Tema: El yihadismo salafista forma, por su propia naturaleza, parte de un todo que se extiende a lo largo y ancho del mundo, pero su maduración como ideología combatiente en los últimos lustros se ha escrito en gran medida en Londres y, por extensión, en el Reino Unido.
Resumen: El ataque sufrido por la ciudad de Londres a manos del terrorismo salafista yihadista el 7 de julio no es sino la consecución de un objetivo largamente buscado desde hace años, con el agravante de que se ha producido en lo que tradicionalmente ha sido uno de los refugios o santuarios más preciados tanto para ideológos como para activistas de dicho terrorismo, rompiendo una vez más con la práctica habitual de los grupos terroristas clásicos que han procurado evitar la realización de acciones letales allí donde se organizaban y refugiaban.
Análisis: La extremada motivación de los yihadistas salafistas en Europa se ha alcanzado a través de un proceso de formación de identidad militante que se realiza en la diáspora, es decir, fuera de la tierra sagrada del islam (Dar al Islam), algo que hace el proceso de preparación aún más ciego y radical, y que se libera de condicionantes nacionales o locales (no se es argelino, paquistaní o marroquí, por poner algunos ejemplos, sino combatiente supremo del islam) y de lo que ellos consideran supersticiones y desviacionismos (pietismo, islam popular, sufismo, islam respetuoso o dialogante con las otras religiones del Libro, etc.). Este proceso, en lo que a Londres y al Reino Unido respecta, se ha dado en los últimos quince años gracias al efecto combinado de dos realidades: por un lado, al carácter extremadamente abierto y cosmopolita de la ciudad y del país, habiendo podido todo candidato al combate yihadista acudir a ella –para establecerse como refugiado o como ciudadano británico (casos de Abu Qutada y de Abu Hamza, respectivamente, que luego veremos en detalle) o para realizar estancias de reafirmación (casos de terroristas conocidos desde Mohamed Atta hasta Mustafá Setmarián, pasando por Jamal Zougam y Serhane Ben Abdelmajid, El Tunecino)–; y, por otro lado, y derivado de lo anterior, la laxitud con que las autoridades británicas han evaluado primero la naturaleza del riesgo o la amenaza y, en consecuencia, la tardanza de éstas para reaccionar con medidas concretas de rechazo y de represión. A título de ejemplo, en el proceso que llevó al inicio de la planificación de atentados por parte del Grupo Islámico Armado (GIA) argelino en suelo europeo en el verano de 1994, si bien es cierto que la fijación de su entonces Emir, Djamel Zitouni, era Francia, el resto de Europa reaccionaba despacio ante tal emergencia de amenaza o de riesgo potencial. España lo hacía pero en clave de potencial tierra de paso –a principios de noviembre de 1994 el ministro del Interior francés, Charles Pasqua, visitaba a su homólogo español, Juan Alberto Belloch, para pedirle colaboración en el filtrado de los argelinos que procedentes de Alicante penetraban en Francia por la frontera española– pero el Reino Unido podía hacerlo en la medida en que algunos de los más conocidos líderes ideológicos de tal radicalización se habían instalado en esos años en su suelo. Ahí de nuevo debió de traicionar a los evaluadores británicos una doble explicación: por un lado el no distinguir aún entre ideas, que aunque revolucionarias debían ser necesariamente defendidas en libertad según la tradicional percepción británica de la libertad de opinión, y por otro el mantener inercias del pasado según las cuales los terroristas nunca actuaban letalmente en sus santuarios, al menos por aquel entonces y en lo referente a los grupos terroristas tradicionales, pues ni ETA Militar asesinaba en Francia ni el IRA Provisional lo hacía en la República de Irlanda.
Esta tranquilidad relativa con la que durante años han podido actuar los yihadistas en suelo británico, combinada con el carácter de microrrepresentación del orbe islámico que es Londres y el resto del Reino Unido, ha permitido en los últimos años darse de bruces con una inquietante realidad: la de la multiplicidad de amenazas que se han manifestado con toda su capacidad letal a partir del 11-S. Ello se ha reflejado en los diversos atentados frustrados hasta ahora que han venido demostrando la riqueza de la red: el comando argelino desarticulado en 2003 y que planeaba atentar contra el metro de Londres nada tenía que ver con el paquistaní desarticulado en 2004 con idéntico objetivo –el primero con armas químicas y el segundo con explosivos convencionales tal y como veremos a continuación– y poco se sabe o se intuye ahora sobre quienes pueden constituir la célula que ha actuado el 7 de julio.
Precisamente en los últimos tiempos la reacción policial y judicial contra el yihadismo salafista en Londres había empezado a tener una visibilidad que hubiera debido darse desde mucho tiempo atrás.
