Tema: Cuba probablemente no saldrá de su estancamiento actual hasta después de la desaparición de Fidel Castro.
Resumen: El resbalón de Fidel Castro el 20 de octubre de 2004 fue otro recordatorio de que, tarde o temprano, el Comandante faltará. Aunque otros factores aún pudieran precipitar cambios profundos, Cuba probablemente no salga del estancamiento actual hasta después del velorio. Este análisis pone la mirada sobre un día después fijado en 2005 ó 2006 y perfila a los cuatro actores principales en el panorama político cubano, a saber, la elite dirigente, la ciudadanía en Cuba, el gobierno de Estados Unidos y la comunidad cubana en Miami. Un gobierno sucesor que perdurara al menos a corto plazo sería el escenario probable si los sucesores se mantuvieran cohesionados e implementaran reformas económicas tipo China y Vietnam. ¿Bastaría abrir la economía para que el gobierno recuperara cierta legitimidad ante la población? EEUU y los “halcones” en Miami sólo contemplan una transición rápida a la democracia. ¿Qué harían si la sucesión se estableciera? ¿Podría el Miami cubano evolucionar rápidamente hacia posiciones moderadas una vez desaparecido Castro?
Análisis: Fidel Castro se resbaló el 20 de octubre de 2004 en Santa Clara. A diferencia de su desmayo en junio de 2001 cuando no pudo reaccionar, esta vez tardó unos pocos minutos en dirigirse al público –“Estoy entero”– y acto seguido tomó las riendas de su traslado a un hospital habanero. Al día siguiente, Castro explicó a la población que los médicos lo operaron bajo anestesia administrada por vía raquídea y, por tanto, había atendido “las tareas más importantes que me corresponden”.
En la Mesa Redonda Informativa transmitida el 25 de octubre el Comandante anunció el fin de la circulación del dólar estadounidense. Desde el 8 de noviembre, el peso convertible circula en su lugar. A partir del 15 de noviembre, el canje de dólares de EEUU por pesos convertibles conlleva un 10% de recargo, es decir, se ha devaluado el dólar estadounidense frente al peso convertible, lo cual perjudica a los cubanos cuyas remesas provienen principalmente de Estados Unidos. “Hace falta que no vuelva a caerse”, comentó un bicitaxista en La Habana.
La salud de Castro es una primerísima razón de Estado en Cuba. Más de 45 años en el poder sin contrapesos no se gastan en vano y su muerte provocará cambios de todo tipo. Quizá uno de los más impredecibles sea cómo se verán afectados psicológicamente los actores principales sobre el tablero político cubano, a saber, la elite dirigente, la ciudadanía en Cuba, el gobierno de Estados Unidos y la comunidad cubana en Miami. La elite, ¿se sentirá aliviada o sin compás? Los cubanos de a pie, ¿seguirán aguantando resignadamente? Washington y los “halcones” en el Miami cubano, ¿se aferrarán a la política del enfrentamiento?
El juego de los escenarios prospectivos es imprudente. Pero, aun así, de eso se trata: proyectar el comportamiento de los cuatro actores una vez despedido el Comandante. Como también se trata de armar un análisis y no una novela, la fecha del velorio se fija para el 2005 ó 2006 cuando los actores tendrían un perfil parecido al de hoy.
La elite dirigente
Contra casi todos los pronósticos, Castro y su gobierno sobrevivieron la caída del muro de Berlín. Si el Comandante hubiera fallecido antes de la posguerra fría, ¿cómo hubieran enfrentado Raúl Castro y los demás sucesores esos dificilísimos años de principios de los 90? Los escenarios contrafactuales son aún más traicioneros pero improbablemente hubieran sobrevivido –de haber sobrevivido– de la forma en que lo lograron con él. Cuando falte Castro, los sucesores afrontarán la monumental tarea sin antecedente de trazar políticas y forjar consensos sin él a la par de mantenerse cohesionados.
A principios de los 90, Castro consintió refunfuñando a una cierta liberalización económica, a saber, la legalización del dólar estadounidense, el trabajo por cuenta propia en algunos oficios y una mayor autonomía para las cooperativas agrícolas. Nunca, sin embargo, se asumió la siguiente rueda que incluía la creación de un pequeño y mediano sector empresarial nacional. Las reformas, por lo tanto, se estancaron. En 2003 el impasse cedió al retroceso al dictarse nuevas restricciones al trabajo por cuenta propia, centralizarse el turismo bajo la sombrilla militar y prohibírsele a las empresas estatales el manejo de divisas. La reciente medida respecto al dólar estadounidense es, en parte, otro paso sobre la marcha atrás.
