Ceuta y Melilla en el marco de las relaciones hispano-marroquíes

Ceuta y Melilla en el marco de las relaciones hispano-marroquíes

Tema: La postura española en torno a la soberanía de Ceuta y Melilla es correcta. Ningún factor histórico, político o legal justificaría su modificación.

Resumen: La postura española sobre el futuro de Ceuta y Melilla es correcta y sólida. Las críticas que recibe en Marruecos y entre algunos analistas españoles responden al uso de paradigmas históricos o ideológicos superados. El único criterio que debe regir el tratamiento de esta cuestión en España es el establecido por la naturaleza democrática de su legislación y estructura política. Es hora de entender que la cesión de esas ciudades es imposible e inadmisible en la España actual.

Análisis: Aunque los puntos de fricción entre España y Marruecos son numerosos, no todos tienen la misma naturaleza, y por tanto no todos tienen la misma capacidad para generar tensiones. Desde luego, Ceuta y Melilla no constituyen en sí mismas un problema de magnitud notable si analizamos su existencia desde un punto de vista económico, migratorio o territorial. La comparación entre ambas ciudades autónomas y la extensión de masa marina en litigio entre ambos países lo dice todo. Sin embargo, constituyen el centro de un intenso conflicto emocional e influyen puntualmente en los demás ámbitos de desacuerdo. Las exportaciones de ambas ciudades influyen en la economía marroquí; la acumulación de potenciales inmigrantes en los alrededores de sus fronteras da una dimensión física a las restricciones migratorias españolas; y los efectos sobre ellas de los problemas norteafricanos, desde el tráfico de drogas hasta la extensión del fundamentalismo, convierten aquellos, más si cabe, en problemas propios.

Por consiguiente, la influencia que ejercen, directa o indirectamente en una parte significativa de la acción exterior española es elevada, un hecho que contrasta con el relativo desconocimiento de ambas ciudades y sus condicionantes demográficos, sociológicos y políticos. Cualquier análisis de la tensión que generan debe partir de varias premisas que no siempre se tienen en cuenta:

(1) Ceuta y Melilla son legal y administrativamente parte de España. La legislación vigente y aplicada en ambos territorios es la española, sin límites o modificaciones coyunturales.
(2) España no reconoce la existencia de contencioso alguno con Marruecos sobre las ciudades y su soberanía.
(3) Los títulos jurídicos e históricos respaldan la soberanía española, por discutibles que puedan parecer hoy los criterios jurídicos de otras épocas.
(4) Marruecos no reconoce siquiera la soberanía española sobre Ceuta y Melilla. Técnicamente las considera colonias en la acepción clásica del término.
(5) La población bereber de ambas ciudades es mayoritariamente española y en ninguna de las dos hay movimientos o grupos promarroquíes significativos.

Los argumentos esgrimidos por los analistas favorables a negociar una cesión de las dos ciudades a Marruecos suelen tener un alto grado de abstracción:

(1) No tienen sentido.
(2) Generan una fricción insoportable con Marruecos.
(3) No tienen valor.
(4) Dificultan la reclamación de Gibraltar.
(5) Su existencia no es comprendida entre los aliados de España y afectan a su imagen exterior.
(6) Su población es crecientemente musulmana.

Partir de la realidad
Es prácticamente imposible analizar una cuestión como esta sin hacer el esfuerzo de partir de la realidad. Y la realidad es sencilla. Ceuta y Melilla son parte integrante de un Estado moderno, democrático y occidental que es España. El porqué es igualmente simple: la compleja historia del Mediterráneo las ha situado en tal posición. En estas circunstancias, razones como las citadas tienen una endeble base argumental. Ceuta y Melilla no tienen que tener sentido, sencillamente están allí, y tienen el sentido histórico que conocemos. Tampoco necesitan tener valor. Como parte del Estado, su valor estratégico, militar o económico es circunstancial: en ningún caso podría aquel condicionar su naturaleza legal. No dificultan la reclamación de Gibraltar, a menos que alguien crea que abandonando Ceuta y Melilla el Reino Unido cambiaría su postura o la comunidad internacional respaldaría con ahínco la reclamación española. Otra cuestión distinta es el hecho, cierto, de que tal realidad pueda ser manipulada y esgrimida contra los intereses españoles en ese contencioso. Pero eso apenas debiera incomodar a una diplomacia enérgica, pues de no ser esta sería otra la cuestión utilizada. Respecto a la imagen, esta no es un bien evaluable con objetividad, no se puede abandonar un interés cierto, en este caso el ejercicio de la soberanía sobre una parte del Estado, para mejorar la imagen: ¿frente a quién?, ¿con qué objeto? La imagen es un bien en si mismo en los regímenes autoritarios. Lo fue para la administración franquista, sin ir más lejos. Lo es hoy para Cuba o para Marruecos. Pero en un Estado como España la imagen la crean los turistas, el crecimiento económico o la actividad cultural, entre otros factores. Y, por último, el aumento de la población musulmana es un hecho, pero todavía no ha explicado nadie en que cambia eso las circunstancias jurídicas, administrativas y políticas de las dos ciudades autónomas. Es un hecho la práctica ausencia de reclamaciones promarroquíes entre esa población. La Constitución insiste en el principio de igualdad. Los ciudadanos españoles de etnia bereber de Ceuta y Melilla son tan españoles como los habitantes de cualquier otra provincia de España. Esta es una realidad que nadie se atrevería a discutir hoy.

