atrincheramiento nacionalista. Esa es su plataforma de gobierno, si bien es dudoso que la mayoría de la élite –aunque asiente en público– comparta su entusiasmo.

El contexto interno fue determinante para los sucesos de los últimos meses. ¿Cómo convocar el congreso del Partido si era imposible afrontar la reestructuración económica? La guerra de Irak fue propicia al acaparar la atención internacional, pero, aun sin ella, se acercaba al momento de las definiciones. Así ha sido la política en Cuba desde 1959. Durante los años sesenta, primó un patrón movilizador que desarticuló la economía y malgastó la confianza ciudadana en la revolución. Le sucedió la llamada institucionalización, que intentó aplicar normas económicas y políticas otrora vigentes en el campo socialista, que mejoró el consumo cotidiano y relajó las presiones políticas. A mediados de los años ochenta se abortaron los impulsos de esta incipiente normalidad y hubo un retorno parcial al modelo movilizador. Desde 1990, la supervivencia ha sido primordial y se han adoptado algunas reformas sin que el ciclo normalizador echara raíces, pese a que buena parte de la dirigencia así lo deseara. Para Castro, el socialismo de mercado –en la variante húngara antes de 1989 o la seguida actualmente por China y Vietnam– es casi tan deleznable como el capitalismo.

Se habla del inmovilismo de la Cuba oficial. No era así a principios de los años noventa, cuando se discutieron –en su mayor parte a puerta cerrada– numerosas propuestas para afrontar la nueva realidad. Esas discusiones promovieron reformas a medias que frenaron el colapso económico y, por consiguiente, la voluntad de proseguir con los verdaderos cambios. Después del congreso de 1997, la dirigencia daba tumbos para que todo siguiera igual –gatopardismo tropical– hasta que el caso de Elián González le proporcionó a Castro el ropaje ideológico del inmovilismo. Las movilizaciones impulsaron la Gran Batalla de Ideas, que ha sitiado a la política cubana con una retórica cada vez más desentendida de la vida cotidiana. Al mismo tiempo, las medias reformas se fueron agotando, la economía volvió a estancarse y personas sensatas de la élite retomaron la idea de profundizarlas. Se trata de políticos que saben que la demanda popular más sentida y urgente es la economía. A fines de 2001, el congreso del Partido comenzó a planearse pensando en una nueva ronda de reformas.

Castro era la piedra en ese camino, y no se quitó para que el Partido realizara su congreso. Los preparativos de la visita de Carter, la propia visita y sus secuelas monopolizaron las energías de la dirigencia. La mención que hizo Carter del Proyecto Varela los cogió desprevenido y los forzó a dar una respuesta impensable sólo por la presentación de firmas a la Asamblea Nacional del Poder Popular unos días antes. En junio, el espectáculo del referéndum oficial y la enmienda a la Constitución sellaron supuestamente la irrevocabilidad del socialismo. Además de ser una respuesta tácita a los varelistas, las movilizaciones asentaron el estilo frenético que mejor cuadra al liderazgo del comandante. En agosto, la dirigencia proyectó a la militancia un extraño vídeo explicando la expulsión del Partido del defenestrado Roberto Robaina y que aludía al igualmente destituido Carlos Aldana. Los preparativos para el congreso se atascaron. Éstos podrían avanzar ahora porque los sucesos de 2002 y lo que va de 2003 han restringido las posibilidades de la élite moderada. Las condenas y los fusilamientos son un viraje en la política cubana que no se sabe a dónde van a conducir. Sobre los hombros de la dirigencia –incluyendo el sector moderado– cae la responsabilidad de estos hechos. La situación interna y las relaciones internacionales de Cuba son hoy más tensas que nunca. Para aliviarlas, no queda otro remedio que volver a las reformas, pero el escenario no lo permite.