Aunque para el grueso de la ciudadanía la economía es la prioridad más acuciante, no es así para el Comandante. Su rechazo al socialismo de mercado es notorio y casi tan visceral como el que siente por el capitalismo. En consecuencia, la dirigencia está maniatada. El congreso del Partido Comunista, por ejemplo, debió celebrarse en 2002 ó 2003, pero pende sin fecha todavía por la negativa de Castro a poner las reformas al centro.
Una reestructuración económica profunda hubiera implicado nuevas formas de gobernar. Los comunistas cubanos –como los de China y Vietnam– se hubieran preocupado más por generar riqueza que por movilizar a las masas. En vez de esto, lo que están librando desde mediados de 2000 es una llamada “Batalla de Ideas” para recargar la conciencia revolucionaria de las masas. La elite dedica más atención y recursos a la movilización de cuatro millones de personas –como en las recientes maniobras militares del 13 al 19 de diciembre– que a liberar las energías ciudadanas con miras al bienestar económico nacional. Con todo, la guerra en Irak y el informe sobre la transición en Cuba publicado por el Departamento de Estado en mayo de 2004 hacen que sectores de la elite y de la población concuerden con Castro respecto a la amenaza que el segundo mandato de George W. Bush representa para el país.
Castro, además, ha revivido con fuerza viejos hábitos forjados en pleno apogeo revolucionario durante los 60 cuando gobernaba por cuenta propia con pocos apegos institucionales civiles que, por otra parte, no estaban muy desarrollados. A partir de los 70 hasta fines de los 90, se asentó un entramado institucional asumido del entonces campo socialista que, mal que bien, funcionaba. La renuencia de Castro a centrarse en la economía y la impotencia de la elite de ponerle límites como la china le hizo a Mao a principios de los 70 significa que las movilizaciones, la ideología y la defensa son el principal compás. Éstas también le facilitan a Castro –el gobernante cuentapropista– atender “las tareas más importantes” que le corresponden mayormente a través de sus colaboradores más próximos y las altas instancias militares. En parte, el Partido Comunista, los ministerios y la Asamblea Nacional del Poder Popular han pasado a un segundo plano en la política nacional (aunque no en las provincias y los municipios) y no era así en los 90. Si la economía fuera el eje de la política gubernamental, la institucionalidad cobraría su debido lugar.
El descuido de la economía y el incremento del personalismo no son un buen punto de partida para el día después. A los sucesores no les quedará más remedio que volcarse sobre la economía y sustentarse en la institucionalidad, es decir, contravenir la dirección que Castro le daba al país en sus últimos años. Continuar con las pautas castristas sería la vía más segura al colapso definitivo. El escenario de continuidad al pie de la letra sería, por lo tanto, poco probable. Los sucesores, después de todo, buscarían reafirmarse en el poder.
Los escenarios más previsibles se darían en torno a la implementación de las reformas para relanzar la economía y así ganar cierta legitimidad ante la población. La decisión clave giraría alrededor de la gradación de éstas: ¿A medias como en los 90? ¿Modestamente ampliadas como sería una mayor liberalización del trabajo por cuenta propia? ¿A plenitud como en China y Vietnam? Cualquiera que fuera la combinación, las reformas desatarían nuevas dinámicas en la sociedad cubana en un plazo relativamente corto. ¿Cómo responderían los sucesores? ¿Con cautela o con audacia? ¿Con dureza o apertura? ¿Lograrían consenso o se desvelarían fisuras y facciones? ¿Podría Raúl Castro –quien ha vivido siempre a la sombra de su hermano– dar un viraje de 180 grados para así pasar a la historia con méritos e iniciativas propios?
La ciudadanía
La supervivencia de los 90 fue posible, en parte, por la relativa quietud ciudadana. El que los cubanos no se lanzaran a las calles como los ciudadanos de los antiguos países socialistas no debió haber sorprendido. Cuba no era como Europa del Este en al menos dos sentidos. Por un lado, la revolución había sido autóctona y había representado las aspiraciones de casi todos los cubanos. El fin de la guerra fría no desenlazó los nudos cubanos de sus orígenes y del curso seguido desde el 1 de enero de 1959. Por otro lado, la voluntad de la elite cubana de mantenerse en el poder nunca ha flaqueado y fue reafirmada sin titubeos luego de caer el muro. “Somos nosotros y eso no tiene alternativa”, dijo Castro respondiendo a su propia pregunta retórica sobre quienes debían gobernar a Cuba.