La argumentación que maltrata la posición de España en torno a la soberanía de ambas ciudades es extremadamente subjetiva. De resumir sus conclusiones, éstas podrían adoptar la siguiente forma:

(1) Los territorios de un Estado son contiguos. No tienen sentido espacios de soberanía separados por accidentes geográficos.
(2) Las diferencias fronterizas entre dos Estados son insoportables. Para solventarlas conviene que una parte ceda y la otra quede apaciguada.
(3) Las ciudades de un Estado se organizan de acuerdo con su valor estratégico o económico. Las de menor valor pueden regalarse, venderse o abandonarse.
(4) La imagen de un Estado es un bien intercambiable. Se puede regalar una ciudad a cambio de mejor imagen.
(5) Los ciudadanos no son iguales ante la ley. Los musulmanes en Estados de mayoría cristiana deben tener una consideración especial pues su existencia puede justificar anómalas decisiones de orden estratégico.

Estas conclusiones carecen de cualquier fundamento lógico, legal o histórico. Pero son las que se pretende aplicar al caso de Ceuta y Melilla. Un Estado serio no se puede permitir jugar con los derechos y libertades de sus ciudadanos atendiendo a consideraciones, en el mejor de los casos, decimonónicas, cuando no discriminatorias, inconstitucionales y ajenas al sentido común. Abdicar de esos derechos sí tiene un coste en imagen. La prueba evidente la encontramos en la cesión del Sahara Occidental en 1975. Nadie diría hoy que aquel episodio mejoró la imagen de España. Se violó el Derecho Internacional, se obvió al Tribunal Internacional de Justicia, se conculcaron los derechos de casi ochenta mil ciudadanos españoles y la imagen proyectada siguió siendo lamentable tanto en Marruecos como en terceros países. Hay que imaginar que los analistas más inclinados hacía las tesis abandonistas consideran el episodio descrito como meritorio. De lo contrario no se entiende que juzguen sobre esta cuestión con tanta laxitud como escasa consideración.

La postura española
La postura española, inamovible en lo concerniente a la soberanía de las ciudades, es correcta. Es acorde con su ley fundamental y el resto de la legislación del Estado; coincide con intereses estratégicos esenciales como es, entre otros, ejercer un control razonable sobre el estrecho de Gibraltar; ampara la voluntad de los habitantes de ambas ciudades autónomas; es respetuosa con la base jurídica que ampara la soberanía española en el derecho internacional; respeta la naturaleza legal de los dos territorios, que no es colonial; y garantiza un nivel de desarrollo político, institucional y económico a las dos ciudades extraordinarios en el norte de África. La prueba evidente de que tal postura es correcta se encuentra en el escaso éxito de las tácticas de reclamación marroquíes, que se alejaron pronto del uso de instancias internacionales, más allá de la insistencia periódica en proclamar su deseo de anexión en la Asamblea General de la ONU. Marruecos no ha conseguido internacionalizar su reclamación, ni el apoyo firme de ninguna organización internacional o la inclusión de las ciudades en las listas de territorios no autónomos de la ONU. Las ciudades son, por tanto, universalmente reconocidas como españolas, con independencia de la opinión que su estatus merezca.

