Tema: El desencuentro entre las dos Europas, representadas por Blair y Chirac, se hizo patente durante la Cumbre de Bruselas. Pero más allá de las cuestiones presupuestarias o de la discusión sobre los modelos liberal y social, en la actual crisis parecen contraponerse dos visiones distintas: la de una “pequeña Europa”, un “núcleo duro” encabezado por París; y la de una “gran Europa”, abierta a las ampliaciones y alentada por Londres.
Resumen: La crisis de la UE guarda bastante relación con las dificultades para la construcción de una auténtica asociación estratégica entre París y Londres. La reconciliación franco-alemana puso las bases para un bloque político-económico de la Europa Occidental, pero difícilmente se construirá una Europa fuerte y de dimensión continental sin una verdadera entente cordiale entre franceses y británicos. Pese a haber sido aliados a lo largo del siglo XX, la compleja historia de sus relaciones sigue pesando en el momento actual; y a esto hay que añadir la continua tentación del aislamiento británico, en especial en tiempos de bonanza económica, lo que de paso dificulta los proyectos europeístas de Blair. Sin embargo, los condicionamientos de la política interior francesa, sobre todo tras el triunfo del “no” en el referéndum, hacen muy difícil el acercamiento entre lo que se ha llamado la Europa social y la Europa liberal. Francia seguirá hablando de “más Europa”, frente a una Gran Bretaña que sólo estaría interesada en un área de libre comercio, pero esa profundización europeísta llevaría hacia una “pequeña Europa” en la que el país galo tendría un papel destacado.
Análisis: Las elecciones presidenciales francesas, previstas para mayo de 2007, pueden condicionar el comportamiento de Francia en los temas europeos en los próximos dos años. Desde el momento en que el “no” en el referéndum francés se ha interpretado como un rechazo a la Europa de los mercaderes, al modelo liberal representado por Blair, los gobernantes franceses se sentirán inclinados a realizar una “huída hacia delante”, haciendo especial hincapié en la política europea ante los escasos resultados en los aspectos económicos y sociales de la política interna. Esta dimensión exterior se ajusta perfectamente al perfil del primer ministro, Dominique de Villepin, un diplomático, cuyo prestigio está en gran parte fundamentado por su discurso de oposición a la guerra contra Irak en el Consejo de Seguridad. Villepin, supuesto “delfín” de Chirac, será de los que prediquen una defensa a ultranza del modelo social europeo, y aparecerá como un representante del “centro social”. Si repasamos su libro de ensayos, Le cri de la gargouille (2002), no encontraremos, sin embargo, demasiada concreción en el pensamiento político de Villepin. En esta obra asistimos a una especie de híbrido entre el estatalismo y el liberalismo, con referencias enfáticas a los proyectos sintetizadores de la República y de la Nación hechos por Napoleón y De Gaulle, e incluso había una sorprendente alusión al New Deal de Roosevelt. No menos llamativa era su cita del ensayo sobre la erradicación de la pobreza, escrito por Luis Napoleón Bonaparte antes de convertirse en Napoleón III.
Es evidente el atractivo que para Villepin tiene la política exterior. Esta es una mejor manera de pasar a la Historia –y este político es de los que se refieren en sus escritos al destino– que por la política doméstica, tan ingrata y compleja en lo económico y social. Ese interés de diplomático y de apasionado de la Historia de Francia llevará inexorablemente a “más Europa”, en el nombre de Francia. Pero el resultado no conllevará una “gran Europa” sino una “pequeña Europa”, una Europa “eurooccidental” y casi de socios fundadores, enfrentada al supuesto modelo liberal. No es la mejor perspectiva para una Europa ampliada a 25 ó 27 miembros.