La gran mayoría de los cubanos aún no ha cobrado conciencia del “poder de los sin poder”. La represión es efectiva porque su carácter es mayormente de baja intensidad. Los espacios públicos están casi exclusivamente copados por el discurso oficial que es particularmente estrecho y monótono porque la ideología es su motor. En Cuba, la ciudadanía libra batallas campales por el pan de cada día. Al mismo tiempo participa en los rituales oficiales para no buscarse problemas. La doble moral –el decir una cosa en público y creer otra en privado– y la ilegalidad –por las abultadísimas proscripciones a las transacciones mercantiles– son ineludibles. Los cubanos afligidos por “una lesión antropológica” –al decir de monseñor Pedro Meurice Estiu, arzobispo de Santiago de Cuba– son demasiados y, por ende, no pueden asumir el protagonismo que les corresponde. No pocos sueñan con irse del país.
Cómo, cuándo y de qué manera los cubanos de a pie dejarán de ser actores pasivos es impredecible. La inconexión popular del discurso oficial no se ha traducido en una oposición con poder de movilización y convocatoria. La brecha abierta entre la elite y la ciudadanía es, no obstante, insalvable bajo los parámetros castristas. Por eso es que la muerte de Castro presentará a los sucesores con la oportunidad de tender puentes abriendo la economía. ¿Bastarían las reformas económicas para que la sucesión ganara legitimidad y estabilidad? Por el contrario, ¿se enlazarían relativamente rápido con demandas ciudadanas de una apertura política que llevara a una transición?
En cualquier escenario, tres actores surgidos o fortalecidos después de 1990 –los empresarios asociados a las empresas mixtas, la iglesia católica y la oposición– podrían ser particularmente influyentes. ¿Se conformarían los empresarios con una liberalización económica profunda? ¿Cómo quedarían sus vínculos –hoy estrechos y dependientes– con la esfera política? ¿Qué haría la iglesia si los sucesores limitaran las libertades religiosas concedidas a principios de los 90? En sentido opuesto, ¿qué haría si por fin lograra acceso a los medios masivos o permiso para abrir escuelas primarias? ¿Sería entonces osada o cautelosa la iglesia? Los opositores declarados del régimen –vapuleados por la ola represiva de 2003– son faros morales en el sombrío panorama político nacional. ¿Desempeñarían labores decisivas que aceleraran la transición? De ser así, ¿qué papel jugarían? ¿Les pasaría lo que a sus homólogos en los antiguos países socialistas quienes, por lo general, no han sido determinantes en la política? Lo sean o no, lo cierto es que las ideas alzadas por la oposición –libertad y democracia– son puntos cardinales para que los cubanos recuperen su espíritu y ejerzan el poder ciudadano que les corresponde.
El gobierno de Estados Unidos
La Ley Helms-Burton (1996) y el informe de la Comisión de Apoyo a una Cuba Libre (2004) son los documentos rectores de la política de Estados Unidos hacia el gobierno cubano y constituirían la hoja de ruta para el día después del velorio.
La ley establece condiciones puntuales para normalizar las relaciones con Washington, entre ellas que no figuren ni Fidel (entonces ya difunto) ni Raúl Castro, que se atiendan las reclamaciones sobre las propiedades confiscadas y que se convoquen elecciones libres. Por su parte, el informe presenta un programa detalladísimo para la transición que, sin embargo, refleja pocos conocimientos de la Cuba real –se dice, por ejemplo, que habría que vacunar a los niños menores de cinco años– e inmiscuye a Estados Unidos –aunque siempre aclarando que la cooperación estadounidense se daría sólo si fuera solicitada por un gobierno democrático en Cuba– en la casi totalidad de los asuntos que le competen, fundamentalmente, a los cubanos en la isla. En resumen, la política del gobierno de Bush –la más severa desde principios de los 60– no admite consideración alguna de una sucesión y reclama una transición lo más rápida posible.