La postura española puede resumirse, por tanto, de la siguiente forma: no existe contencioso alguno sobre el que iniciar una negociación; no existe ningún sentido inexorable de la historia que fuerce a modificar esta percepción; y no hay paralelismo jurídico alguno con el caso de Gibraltar. Cambiar estos tres criterios se ha convertido en el objetivo político de Marruecos y, también, de los analistas que en España insisten en considerar a Ceuta y Melilla como un problema que el Estado democrático deberá tarde o temprano resolver. La ausencia de conflicto es la conclusión lógica de la inexistencia de instancia internacional alguna en condiciones de respaldar la postura marroquí y de la naturaleza que la legislación española confiere a las dos ciudades. La propuesta de una célula de reflexión, realizada por Hassan II, tenía como objetivo conseguir de España el reconocimiento de la existencia de ese contencioso. Mientras sea inexistente será imposible discutir sobre él. La prolongación de esta situación en el tiempo tampoco plantea ningún problema histórico o político específico. En contra de lo suscrito por los críticos de la postura de España, el largo plazo no marca ineludiblemente un límite al estado actual de cosas. Los vecinos pueden convivir llevándose mal, algo que parece angustiar a más de un analista, pero que está al orden del día; y, en todo caso, nadie ha dado hasta ahora una razón convincente que respalde esa visión de los acontecimientos históricos. La descolonización, efectivamente, es un hecho relevante de la política y el derecho internacional contemporáneos, pero es también un hecho que hoy por hoy los Estados coloniales son prácticamente todos Estados beneficiados o nacidos al amparo de esas circunstancias, por ejemplo Marruecos respecto al Sahara Occidental, China respecto al Tíbet o Indonesia respecto a Irian Jaya, entre otros casos más o menos dramáticos.

Resta el tercer argumento, la comparación con Gibraltar, y uno adicional usado con profusión por los analistas más críticos con el estado actual de las cosas, la necesidad supuesta de que la democracia española resuelva el problema. Un problema que, a la vista de las circunstancias, no existe.

Gibraltar y el factor democrático
En la cuestión gibraltareña y la comparación con el caso de Ceuta y Melilla, como suele suceder, los árboles no han dejado ver el bosque. Más allá de una exposición de argumentos jurídicos, conviene establecer con claridad el hecho de que España debe aspirar a la defensa de todos sus intereses, que en este caso suponen la reintegración de Gibraltar y el vínculo permanente con Ceuta y Melilla. Este hecho genera entre los analistas más relativistas un sincero resquemor que suele aplicarse, por lo demás, a todos los órdenes de la política exterior y de seguridad españolas. España reclama Gibraltar atendiendo a consideraciones diversas, pero en todo caso respetuosas con las circunstancias de la colonia. Gibraltar es un territorio colonial, así reconocido por el Reino Unido, recogido entre los territorios no autónomos en la ONU y al que debe aplicarse, en consecuencia, el derecho internacional correspondiente. Por tanto, la reclamación española es acorde con ambos ordenamientos, el británico y el internacional. Tal reclamación no desconoce la soberanía británica sobre la roca, por tanto es respetuosa con las circunstancias legales que originaron la colonia y no reconoce tal soberanía sobre la franja de tierra sobre la que se asienta el aeropuerto, de acuerdo de nuevo con el marco legal que explican la colonia y su realidad actual. Por consiguiente, la postura española es, de nuevo, correcta. Reclama Gibraltar de acuerdo con sus intereses, respaldados por el derecho internacional que le asiste en el caso. Factores que de ninguna forma se dan el la pretensión marroquí de anexionarse Ceuta y Melilla.

Lo cierto es que el análisis estratégico desarrollado en España, producto de un largo período de escasa capacidad de influencia exterior y mucha retórica ampulosa, suele ser incapaz de establecer un criterio razonable de defensa de los intereses del Estado, que no necesariamente coinciden con los intereses de sus aliados. La tendencia durante años a evitar cuestiones espinosas como la que representan para el reino alauí Ceuta y Melilla responden a ese miedo escénico. El miedo a ser incomprendidos por otros socios dentro y fuera de Europa es una de las consecuencias de ese temor a comunicar hacía el exterior los criterios que informan los intereses de España. Por último, la infravaloración de la capacidad propia para gestionar relaciones complejas, como la existente entre España y Marruecos, lleva a aceptar como evidentes axiomas del todo discutibles. Entre ellos es posible citar algunos: “Los EEUU nunca permitirán que ambas orillas del estrecho queden bajo soberanía de un mismo Estado”, “la retrocesión de Gibraltar intensificará las reclamaciones marroquíes”, “a largo plazo la soberanía española sobre Ceuta y Melilla es insostenible” y otras, igualmente extrañas, como “un Sáhara independiente es inviable”, “España y Marruecos están obligados a entenderse” o “deben evitarse las actividades en espacios marítimos objeto de controversia para evitar enfrentamientos”. Esta sucesión de afirmaciones indemostrables suele terminar culpando a la intransigencia española de ser origen de tanta tensión, para concluir que lo razonable es solventar los problemas amigablemente: negociar la cesión de Ceuta y Melilla, reconocer de facto la marroquinidad del Sáhara, renunciar a los derechos marítimos que asisten a España en Canarias y Alborán o considerar inútiles, y por tanto abandonables de inmediato, las islas y peñones. Lo cierto es que esta fórmula solventa el problema, pero en detrimento de los intereses y la legalidad democrática española. Por tanto, es incorrecta e inasumible por cualquier gobierno de España.