En todo caso, la actuación de Villepin persigue ganar simpatías en el electorado soberanista y de izquierdas, aunque difícilmente servirá para frenar los niveles de impopularidad de Chirac, por mucho que el presidente haya calificado al liberalismo de “nuevo comunismo de nuestro tiempo”. Existe el riesgo de que esa mala imagen arrastre también al primer ministro, por lo que se verá obligado a distanciarse progresivamente de su mentor si quiere tener alguna oportunidad en la carrera presidencial. Es cierto que su nombre no suena entre los presidenciables, pero su calidad de hombre de confianza de Chirac avala esta posibilidad. Está claro que su rival más destacado será Nicolas Sarkozy, jefe de filas de la UPM, que nunca ha ocultado sus ambiciones de suceder a Chirac, y que sería el político francés más valorado, según unas encuestas que parecen aplaudir su “mano de hierro” en el Ministerio del Interior. Arrastra este político, sin embargo, una paradoja sobre la que los analistas no suelen detenerse: si preconiza reformas liberales que reduzcan el tradicional peso del Estado en la economía francesa y busca un mayor entendimiento con Washington –uno de los calificativos malévolos que se le dedican es l’américain–, se enfrentará desde el primer momento al bloque del “no”, a los que defienden un modelo social de carácter intervencionista y consideran que la auténtica Europa, liderada por Francia, es aquélla que actúa en la escena mundial como un contrapeso de Estados Unidos. Parece inevitable que Sarkozy haga concesiones, ¿condicionarán éstas sus proyectos de reforma? Además hay otro riesgo: suponiendo que Sarkozy sea el ganador, ¿no darán el resultado de las inmediatas elecciones parlamentarias la mayoría a la izquierda? Las dificultades de la cohabitación serían evidentes y agravarían más la crisis de la Quinta República.
Por lo demás, la estrategia de Villepin será la de no acentuar sus diferencias con Sarkozy; tendrá que mostrarse discreto para salvaguardar su propia imagen. Ambos políticos forman parte por ahora del mismo gobierno, mas no cabe duda de que Sarkozy identifica a Villepin como una especie de alter ego de Chirac. Mas un hipotético presidente Sarkozy –o quien sea– sólo puede heredar, como apuntaba Le Monde en su editorial del pasado 27 de junio, una catástrofe, pues estos dos años sólo pueden caracterizarse por un aumento del paro y del déficit y la continuación del descenso del crecimiento y la competitividad. La presión sindical, coreada por una buena parte de la opinión pública, hará inviables las tímidas reformas del gobierno de Villepin, y poco a poco se podría ir repitiendo la historia del descrédito, con huelgas generales incluidas, del gobierno de Raffarin, tras las expectativas despertadas por la llegada de aquel honrado “político de provincias”. Las perspectivas francesas –en lo político, económico y social– no son muy alentadoras, más allá incluso de las citas electorales de 2007, y esto aparte de augurar turbulencias internas en el país galo, tampoco es una buena noticia para la construcción europea, en la que Francia juega un papel fundamental. Quizá habría clarificado más el panorama la dimisión de Chirac y la convocatoria de elecciones anticipadas, tras la victoria del “no” en el referéndum.
En esa “huída hacia delante” europea, ¿relanzará Villepin la idea de una unión franco-alemana, a la que aludió de pasada en su primer discurso en la Asamblea Nacional, y a la que también se refirió en enero de 2003, con motivo del 40 aniversario del tratado del Elíseo? En algunos miembros de la UE, sobre todo los de la reciente ampliación, despierta suspicacias la posibilidad de una asociación al margen de los tratados, y más todavía si este acuerdo se hiciera en el marco de las cooperaciones reforzadas, pues alimenta la idea de que estamos ante un acuerdo excluyente que presupone una Europa “de primera” y otra “de segunda”. La percepción externa es la de una “pequeña Europa” que, pese a lo que se diga, se configura como una “Europa fortaleza”, replegada en sí misma, y que no tiene trazas de ser “una Europa potencia”. La respuesta de Berlín a la oferta de Villepin fue negativa, sin más comentarios, y no parece que Angela Merkel, si llegara a la cancillería en septiembre, fuera muy entusiasta de la idea. No es una propuesta con demasiadas ventajas, sobre todo si Alemania quiere recuperar crédito ante la “nueva Europa”, teniendo en cuenta que Berlín fue uno de los grandes valedores de la ampliación, ampliación vista ahora con reticencia por unos electores franceses que han hecho gala de sus temores ante el “fontanero polaco”.
A falta del entusiasmo de Alemania, ¿abandonaría Francia su proyecto de constituir un “núcleo duro” de la UE? Pensamos que no, aunque se adaptará a las circunstancias de cada momento, mas es algo que figura entre los objetivos de París: la ampliación ha contribuido a disminuir su influencia en la UE. Un “núcleo duro”, en el que es importante que esté Alemania, sería un modo de volver a los buenos tiempos de la Europa de los Seis. ¿Cómo no pensar en aquellas reflexiones de De Gaulle, en los años 60, cuando hablaba de hacer del espacio comprendido entre el Rin, los Alpes y los Pirineos una de las grandes potencias planetarias, un poder arbitral entre anglosajones y rusos? La diferencia es que, desaparecido el telón de acero, Francia se está aproximando más a Rusia, lo que evidentemente despierta recelos entre los países ex comunistas miembros de la UE. Es un ejemplo de la política de equilibrio, en este caso frente a los norteamericanos. De cualquier modo, Rusia nunca jugará a la carta única del eurocontinentalismo –léase también antiamericanismo–, por muy reticente que sea a las críticas de la Administración Bush.