La cuestión de fondo es cómo se impide la sucesión y se acelera la transición desde el exterior. Después del velorio, el gobierno cubano probablemente logre reconstituirse a medio plazo, entre otras razones porque es el actor mejor articulado. Si se arraigara una reestructuración económica profunda, se trataría de un largo plazo que no sería tan largo como en China y Vietnam por el carácter urbano y la apertura al exterior de la sociedad cubana. Incluso en China y, en menor grado, en Vietnam, ya aparecen algunas grietas políticas. Las economías de mercado exitosas –como las de Corea del Sur, Taiwan y Chile– tienden finalmente a la liberalización política.
¿Cómo se pudiera dar un cambio de régimen a corto plazo? Los sucesores pudieran convencerse rápidamente de la inviabilidad de la sucesión y, por ende, convocarían un gran diálogo nacional con miras a pactar la transición. Este escenario es improbable ya que equivaldría a que la elite se “rindiera” de antemano. Pudiera suceder, sin embargo, que a la elite la sucesión se le fuera de las manos. Por ejemplo, una migración desordenada hacia Florida, una explosión popular y/o una crisis humanitaria crearían un contexto propicio a una intervención de Estados Unidos. Así y todo, la coyuntura también pudiera inducir un diálogo nacional que facilitara la transición y, de esa manera, evitar una ocupación estadounidense.
El reciente informe da pie a la suposición de que algunos sectores de la administración Bush contemplan una acción militar que apure la transición. Es la primera vez que un documento oficial elimina el adjetivo “pacífica” para calificar a la transición y, en su lugar, emplea “rápida”. Por su minuciosidad, el informe además casi parece un manual para un gobierno ocupante.
Más preocupante aún es que la administración no parece tener una hoja de ruta alterna a una transición rápida. ¿Qué pasa si la sucesión se estableciera? ¿Continuaría el embargo ad infinitum? Por el contrario, ¿cabría dar una señal alterna como sería una declaración –la de Bush padre la dio– que Estados Unidos no alberga intenciones militares hacia Cuba? ¿Tomaría el Congreso la iniciativa, por ejemplo, anulando la Helms-Burton? Ante una Cuba enfrascada en un proceso real de reestructuración económica, ¿No sería lógico que los empresarios estadounidenses se movilizaran por el levantamiento del embargo? ¿Se enfrentaría la administración Bush y la que le siga en 2008 a la Unión Europea, Canadá y América Latina que, sin duda, acelerarían el engagement con un gobierno sucesor comprometido con las reformas económicas?
La comunidad cubana en Miami
El Miami cubano sostiene sobre sus hombres el embargo: un 65% lo apoya, si bien sólo un 25% lo considera eficaz. El peso electoral de la Florida así como la intensidad y entrega con que los cubanoamericanos se movilizan en torno a Cuba acentúan el poder del Miami cubano. Por el contrario, para los que se oponen al embargo, Cuba es uno de múltiples y variados intereses. Si, por ejemplo, los agricultores del Midwest –que ya le venden grano y otros productos agrícolas a Cuba– dedicaran tesón y recursos exclusivamente a cambiar la política de EEUU, habría cambios. Los estados del Midwest también tienen un peso electoral considerable.
El Miami cubano, sin embargo, tiene matices y se contradice. Las encuestas patrocinadas por el Cuba Study Group –hombres de negocios que buscan moderación y equilibrio en la política de EEUU hacia Cuba– arrojan lo siguiente:
• El 62% considera que el enfrentamiento ha fracasado.
• El 57% considera que el futuro de Cuba debe ser negociado entre cubanos y no en Washington.
• El 77% piensa que la democratización de Cuba es responsabilidad cubana y no estadounidense.
• El 74% prefiere una transición pacífica y gradual.
• El 65% opina que la oposición en la isla será más determinante del futuro de Cuba que el exilio.
Al mismo tiempo, una encuesta realizada recientemente por la Universidad Internacional de la Florida registra lo siguiente:
• El 55% apoya un diálogo nacional entre el gobierno cubano, la oposición y el exilio.
• El 60% favorece una invasión por Estados Unidos.
• El 70% aprueba la venta de medicinas y el 55% la de alimentos.
• El 46% secunda el levantamiento de las restricciones a los viajes a Cuba.