En el frente policial, Scotland Yard detenía el 30 de marzo de 2004 en Londres y sus alrededores a ocho ciudadanos británico-paquistaníes en posesión de 500 kilos de nitrato de amonio con el que hubieran podido elaborar explosivo ya experimentado en atentados anteriores, yihadistas o no, como los de Oklahoma City en 1995, Nairobi en 1998, Bali en 2002 o Estambul en 2003, aparte de haber sido utilizado en diversas ocasiones por el IRA. Dicha detención, producida en aplicación de la Ley Antiterrorista del año 2000, fue considerada como la mayor operación antiterrorista del Reino Unido y es importante destacar que había tenido precedentes dentro y fuera del Reino Unido en cuanto a la preparación de grandes atentados por células salafistas en suelo europeo: la célula de Frankfurt desarticulada por la policía alemana en diciembre de 2000, que trataba de realizar atentados sincronizados en Estrasburgo, y uno de cuyos principales miembros, Mohamed Bensakhria, terrorista argelino del GIA y destacado miembro de la red al-Qaeda era detenido en Alicante en junio de 2001 e inmediatamente extraditado a Francia; la célula marroquí de ocho miembros que preparaba un atentado contra la Embajada de los EEUU en Roma en 2002, juzgados y encarcelados en la capital italiana en febrero de ese año; o la célula argelina desarticulada en diciembre de 2002 por preparar un atentado contra la Embajada de la Federación Rusa en París. Esta última es significativa por sus conexiones con terroristas que ya entonces preparaban atentados con sustancias químicas contra el metro de Londres y fueron detenidos en noviembre de 2002 tal y como se ha conocido después gracias a la detención el 24 de enero de 2003 en diversas localidades de Cataluña del en su día calificado irresponsablemente en círculos políticos y periodísticos españoles de “Comando Dixán”, compuesto por algunos miembros de la sanguinaria Falange “Forkane” del Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC) argelino. Siempre en clave de atentados masivos contra civiles por parte de salafistas yihadistas, en abril de 2004 se abortó un atentado suicida múltiple en el campo de fútbol de Old Trafford en el partido del titular Manchester United contra el Liverpool y en agosto del mismo año se detectó la preparación, al menos intelectual, de un atentado contra Londres que fue explicado parcialmente en el mes de noviembre por Scotland Yard calificándolo de 11-S bis, con aviones dirigidos al aeropuerto de Heathrow y al distrito financiero de Canary Wharf según planos encontrados en un campo de entrenamiento de al-Qaeda en Kandahar (Afganistán). Por otro lado, no hay que olvidar que la búsqueda de los transportes públicos en general y del metro en particular como objetivo de los grupos terroristas, islamistas o no, tiene ya tradición: el GIA provocó 12 muertos –sobre todo en el atentado del metro de St. Michel el 25 de julio de 1995, seguido entre otros por los del 18 de agosto en Charles de Gaulle-Êtoile y del 17 de octubre en el RER de Musée d’Orsay –entre 1995 y 1996 en Francia–; la secta japonesa Aum Shin-Rikyo (La Verdad Suprema de Aum), dirigida por Shoko Asahara, mató el 20 de marzo de 1995 en el metro de Tokio a 12 personas y afectó a cientos; y una terrorista suicida chechena mató a 41 personas en el metro de Moscú en 2004 en el hasta hoy, y a la espera de las cifras definitivas de fallecidos en los atentados de Londres, más sangriento ataque contra redes subterráneas de transporte público en el mundo.