Otra idea asentada entre los más críticos de la política descrita, insiste en la necesidad de que la democracia española haga frente al problema con criterios de esa naturaleza. Esta idea responde de forma refleja a otra que vincula Ceuta y Melilla con determinados acontecimientos o actores históricos predemocráticos. En realidad, nadie ha explicado el significado de este argumento. Debe interpretarse que su base conceptual es la consideración de las dos ciudades autónomas como residuos del pasado, incómodos y a sobrellevar con paciencia. Incómodos, sobre todo, porque no hay forma razonable de poner en tela de juicio su soberanía sin violar, menoscabar o despreciar la legalidad democrática. La otra cara de este argumento afirma que cuando Marruecos se convierta en un estado democrático y moderno será inevitable alcanzar un acuerdo, aunque este es otro de esos axiomas que nadie se ha tomado la molestia de explicar de forma razonada. Al margen de lo lejos que está Marruecos de ese estado, parece más lógico pensar que tal situación debiera mejorar las relaciones mutuas y la animosidad marroquí hacia las dos ciudades, y no al revés. Lo cierto es que la soberanía no depende del régimen político imperante en cada momento; su ejercicio sí, desde luego. Por eso, el Sáhara Occidental fue abandonado de forma lastimosa. Sin duda, en un régimen democrático tal cosa no hubiera pasado, o ¿es que alguien puede imaginar a Adolfo Suárez o a Felipe González firmando los acuerdos de Madrid? Nadie, por supuesto.

Conclusiones: El principio que pretende informar las relaciones hispano-marroquíes, el de cooperación, debe seguir animando los contactos diplomáticos. Pero el convencimiento de que es necesario atenuar los puntos de fricción, no debe confundirse con el deseo de hacerlos desaparecer o jugar, como sucede a menudo en el asunto de Ceuta y Melilla, al ratón y al gato. La aprobación de un nuevo marco fiscal, como la aprobación del estatuto de autonomía o, incluso, bastantes años antes, la designación de un delegado del gobierno civil en las dos ciudades, han generado reacciones airadas en Marruecos. Y así continuarán las cosas. Por consiguiente, dentro y fuera de las dos ciudades es necesario aceptar esas tensiones periódicas. Lo que de ninguna manera es admisible es el sometimiento de decisiones políticas que afectan a las dos ciudades a criterios de nuevo abstractos como “mantener unas buenas relaciones de vecindad”. Estas solo serán posibles cuando la naturaleza del régimen marroquí cambie de forma sustancial y, por tanto, lo hagan también sus objetivos y formas de acción exteriores. Tampoco ésta es necesariamente la evolución más probable de Marruecos a largo plazo. Los mismos críticos que consideran inevitable la cesión de las dos ciudades con el tiempo, dan por hecho que Marruecos será algún día un Estado moderno, estable y democrático. Otro axioma que nadie se ha molestado en argumentar, probablemente porque carece de argumentos.

Ceuta y Melilla han demostrado una capacidad de adaptación extraordinarias en los últimos treinta años. Han adaptado su economía, han integrado varios miles de inmigrantes, han generado sociedades multiétnicas y multiculturales que funcionan bastante bien, han reforzado sus vínculos con el Estado y han accedido a regímenes de autonomía que garantizan la gestión local de un número creciente de recursos. No se puede pedir más, teniendo en cuenta la limitada atención prestada por la administración y la continua polémica sobre su futuro. Unos cambios que han sido posibles, sin duda, gracias a la naturaleza y estructura democrática del Estado. No se puede continuar haciendo referencia a Ceuta y Melilla con una mentalidad anclada en paradigmas históricos o ideológicos del pasado. La realidad, sencilla, es que en el actual marco jurídico y político de España la cesión de Ceuta y Melilla no es posible. Cavilar sobre esa opción es, por tanto, un juego retórico inútil que alimenta unas pretensiones marroquíes imposibles.

 

Ángel Pérez
Jurista e Historiador