Aunque contradictoriamente, la comunidad cubanoamericana ya está en transición y no sólo por lo que revelan estas encuestas. Su perfil demográfico está cambiando porque las generaciones del exilio tradicional van pasando y porque los cubanos que llegaron después del Mariel se acercan a la mayoría del Miami cubano. Los que nacieron en Estados Unidos y los que salieron de Cuba después de 1980 tienden a ser más flexibles en cuanto al embargo y a inscribirse en los partidos Demócrata y Republicano en proporciones parecidas. La gran mayoría de votantes cubanoamericanos, sin embargo, provienen de las filas de los que llegaron en los 60.
La desaparición de Castro podría acelerar la transición en Miami. ¿Lograrían los “halcones” mantener su poder e influencia sin el factor principal que los cohesionó? Si en La Habana la elite pudiera dividirse por el ritmo de las reformas, ¿no pudiera pasar lo mismo en Miami por cómo lidiar con Cuba después del velorio? De establecerse la sucesión y despuntar la economía, ¿no habría cubanoamericanos interesados en invertir en Cuba, incluso para establecer negocios con sus familiares allá? ¿No sería lógico que los que llegaron después de 1980 –generalmente con familia en la isla– presionaran para el fin de las restricciones a los viajes? Sin Castro, ¿no es posible que la opinión a favor de una invasión de Estados Unidos a Cuba ceda ante las que favorecen una solución entre cubanos, pacífica y gradual? Por el contrario, si los sucesores perdieran el control rápidamente, los “halcones” podrían entusiasmarse con una intervención de Estados Unidos aunque, claro, el curso de los acontecimientos en Irak podría dificultar esta opción.
Conclusiones: ¿Qué duda cabe que la desaparición de Fidel Castro dejará un vacío? Su muerte y el subsiguiente desenlace del período revolucionario –de eso se trataría, incluso, si la sucesión se estableciera a medio o largo plazo– marcará un hito singular en la historia de Cuba. Atenuar la polarización que antecedía a la revolución y que fue agravada trágicamente después de 1959 sería entonces el desafío mayor si los actores principales se interesaran con seriedad y equilibrio por lograr para Cuba la mayor normalidad posible. Ojalá que así sea, aunque requeriría que, sobre todo, los sucesores, el gobierno de Estados Unidos y el Miami cubano actuaran con una fina inteligencia política que casi nunca han puesto de manifiesto. Quizá, no obstante, se crezcan ante el momento histórico que enfrentarán.
Una ocupación de Cuba por Estados Unidos –posible pero no probable– conformaría un escenario catastrófico. Ahogaría las esperanzas de normalidad para Cuba. Haría trizas las relaciones de EEUU con América Latina y, en menor grado, con la Unión Europea. Sería echarle leña al fuego del antiamericanismo ya rampante por la guerra en Irak. Aunque Estados Unidos se impondría, no se debe desestimar la voluntad de resistencia de ciertos sectores en Cuba. ¿Cómo impedir que la catástrofe se materialice?
La elite cubana –especialmente las fuerzas armadas– haría todo lo posible por evitar las situaciones que pudieran provocar una respuesta militar estadounidense. Para ello, claro está, tendría que mantener un justo equilibrio entre la cautela y la audacia además de estar dispuesta, en última instancia, a compartir o dejar el poder. El escenario de una explosión popular se alejaría si los sucesores recuperaran –aunque fuera a medias– la confianza de la ciudadanía. Convendría que la administración Bush confeccionara una hoja de ruta para una posible sucesión a medio plazo. Desde el siglo XIX, la consideración principal de Washington respecto a Cuba ha sido que allí imperaran la estabilidad y el orden. La sensatez, por tanto, debiera prevalecer en algún momento.
Si Washington, de hecho, contemplara los acontecimientos en Cuba desde lejos y dejara que fueran los cubanos –en la isla y en la diáspora– los que desataran sus enredadísimos nudos, los días y los años después del velorio podrían rendir frutos para bien. Sobre el Miami cubano caería una responsabilidad singular para que así fuera: convertirse en una fuerza disuasoria contundente ante Washington. ¿Qué ganaría el Miami cubano? Asegurar su lugar en el futuro de Cuba con peso propio y no ajeno. Sería, sin duda, un paso firme hacia la normalidad que los cubanos necesitamos para, por fin, vivir en paz.
Marifeli Pérez-Stable
Vicepresidenta, Diálogo Interamericano, Washington, DC