En el frente judicial, el 13 de abril de este año era condenado el argelino Kamel Bourgass por el tribunal londinense de Old Bailey, acusado de formar parte de la célula desarticulada en 2003 acusada de preparar un atentado con rycin contra el metro de Londres y que sucedía en el intento a la otra célula desarticulada en noviembre de 2002; el 13 de marzo, también de 2005, era excarcelado Omar Mahmoud Othman (alias Abu Qutada), con estatuto de refugiado político desde su llegada a Londres procedente de Jordania en 1993, figura destacada de al-Qaeda en Europa, antiguo predicador de la mezquita de Regent’s Park, la más importante de Londres, redactor jefe del boletín Al Ansar del GIA, en el que el hispano-sirio Mustafá Setmarian colaboró a mediados de los noventa, e inspirador de terroristas como Mohamed Atta, Serhane El Tunecino o Jamal Zougam, aunque el Parlamento británico decidió medidas extraordinarias de control para asegurar su arresto domiciliario; y el 5 de julio, dos días antes de los atentados, Mustafá Kamel Mustafá, más conocido por sus alias de Abu Hamza el Masri (El Egipcio) o de El imam del Garfio, incendiario responsable hasta su detención en mayo de 2004 de la mezquita del barrio de Finsbury Park –en el norte de Londres, habitado fundamentalmente por argelinos y paquistaníes– y que consiguiera la ciudadanía británica en 1979 por matrimonio, comparecía en la primera vista del proceso que le juzga por instigación al odio radial y al terrorismo, precisamente las acusaciones por las que perdía la ciudadanía británica en 2003. Abu Hamza era arrestado por Scotland Yard el 26 de agosto de 2004 por defender en un vídeo que el asesinato es un arma legítima contra los enemigos del islam, aunque ya estaba bajo control policial desde mayo de ese año por una solicitud de extradición contra él por parte de los EEUU. Cabe recordar que la gran manifestación que el pasado 30 de abril congregaba en las calles de Londres a miles de musulmanes contrarios a los efectos perniciosos para ellos de la reforzada legislación antiterrorista en el país se producía en el contexto de estas y de otras medidas de endurecimiento contra círculos yihadistas que, como ha ocurrido en otras ocasiones en otros países, pueden haber sido percibidas como dirigidas a todo un colectivo y máxime en la tradicionalmente permisiva sociedad británica.
La realidad de la formación del salafismo yihadista en Europa en los últimos años lleva a que los países de origen último de los terroristas aludan, y con parte de razón, a que dichos terroristas, aún siendo originarios de Argelia, de Marruecos, de Paquistán o de una larga lista de países, donde en realidad se han formado y se han radicalizado ha sido en suelo europeo por la desidia de las autoridades europeas y occidentales: esta ha sido, a título de ejemplo, la argumentación del Gobierno marroquí del primer ministro Driss Jettú al hecho de que la inmensa mayoría de los terroristas del 11-M fueran marroquíes, o puede serla o lo ha sido de otros países que, como Argelia o Pakistán, han visto a muchos de sus ciudadanos –o a ciudadanos británico-argelinos o británico-paquistaníes– detenidos en las operaciones antiterroristas de los últimos años. En los atentados suicidas de Casablanca, de 16 de mayo de 2003, o en los atentados sincronizados de Madrid, de 11 de marzo de 2004, muchos de los terroristas implicados bien formaban parte de la diáspora en Europa, bien habían desarrollado importantes contactos con ella, tanto con las células del Grupo Islámico Combatiente Marroquí (GICM), reorganizado como franquicia de al-Qaeda en Bélgica o en Holanda, bien con personalidades relevantes del yihadismo, en especial en Londres. Fuera de Europa destacan casos reveladores como el del argelino Ahmed Rezzam, detenido en 1999 tras entrar en los EEUU desde Canadá para convertirse en el “terrorista del Milenio” o el del marroquí-estadounidense Zacarías Mussawi, que pasó por Chechenia en 1996 y por Afganistán en 1998 y 1999, itinerario combatiente que le motivó lo suficiente como para engrosar las filas de la célula del 11-S.
De cara al futuro será importante vigilar la “diáspora” en Irak que, desde los países arabo-musulmanes y occidentales, alimenta diversas acciones armadas, incluido con profusión el terrorismo suicida, que pretenden bloquear el proceso político afianzado con las elecciones del 30 de enero de 2005 y que actualmente trata de redactar una constitución integradora de todas las comunidades que conforman el país, algo inaceptable para los yihadistas iraquíes y foráneos que luchan con extremada crueldad en ese campo de batalla sectorial y ahora especialmente atractivo dentro de su combate universal. Es importante destacar que el líder espiritual de los Hermanos Musulmanes egipcios, Mohamed Mahdi Akef, llamaba en noviembre de 2004 a todos los musulmanes a combatir en Irak, un llamamiento procedente de la que algunos insisten en presentar como la corriente política imprescindible en cualquier proceso democratizador en Egipto –y por extensión y en clave de movimientos o partidos islamistas no violentos en todo el mundo arabo-musulmán– pero cuya capacidad de agitación y de exportación de la violencia, sobre todo en algunos de sus mensajes en conflictos como Irak, Palestina, Chechenia o Afganistán, por solo citar algunos, es notoria. Desde el norte de África, pero también desde el Reino Unido, Francia, España, Bélgica y otros lugares se alimenta dicho combate con voluntarios, y es curioso observar que, mientras los norteafricanos son individualidades que acuden con dificultades a la campaña iraquí frente a la facilidad con que acudían a la sagrada campaña afgana de los años ochenta, los procedentes de suelo europeo lo hacen a través de redes organizadas, activadas por clérigos radicales asentados cómodamente en Europa y con las ventajas que otorgan los documentos de viaje europeos. El combate que estos individuos desarrollan en Irak –que junto al componente puramente religioso, que como hemos visto, es para ellos crucial– tiene puntos de interés común con movimientos y grupos radicales europeos y de otras latitudes –antiimperialistas, antiglobalización, enemigos de los EEUU y de las autoridades en sus propios países, a las que ven como sicarias de Washington y del capital internacional– que podría llevarles a establecer contactos y vínculos tácticos, que no estratégicos por tratarse de alianzas en sí mismas “contra natura”, que no podemos desdeñar. Aunque los atentados del 7 de julio tienen su propia dinámica y su propia lógica en clave yihadista, no faltará quien quiera relacionarlos con la reunión del G-8 en Gleneagles o con la política “imperialista” británica en Irak, y esto es algo que debe prevenirse convenientemente, sobre todo por el efecto distracción que podría tener a la hora de seguir evaluando la especificidad de un terrorismo salafista yihadista en constante proceso de adaptación y perfeccionamiento.