Se diría que en la percepción francesa de Europa, De Gaulle se ha impuesto sobre Monnet, aquel pragmático banquero que quería construir Europa sobre la base de la flexibilidad. Le reprochaban los gaullistas que fuera únicamente un comerciante, alguien incapaz de comprender los grandes temas de la grandeur: la diplomacia y la milicia. Según ellos, todo lo asemejaba a fusiones de empresas competidoras entre sí. No es extraño que políticos como Michel Jobert llegaran a afirmar que tanto la Declaración Schuman como el tratado de la Comunidad Europea de Defensa habrían contado en su elaboración con diplomáticos de la Secretaría de Estado americana. Cuando algunos eurodiputados señalan con el dedo a la Comisión y la presentan como patrocinadora del modelo liberal, es inevitable pensar en De Gaulle frente a Monnet.
Una de las paradojas de la política patrocinadora de “más Europa”, por no decir de una “pequeña Europa”, es que sus defensores proclaman que el sentido de Europa no reside en la fuerza del mercado sino en los valores europeos. Llegan incluso a diferenciar los valores americanos de los europeos, incluso a oponerlos, sin querer reconocer su parentesco y pertenencia a un tronco común. Su antiamericanismo les lleva a creer en un sistema de equilibrio mundial, después de que éste haya sido desterrado del continente europeo. Acaso sean kantianos en una dimensión europea, pero no está tan claro que lo sean a nivel universal, pues en todo sistema de equilibrio predominan más los intereses que los valores. Si se llega a la conclusión de que Europa es capaz de entenderse mejor con Rusia, China o la India que con EEUU, el concepto tradicional de Occidente se resquebraja, pues Europa se afirma como un contrapeso a los americanos, y otra de sus consecuencias es la división entre la “vieja” y la “nueva” Europa, en función de la mayor o menor proclividad hacia Washington. En la “pequeña Europa” está latente la tentación de compensar el raquitismo político con el fomento de un nacionalismo –que no patriotismo– europeo. Todo nacionalismo necesita de un Otro para afirmar su identidad, y además precisa creer en su superioridad moral frente a ese “enemigo objetivo”. Europa, según el historiador alemán Rudolf van Thadden, requiere también de ese Otro, lo que supondrá definirla en claro contraste u oposición frente a EEUU. ¿No podría llevar esto a poner en sordina el discurso oficial sobre derechos humanos y libertades fundamentales, y dejar que los intereses estratégicos, en un sistema mundial basado en el equilibrio, se supediten en la práctica a los tan cacareados valores?
Los riesgos de una división de Europa no sólo inquietan a los países de la reciente ampliación sino también a los vecinos europeos de la UE. Una “Pequeña Europa” influiría negativamente en países como Ucrania que hizo su “revolución naranja”, con la mirada puesta en Bruselas. Otro tanto podríamos decir de los países balcánicos occidentales que sólo superarán los fantasmas de la xenofobia y el nacionalismo agresivo con el horizonte de una ampliación, por lenta que ésta pudiera ser. Es significativo que el ruso Alexander Dugin, nacionalista y líder de un movimiento que defiende el predominio de Eurasia frente a las potencias anglosajonas, hable de una lucha entre eurocontinentales y euroatlantistas, y de que el fracaso de los refrendos de la Constitución europea supone una ventaja para Rusia. Este país podría recuperar su perdida influencia en el espacio de la CEI, pues países como Ucrania o Georgia percibirán que se les cierran las puertas de Europa. Una “Pequeña Europa”, cerrada en sí misma podría generar inestabilidad más allá de sus fronteras. Pero las cautelas ante la ampliación están ahí por parte de políticos franceses o alemanes, mas Europa no debería pronunciar la palabra “nunca” sino dejar la puerta entreabierta en forma de políticas de vecindad o incluso de “geometrías variables”. Ambas fórmulas no cierran puertas. Lo contrario es desalentar a las fuerzas reformistas en los Balcanes occidentales y países de Europa Oriental. Los conflictos de Kosovo o del Transdniester pueden emerger en toda su crudeza. La supuesta extensión del espacio europeo de estabilidad quedaría puesta en duda.