 Castro siempre ha resistido la racionalidad económica (también la política), y sólo ha cedido –en los años setenta y a principios de los noventa– cuando no quedaba otro remedio. En ambas ocasiones, tiró de las riendas antes de que las reformas se afincaran. Con casi 77 años, Castro debería descansar y dejar vivir a los cubanos. Ha declarado que no lo hará y, a no ser que la elite se le enfrente, el panorama es sombrío. ¿Podría el Ejército convencer al comandante –como a principios de los noventa– de volver a las reformas? Es posible, pero ahora sabemos que los términos medios no bastan, y dar marcha atrás es hacerlas de verdad. En febrero, Castro viajó a China y regresó “asombrado”. Unos días después fueron destituidos casi todos los miembros del equipo económico que estaban entre los principales defensores de una reestructuración. De persistir el camino actual, el régimen podría afrontar una revuelta popular que forzaría la orden de disparar contra el pueblo. ¿Se mantendrá la élite cohesionada hasta que Castro pase a mejor vida?


Conclusiones: En lo relativo ala relación entre EEUU y Cuba hay que señalar que la actuación de la Sección de Intereses en La Habana fue provocadora, pero de ninguna manera la causante de las condenas y fusilamientos. Es lo que Castro pretende que el mundo crea, y así lo dijo en su comparecencia televisiva del 25 de abril cuando los achacó a “una conspiración urdida por el Gobierno” de EEUU y “la mafia terrorista de Miami”, a la par que proclamó que “a las autoridades cubanas no se les puede atribuir responsabilidad alguna”. Para combatir las condenas prácticamente universales, el régimen habla de los planes subversivos contra Cuba que supuestamente trama la Administración Bush. Algunos “amigos de Cuba”, que firmaron cartas o hicieron declaraciones contra la ola represiva, han denunciado el “peligro” que corre la Isla ante EEUU.

No es fácil lograr que razonen los creyentes extranjeros que ven a Washington apuntando a Cuba ahora que Irak cayó. El unilateralismo de la Administración y la retórica de sus ideólogos no conducen a la mesura. La incontrovertible y obsesiva historia de cuanto hicieron las diferentes Administraciones estadounidenses por revertir la revolución, predispone a muchos a creer cualquier cosa de Washington en relación con La Habana. De nada sirve que Rumsfeld y Powell hayan dicho on the record que no hay tales planes de agresión. Si bien no se puede afirmar tajantemente que EEUU nunca intervendría en Cuba, hay que vivir en otro planeta para creer que en estos momentos se trata de una posibilidad real. La lista de desafíos del pos-Irak es larga y Cuba no figura en ella con prioridad alguna.

Lo que está en duda no es una guerra contra Cuba, sino la cancelación de las remesas y los vuelos directos. Sería fútil hacerlo, pues cuando lo hizo Clinton después del derribo de las avionetas en 1996, los cubanos de EEUU viajaban y enviaban remesas por terceros países sin que el peso de la ley cayera sobre ellos. No obstante, se espera que el 20 de mayo (cuando se conmemora la fundación de la república), la Administración Bush anuncie algunos cambios para sancionar a Cuba por las condenas y los fusilamientos. Lo inteligente sería no hacer nada y dejar que sean otros países los que se encarguen –cosa que ya ocurre– de lidiar con Cuba. Algunos en Washington, fuera del Gobierno, han sugerido que lo realmente ingenioso sería concertar una política con la Unión Europea y América Latina para que EEUU levante el embargo y ellos apliquen presiones agresivas en favor de la transición. La audacia radicaría en forjar una política que efectivamente demuestre un compromiso militante y casi intransigente del mundo occidental con la democratización de Cuba. Si a medio plazo tal política se lograra, daría el tiro de gracia al mito revolucionario y desnudaría en plena luz del día la dictadura que azota a Cuba.

Ante cualquiera de las alternativas posibles –no hacer nada, recrudecer algunas medidas o concertar una política osada con la UE y América Latina– EEUU debe mantener la calma. La situación interna en Cuba es tal que Castro bien pudiera provocar un enfrentamiento por medio de una crisis migratoria o de algún otro suceso difícil de prevenir. Nunca se debe perder de vista  que un final tremebundo no es ajeno a su psicología ni a la manera en que ha ejercido el poder durante 45 años, en particular si se viera realmente arrinconado.


Marifeli Pérez-Stable
Universidad Internacional de la Florida

Marifeli Pérez-Stable

Escrito por Marifeli Pérez-Stable