Finalmente, hoy es más necesario que nunca evitar la amalgama. Precisamente estos execrables atentados deben de llevar a lograr identificar en el seno de la comunidad musulmana británica –un total de 1,6 millones de personas, 1 millón de las cuales viven en Londres y sus alrededores– no sólo a quienes hayan podido realizar los atentados o sus redes de apoyo e inspiración sino también a quienes, y afortunadamente son la inmensa mayoría, abominan de tales prácticas que a ellos también amenazan en su vida cotidiana, en sus costumbres y, en suma, en su propia seguridad, y que después de los atentados puede amenazarles aún más en combinación con los efectos del ciego resentimiento de algunos. En la noche del jueves ya fueron atacadas tres mezquitas. Los movimientos racistas y xenófobos son activos en el Reino Unido y debe de evitarse cualquier escalada que lleve a que se haga realidad uno de los axiomas fundamentales de los terroristas yihadistas salafistas, a saber: que, efectivamente, vivimos un choque de civilizaciones porque la única válida, la islámica tal y como ellos la definen, no puede convivir con otras religiones –y tampoco con el agnosticismo y el ateísmo– porque son intolerables para el islam.
Conclusiones: Occidente, y dentro de esta vasta suma de países el Reino Unido, ha sido tradicionalmente el mejor marco para llevar a cabo su proselitismo por parte de la amplísima lista de movimientos islamistas radicales que han ido avanzando en la última década hacia las posiciones yihadistas salafistas que hoy desafían la seguridad de múltiples Estados, de sus autoridades y de sus poblaciones, en todo el mundo.
Mucho se ha especulado desde el pasado día 7 de julio sobre la autoría del atentado, rápidamente reivindicado por al-Qaeda a través de una página electrónica, o sobre si los miembros del comando pueden proceder del extranjero o serán terroristas asentados en el Reino Unido, dentro o fuera de Londres, algo que por lo explicado hasta ahora podría ocurrir perfectamente. Es tal la amplitud del proselitismo realizado en los últimos lustros que candidatos a ejecutar tales acciones terroristas no habrán faltado y previsiblemente no faltarán para realizar otras similares, con esta modalidad clásica o con métodos novedosos utilizando armas de destrucción masiva económicas, dentro o fuera de las fronteras del Reino Unido, en el marco de ese campo de batalla universal que el yihadismo salafista ha definido. La perduración a día de hoy en las puertas de algunas mezquitas londinenses de propagandistas del Hizb-ut-Tahrir, que “solamente” defiende el combate contra apóstatas e infieles en lugares lejanos de Asia, tiene activistas terroristas en Indonesia y realiza impunemente su proselitismo tanto en el Reino Unido como en Australia pasando por infinidad de lugares, no nos permite ser demasiado optimistas. Si bien es cierto que debe evitarse toda amalgama –los musulmanes corrientes siguen siendo objetivo prioritario de los yihadistas salafistas en su nefasto combate que presentan como purificador del islam– y reforzar la carga de la prueba antes de acusar de terrorismo a movimientos y grupos, es preciso que la tipificación de los delitos de apología del terrorismo y de proselitismo terrorista comience a rebasar las fronteras de los Estados, en especial de las existentes entre los Estados occidentales y los arabo-musulmanes: quien comete actos terroristas en Asia, Oriente Medio o el Magreb es tan terrorista como quien los comete en Londres o en Madrid y –debería ser obvio pero no lo es tanto–, dada su percepción universal del campo de batalla, es el mismo o parte del mismo engranaje que ha asesinado masivamente en Londres el fatídico 7 de julio de 2005.
Carlos Echeverría Jesús
Profesor de Relaciones Internacionales de la UNED