Tema: China es una de las potencias más desapercibidas en Occidente cuando se valora el alcance del contraataque contra los perpetradores del 11-S y de los posteriores atentados en distintos puntos de Eurasia. La doctrina Bush de la guerra antiterrorista y preventiva ha sido secundada por una variada coalición de países. Pekín sólo ha apoyado la lucha antiterrorista y lo ha hecho además a su manera, adoptando una serie de medidas geoestratégicas de alcance regional y apuntalando otras de alcance global. Pero principalmente es la actitud estadounidense la que deja a China en una circunstancia distinta a la del 10 de septiembre de 2001.
Resumen: Este análisis aborda tres cuestiones. En primer lugar, contextualiza la situación previa y la oportunidad estratégica que se le abre a la República Popular China (RPC) con la reacción estadounidense al 11-S. En segundo lugar, presenta y examina el papel concreto que ha jugado Pekín en estos tres últimos años en la lucha antiterrorista emprendida por la administración Bush. En tercer lugar, analiza qué ha ganado o asegurado efectivamente Pekín con su participación en un conflicto difuso y de largo alcance.
Análisis: En la noche del mismo 11 de septiembre de 2001 el ministro de Asuntos Exteriores chino, Tang Jiaxuan, remitió un telegrama de duelo al secretario de Estado Colin Powell. En la medianoche de ese día el presidente Jiang Zemin envió sus condolencias escritas a Bush en que condenaba “como siempre” (decía la declaración) toda forma de terrorismo. Finalmente, varias horas después Jiang telefoneó a su homólogo norteamericano. Entretanto, en varios chats chinos se constataban opiniones que veían las causas de la tragedia en la retahíla de errores cometidos en el mundo islámico; otras incluso recordaban los conflictos bilaterales que coronaron una década de relación dificultosa entre China y EEUU. En verdad, la nueva administración en Washington se había estrenado pocos meses antes declarando a Pekín un “competidor estratégico” y, poco después, desencadenando la crisis del avión espía estadounidense, el EP-3, frente a las costas meridionales chinas. Por añadidura, entre otros muchos contenciosos e incidentes, todos recordaban aún el bombardeo, por un avión estadounidense, de la embajada china en Belgrado, en 1999, explicado oficialmente como “accidental”, pero que pocos entendieron como fortuito.
El 11-S como oportunidad estratégica para Pekín
Pekín tenía cierto conocimiento del terreno del país de origen de los ataques del 11-S, como resultado de la colaboración conjunta de las agencias de espionaje de la República Popular China, EEUU y otras en su apoyo en Afganistán a Bin Laden y a los mujaidines durante la invasión soviética en los años ochenta. Con todo, durante la década siguiente, con la excepción de su férrea amistad con Pakistán, Pekín, al igual que Washington, descuidó el área centroasiática meridional. Se concentró más al norte, en el nuevo fenómeno, con ramificaciones transfronterizas, del nacionalismo e independentismo uigur en la provincia noroccidental de Xinjiang, abriendo en 1996 un diálogo de seguridad e información con los tres nuevos países ex-soviéticos de su frontera occidental y con Rusia.
Pocos días después del 11-S, Pekín ya reaccionaba al hilo del gran giro geoestratégico estadounidense reflejado en la intempestiva inclusión de su más antiguo aliado, Pakistán, en el nuevo puzzle de alianzas de Washington. El 19 de octubre, con ocasión de la cumbre de APEC en Shanghai, se produjo el primer encuentro de Jiang y Bush, en el curso del cual China escuchó repetidamente que contaba ya con el apoyo de EEUU para acelerar el proceso de entrada a su recién aprobado ingreso en la OMC. Pekín, por su parte, dio publicidad a su compra de 30 aviones Boeing a EEUU, decidida a comienzos de ese mismo mes, como medida de buena voluntad. Y ante la solicitud estadounidense de apoyo de China a la lucha antiterrorista, ya planteada semanas antes, Jiang abogó por el establecimiento de un mecanismo de diálogo directo de alto nivel, la coexistencia de larga duración y la cooperación estratégica, cuya ecuación debía ser, en palabras del líder chino: “a mayor precisión del golpe antiterrorista, más efectivo el golpe”.