Todo lo anteriormente expuesto nos sirve para subrayar que las diferencias entre París y Londres, encarnaciones respectivas de la “pequeña” y “gran” Europa, van más allá de las cuestiones presupuestarias. Por encima de las habituales sonrisas diplomáticas, la percepción de los medios de comunicación, a uno y otro lado del Canal, es que en la pasada cumbre de Bruselas se enfrentaron dos ideas de Europa, que el veto británico ha sido la expresión de un nuevo Waterloo. Las caricaturas podrían multiplicarse hasta el infinito y afirmar, sin ir más lejos, que estamos ante la lucha entre el modelo social renano y el del liberalismo manchesteriano. ¿Erhard contra David Ricardo? O puestos a imaginar, ¿Napoleón contra Wellington? Estas visiones tópicas contribuyen a la división de Europa, no sirven para construir esa Europa fuerte de la que hablan tanto Blair como Chirac. Se nos ha repetido que no se puede construir Europa contra Francia y Alemania. Cierto, pero tampoco puede hacerse una Europa fuerte contra Gran Bretaña, por mucho que algunos piensen que los británicos sólo están llamados a entenderse con los americanos. De ahí que sería crucial buscar algún tipo de entendimiento entre franceses y británicos, aunque las vicisitudes de la política interior francesa no lo favorecen a corto plazo.
En el fondo de la crisis en la UE, subyacen con toda su fuerza las dificultades para construir una auténtica relación estratégica entre Londres y París. La entente cordiale ha cumplido un siglo, y a decir verdad sólo ha funcionado cuando los dos países han hecho causa común contra las dificultades externas. Ahí están los efímeros ejemplos del proyecto de unión franco-británica, proclamada solemnemente tras la derrota francesa de 1940, o de la solidaridad anglo-francesa para defender sus intereses en Suez (1956). Recordemos que el desenlace de esta última crisis influyó en la decisión francesa de acelerar la formación de la CEE al año siguiente, pero la inmediata llegada del gaullismo al poder, con todo su historial de desavenencias con los anglosajones y con una concepción estratégica más volcada hacia Europa occidental y el Mediterráneo, frustraría un mayor acercamiento entre franceses y británicos. No obstante, hay que resaltar que el quid de la cuestión, ahora y en tiempos pasados, no radica sólo en la postura de París sino que es de índole más profunda: ¿cuál es el papel de Gran Bretaña en el continente europeo?
Pese a que Blair sea el primer ministro más europeísta desde Heath, su compromiso de implicación con la UE siempre estará sujeto a unos límites, dada una opinión pública y unos medios de comunicación mayoritariamente euroescépticos. Con numerosos adversarios en el frente doméstico, no es fácil ejercer en Europa el liderazgo, a pesar de las horas bajas del eje franco-alemán. Es cierto que Gran Bretaña está situada geográficamente lejos del corazón del continente, pero sus intereses estratégicos le impiden mostrarse ajena, y menos en un mundo global, al destino de Europa. No es ningún secreto que un referéndum británico sobre la Constitución con resultado negativo habría suscitado complacencias malévolas al otro lado del Canal: por fin, el “caballo de Troya” de los americanos en Europa quedaba neutralizado y al margen de una Europa dirigida por el motor franco-alemán. No ha sido así, y tras los referendos francés y holandés, Blair sale reforzado en su apuesta por Europa, aunque muchos compatriotas suyos sueñen con una imposible Suiza insular. Bastantes de ellos suelen ser admiradores de Churchill, pero como muy bien ha subrayado Timothy Garton Ash, aquel primer ministro no se habría aislado sino que habría valorado cuáles son los intereses de su país en el continente europeo. Con todo, la opinión pública británica parece incapaz de comprender que a Londres se le presente la oportunidad de ejercer un cierto liderazgo europeo. La mayoría de los medios ofrece la imagen de que la UE es un fracaso, sobre todo tras los refrendos negativos: ¿por qué comprometerse más con el bando de los perdedores?