Pekín afirmó que apoyaría las nuevas acciones en las votaciones del Consejo de Seguridad de la ONU, reservándose así a la vez la exteriorización de su preocupación, comúnmente compartida, por la barbarie y el inherente protagonismo político. También abogó por incluir en el nuevo conflicto a “todo tipo de terrorismo”, agregando una lectura interna: su represión de protestas y levantamientos nacionalistas e independentistas en la provincia noroccidental de Xinjiang, tierra de confesión islámica de la vertiente suní de la minoría uigur. Desencadenadas en el contexto del desmoronamiento de la URSS y prolongadas durante la década de los noventa, en estas protestas y rebeliones, algunas sangrientas, Pekín identificó a varios grupos uigures, englobándoles bajo el término Dongtu (abreviación en chino de Turquestán Oriental). Precisamente apuntó con virulencia hacia el Movimiento de Liberación del Turquestán Oriental, con vínculos en Afganistán. Con todo, en años sucesivos Pekín controló férreamente la situación, aunque con alguna moderación en alguno que otro caso concreto ya que EEUU había demostrado predisposición hacia las libertades del pueblo uigur, que en las últimas dos décadas conformó un lobby visible, destacado y escuchado en Washington. Todo eso cambió tras el 11-S y no ha variado hasta hoy.
Aspectos de la cooperación concreta con EEUU
Con Bush autodefinido como el presidente “de la guerra” y con un panorama de colaboración mundial ante el terrorismo que ofrecer ante un electorado a dos meses de los comicios, la administración Bush puede hacer un balance poco sustancioso de su cooperación con China en la lucha contra al-Qaeda. Washington ha destacado el control de las fronteras orientales de Afganistán y Pakistán, como no podía ser de otra manera porque Pekín es obviamente parte interesada.
Además, a comienzos de este año el Departamento de Estado ha insistido en la participación de la RPC en el entorpecimiento de las redes de financiación de grupos terroristas, concretamente con el establecimiento de una oficina destinada a combatir el lavado de dinero, que incluye un departamento de investigación y disposiciones para congelar fondos asociados al terrorismo. Pero en este ámbito aparentemente crucial se han logrado unos avances más que discutibles en Asia y a nivel global, entre otras razones porque las redes terroristas rozan sólo parcialmente el ámbito bancario y financiero tradicional. Además, en el caso chino, excepto Hong Kong, el sistema bancario está poco desarrollado. Y lo más paradójico es que son bajísimos los costes financieros de la preparación de las acciones terroristas más sonadas desde el 11-S, según el informe especializado del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas dado a conocer el pasado agosto.
Un flanco más relevante en el que China sí ha cooperado efectivamente, y que ha sido resaltado por la administración Bush, ha sido la participación desde hace un año en la Container Security Initiative (CSI), dirigida a prevenir la entrada de armas químicas, biológicas y nucleares en la carga de buques que navegan hacia EEUU. En abril de 2004 el director del FBI, Robert Mueller, destacó favorablemente esa participación durante su visita de inspección al enclave estratégico que es Hong Kong, en su condición de punto de origen y tránsito de uno de cada 10 contenedores que llegan a EEUU y de centro financiero y comercial donde hay registrados un millar de empresas norteamericanas y 50.000 ciudadanos norteamericanos residentes.
EEUU también ha destacado las medidas adoptadas por China para restringir la venta de tecnología de misiles a países que Washington ha considerado durante años aliados del terrorismo, como Corea del Norte, Irak, Irán, Libia y Siria. Sin duda se trata de medidas de efectividad potencial, pero hasta hoy inútiles, confrontadas con los hechos que podrían ocurrir, o, peor aún, con los que efectivamente han ocurrido. Por un lado, las tecnologías ya existentes son mortíferas, en primer lugar en manos del principal aliado anti al-Qaeda de Washington, que es el contradictorio e impredecible establishment paquistaní, caja de resonancia de una sociedad que incluye grupos precisamente afines a al-Qaeda y a la proliferación de armas para su particular cruzada antioccidental. A la vez, como lo han demostrado todos los atentados, con el del 11-S incluido, los ataques utilizan unos medios primitivísimos que se reducen a secuestros de personas, aviones y colocación de bombas más potentes que complejas.
Washington también ha exhibido como una colaboración concreta los resultados de sus regulares sugerencias a Pekín para presionar a su aliado tradicional, Islamabad, y evitar cualquier crisis con la India. Pero precisamente porque un enfrentamiento Islamabad-Nueva Delhi tiene potencial para desestabilizar peligrosamente al gobierno paquistaní al desgajar su atención en tres frentes (la frontera afgana, la india, y a la misma administración, que cuenta con enemigos internos), el general Musharraf entiende perfectamente bien estas razones. Una presión china es un gesto más de una política exterior que, por añadidura, ha iniciado un lento aunque múltiple acercamiento con la India, y viceversa, del que ya hay pruebas en los últimos dos años.
Un frente novedoso posterior al 11-S ha sido el estrechamiento de los vínculos tradicionales de seguridad y defensa sino-estadounidenses de una forma que no se veía en más de una década. En el primer aspecto destaca la visita que, tras la de Hong Kong, realizó a Pekín el jefe del FBI y en la que conoció la primera oficina de enlace de su agencia en esa capital con funciones de contraterrorismo. El centro había sido anunciado precisamente en esa misma ciudad por el fiscal general, John Ashcroft, en 2002, y su objetivo es el de compartir información sobre terrorismo islámico centroasiático. Además, en la capital china tiene su sede la Organización para la Cooperación de Shanghai (OCS), institucionalizada en 2004, y uno de cuyos objetivos es precisamente el contraterrorismo. Pero su centro especializado está en Tashkent (Uzbekistán), donde el propio Washington tiene desplegadas tropas y agentes diversos, además de en Kirguistán, Tadjikistán y Kazajstán, junto con un sistema de vigilancia para Asia Central in situ. En síntesis, la potencial ayuda china a EEUU en este apartado es marginal y la información a transmitir seguramente será consultada previamente con sus otros cinco aliados de la OCS, entre ellos Rusia.
La visita del FBI a la RPC sucedió a la del jefe del Estado Mayor Conjunto, Richard Myers, que decididamente se enmarcó en una atmósfera claramente pragmática. En efecto, por un lado, Myers se dio el lujo de reafirmarse en el compromiso de defender Taiwán y por otro resaltó junto con Jiang Zemin el mejoramiento de las relaciones militares bilaterales después de tres años de estancamiento. Probablemente se anuncien novedades en el marco de la visita a EEUU del homólogo de Myers, Liang Guanglie, prevista para fines de este año. Pero unos intercambios militares ampliados revelarían mucho de las capacidades militares estadounidenses y nada significativo de las fuerzas chinas, que están mucho menos desarrolladas.
Tampoco vale el razonamiento de que un mejoramiento en varios campos contribuye a que Pekín coadyuve decisivamente a desactivar duraderamente la larvada crisis con Corea del Norte. Ya aparece claro que Pyongyang tiene una estrategia inigualable de crisis y resistencia como fortaleza sitiada.
La consolidación de los intereses chinos
A cambio de la cooperación, el Departamento de Estado incluyó en su lista de organizaciones terroristas al Movimiento de Liberación del Turquestán Oriental. Y pese a que las otras tres organizaciones uigures que los chinos engloban como Dongtu, la Organización de Liberación del Turquestán Oriental, el Congreso Mundial de la Juventud Uigur y el Centro de Información del Turquestán Oriental, no fueron incluidas en la lista, a Pekín le basta para conectar la lucha contra el independentismo uigur con la lucha antiterrorista internacional. Al Dongtu se le responsabiliza de actos de desestabilización interna entre 1990 y 2003, casi todos en la provincia de Xinjiang, donde se han producido 260 protestas y levantamientos diversos con resultado de 162 muertos, 440 heridos e intentos de sabotaje de líneas férreas. También se les responsabiliza de ataques a intereses chinos en distintos puntos de Asia Central, en el Cáucaso y hasta en Estambul. En cuanto a la causa autonómica o independentista de los vecinos tibetanos, que llegaron a contar con extendidas simpatías en EEUU en lugares clave como el Congreso y Hollywood, ha declinado en el importante firmamento mediático.
Inevitable en un país sin ley como Afganistán, en junio de este año fueron muertos por desconocidos 11 chinos que trabajaban en un proyecto de irrigación cerca de Kunduz, y pocas semanas después explotó un artefacto a la entrada de su embajada. China también ha tenido nacionales raptados en Irak, aunque fueron liberados a las pocas horas. Previsiblemente, las víctimas chinas en el amplio Oriente Medio seguirán siendo relativamente pocas y más bien accidentales y asumibles para Pekín, percibida por lo general como potencia benigna. Más relevante para los estrategas de Pekín es que el descuido del Afganistán post-talibán por EEUU les ha dado un hueco para regresar allí tras años de ausencia.
En el cercano Uzbekistán, que no tiene fronteras con China, también hay una ganancia. Tras el 11-S el régimen de Tashkent diversificó notablemente sus relaciones al conceder bases militares a Washington a cambio de un apoyo multilateral que el régimen de Islam Karimov se ha encargado de equilibrar aceptando en su territorio el centro antiterrorista de la OCS. Ésta contempla, además de la seguridad, un estrecho intercambio económico y una ambiciosa labor de infraestructuras Este-Oeste desde China, que pasará por Asia Central y conocida como “Ruta de la Seda”.