Mas lo cierto es que los británicos tienen una historia secular en la que han contribuido a moldear Europa a través de la diplomacia y la economía, y en algunas ocasiones, desde el siglo XVIII, sus tropas de tierra han combatido en el continente cuando el equilibrio europeo se ha visto amenazado. Los intereses de Gran Bretaña son ahora diferentes: gracias al mercado único europeo, el PNB se ha visto incrementado, a las islas han llegado cruciales inversiones y Gran Bretaña se ha beneficiado de las ventajas de la voz única europea en el comercio mundial. Pero de ahí a afirmar que Londres pretende únicamente una extensa área de libre comercio no se ajusta a la realidad. Por otra parte, la historia nos demuestra que toda área de libre comercio tiene necesariamente repercusiones políticas para sus miembros, con independencia de que se persiga o no una unión política. Además los retos europeos no sólo son económicos; están también asuntos como la inmigración ilegal, el crimen organizado, el terrorismo, la amenaza de los Estados fallidos exportadores de inseguridad… De estas cuestiones no puede ocuparse un único Estado, por muy influyente o poderoso que sea, pues traspasan las fronteras de los Estados soberanos. De ahí que la visión de Europa del primer ministro sea la de un pool de soberanías compartidas, perfectamente expresado en el eslogan More Europe, More Britain. El pragmatismo de un europeísta como Blair le hará, sin duda, ver que los debates clásicos entre lo federal y lo intergubernamental son tan estériles como vacíos de contenido: Europa debe hacerse como una federación de Estados naciones, con asociaciones en campos concretos, y no como un Estado federal. No es realista la idea de unos Estados Unidos de Europa, y sí la de una Unión Europea de Estados. Esta Unión es una “gran Europa”, y no una “pequeña Europa” encerrada en sí misma.
Con independencia de que Gran Bretaña no esté en el euro o en los acuerdos de Schengen, siempre jugará un papel destacado en una Unión cuyo método de trabajo es la negociación y las eventuales coaliciones de intereses entre los Estados miembros. Las diferencias, que han de limarse con el consenso, forman parte de la dinámica habitual de la UE. Tampoco se puede acusar a Blair de antieuropeo porque ponga sobre la mesa los problemas reales de Europa, pero los 20 millones de parados europeos no se reducen con el freno a la ampliación. Frenarla puede rentar dividendos electorales a corto plazo, puede salvar unos cuantos empleos o evitar algunas deslocalizaciones, pero los efectos derivados de la globalización siguen estando ahí. Blair viene a recordarnos que Europa no se construye sólo con voluntarismos de reformas constitucionales o institucionales. Primero se hace Europa, ¿y luego, los europeos?
Blair ha resaltado que el actual presupuesto de la UE no responde a las necesidades reales, sobre todo en investigación y desarrollo, aquello en lo que Europa puede competir. Con todo, la reducción de la partida agrícola, propuesta por el primer ministro como alternativa, no puede ser efectuada en forma drástica sino que debería hacerse progresivamente a lo largo de bastante años; y esto no sólo por la oposición de París sino también en interés de los países de la “nueva Europa”, en los que la agricultura sigue siendo importante. Hay que tener presente que estos países, y en particular Polonia, aparecen como un “laboratorio” de una economía más dinámica y competitiva, en la línea propuesta por Blair, pero al mismo tiempo tienen necesidad de los fondos agrícolas. A este respecto, el primer ministro polaco, Marek Belka, recordaba que los fondos sirven para que las explotaciones agrarias puedan aumentar su nivel de compra y esto permitirá también crear nuevos empleos no agrícolas en el campo.
Conclusión: Entramos seguramente en un tiempo de paréntesis en la UE hasta el mes de octubre, en espera del consejo europeo informal en el que Blair hará sus propuestas para impulsar la Unión, y una de ellas pasará por el relanzamiento de la directiva de servicios ó directiva Bolkestein, auténtica “bestia negra” de los franceses que la califican de “directiva Frankenstein”. Para entonces ya se habrán celebrado las elecciones alemanas y una previsible canciller, Angela Merkel, será más permeable a las propuestas liberales. Habrá que buscar el necesario consenso, pues no será sencillo sacar adelante la directiva. Las necesidades domésticas de Chirac no le pondrán las cosas fáciles a Blair. Como el presupuesto no tiene que aprobarse hasta el año próximo, queda tiempo todavía para que los medios sigan resaltando el enfrentamiento entre la Europa social y la Europa liberal. Por tanto, hay que contar con que Francia puede mostrarse poco flexible en bastantes temas, con independencia de que en las presidencias austriaca y finlandesa de 2006, pudiera hacer algunas concesiones. En todo caso, la política interior francesa hace poco viable un mayor entendimiento entre París y Londres, algo absolutamente indispensable para construir una Europa fuerte, en vez de una “pequeña Europa”.
Antonio R. Rubio Plo
Profesor de Relaciones Internacionales, C.U. Villanueva, Universidad Complutense de Madrid