China tiene un gran interés en Oriente Medio. Un objetivo principal es que la guerra preventiva no afecte el suministro de hidrocarburos, del que es importador neto como nunca antes. Pero una lucha antiterrorista temeraria que pone en peligro a la región proveedora tradicional del Golfo Pérsico, más las razones intrínsecas relacionadas con su crecimiento económico, han espoleado a la RPC a lanzar una diplomacia económica más global que nunca. Pekín también ha reforzado su presencia exterior utilizando dos vértices en consonancia con los valores de la superpotencia dominante. Por un lado, a partir de la seguridad, y por otro, a partir del libre comercio. En 2003, dentro del marco de la OCS, las fuerzas armadas chinas se involucraron por primera vez en ejercicios militares dentro de una alianza multilateral. También han realizado recientes ejercicios militares con India y Pakistán (con éste tanto terrestres como navales). Y en 2004 unos ejercicios navales con Francia fueron saludados como los más completos desarrollados por la RPC con un país extranjero. Todo lo anterior era algo impensable en los primeros meses de la administración Bush.
Hay también algunos signos de proyección de poder adicionales de China en Asia Central, en concreto en Kirguistán y Kazajstán, en relaciones económicas y de seguridad bilaterales que trascienden la OCS. Y en el flanco del sudeste asiático ha ganado enorme prestigio como potencia multilateralista en la relación regional, igualmente en los ámbitos de comercio y seguridad que quedan aún mejor resguardados en el Pacto de No Agresión firmado por Pekín con la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN) en 2003.
Adicionalmente, Washington, como es mundialmente percibido, ha perdido la bandera de los derechos humanos, que tradicionalmente solía ser una de sus bazas a la hora de dialogar con Pekín. Esgrimirla ahora, aunque indirectamente, aparecería absolutamente indefendible. Ya hay signos. Hace pocos días Colin Powell, sin justificación aparente (aunque la única sería la teórica preservación de los derechos humanos de los presos), declaró que los 22 chinos de etnia uigur detenidos en Afganistán y llevados a Guantánamo serían liberados y enviados a un lugar neutral todavía indefinido. El Diario del Pueblo ha instado a no quebrar la unidad internacional y a no hacer distinciones entre terroristas que complotan contra el orden en China y aquellos que lo hacen contra EEUU.
Conclusiones: De lo anterior se desprenden cinco conclusiones principales.
En primer lugar, desde el 11-S China revirtió, primero, su acosada situación en la relación bilateral. Ha pasado de ser un “competidor estratégico” a una potencia asociada. El balance tras tres años confirma que China no se ha visto obligada a permutar o ceder ningún interés fundamental en su relación con EEUU e incluso que ha aumentado cotas de poder y prestigio internacional. Conviene recordar, sin embargo, que Pekín tampoco debía ceder nada a partir de una crisis cuyas raíces históricas residen en un desentendimiento de otros, no de los chinos, con el mundo del que emergen los irracionales ataques del 11-S y posteriores. Con todo, puesto que es imposible controlar las redes del terror y entrever su futuro, Washington no podrá relativizar a la baja a los chinos como aliados.
En segundo lugar, de las tres potencias con intereses euroasiáticos, EEUU, Rusia y China, sólo ésta última es la que indudablemente se puede sentir más segura cuando discrimina quiénes son sus enemigos reales. Desde esa posición ha aprovechado la coyuntura, combinadamente, para reforzar su cinturón de seguridad periférico.
En tercer lugar, China tiene una situación geoestratégica periférica en relación con la euroasiática Rusia y los globales EEUU. Tampoco China es un país por el que transiten y se comuniquen por variados medios unas células terroristas para coordinarse o contactar a miles de potenciales simpatizantes, como ocurre en el espacio común europeo. Los intereses vitales chinos no parecen hoy amenazados por ninguna red desde ninguna ciudad o remoto punto o campo de entrenamiento del mundo islámico. Al-Qaeda no ha amenazado nunca a China.
En cuarto lugar, en el escenario interno Pekín se ha servido del impulso de Washington y lo ha convertido en una reserva de argumentos para aplastar sin ningún miramiento los brotes nacionalistas o independentistas, que además nunca llegaron a representar un peligro real de secesión. La argumentación también se puede utilizar propagandísticamente contra diversos colectivos disidentes, e incluso contra Taiwán, como han hecho altos oficiales de las fuerzas armadas chinas.
Por último, Pekín parece mantener su tradicional reputación en el mundo árabe y en gran parte del islámico. Ni siquiera sus buenas relaciones con Israel han alterado la imagen de potencia benigna. Y frente al unilateralismo de la administración Bush, que no ha ocultado su designio de democratización de los regímenes de la zona del Golfo Pérsico, Pekín contrasta con su no intervención.
Augusto Soto
Investigador asociado del Real Instituto Elcano y profesor del Centro de Estudios Internacionales e Interculturales de la Universidad Autónoma de Barcelona