Tema: Lecciones de la experiencia norirlandesa en relación con el final del terrorismo del IRA ante la posibilidad de que la organización terrorista ETA ponga término a su campaña de violencia.
Resumen: El alto el fuego de la organización terrorista ETA ha dado lugar a un nuevo escenario que, a pesar de las optimistas valoraciones que lógicamente suscita, continúa planteando importantes desafíos para el Estado español. El comunicado hecho público el 22 de marzo no anuncia la desaparición de la banda, de ahí que su permanencia requiera respuestas gubernamentales apropiadas destinadas a conseguir la definitiva erradicación del terrorismo. En este estadio de la lucha antiterrorista la experiencia de Irlanda del Norte aporta muy valiosas lecciones sobre los procedimientos que deben aplicarse con objeto de que la debilidad de la organización terrorista que ha motivado su declaración de tregua se traduzca en su absoluta y verdadera desaparición. La gestión que del proceso posterior al cese formal de la violencia por parte del IRA en 1994 han llevado a cabo los Gobiernos británico e irlandés ha facilitado la perpetuación de la organización terrorista que todavía hoy continúa involucrada en actividades ilegales al servicio de su brazo político, el Sinn Fein. Es por ello pertinente exponer los errores que se han cometido en el contexto de Irlanda del Norte con el fin de evitar su réplica en nuestro propio país, particularmente cuando se insiste en tomar como modelo dicho referente estableciéndose a menudo el paralelismo entre ambos escenarios con escaso rigor y desde la tergiversación.
Análisis: El denominado “proceso de paz” norirlandés ha sido tomado como referente por numerosos políticos y periodistas en nuestro país que buscan su aplicación al ámbito vasco. Muchos de ellos asumen como premisa el final feliz del mismo al entender que ha garantizado el final del terrorismo del IRA así como su desarme. Por ello sugieren que el proceso que se inicia con el alto el fuego de ETA exigirá un pragmatismo como el que han mostrado dirigentes británicos e irlandeses. Deducen en consecuencia que el proceso hasta el final de ETA será largo, duro y difícil, si bien insisten en que en absoluto pagará nuestra democracia ningún precio político a cambio. Sin embargo, la interpretación que muchos de estos observadores realizan del proceso norirlandés ignora que tanto el Gobierno británico como el irlandés han permitido finalmente que el terrorismo extrajera réditos políticos. Otros se sirven precisamente de esa realidad para anticipar y justificar que el gobierno español lleve a cabo concesiones en aras de un supuesta practicidad necesaria para solucionar el conflicto vasco. Por ello esa insistencia en el modelo norirlandés hace temer que éste se convierta en coartada para legitimar lo que podría llegar a ser una contraproducente política antiterrorista en relación con ETA si el paralelismo entre uno y otro proceso se sigue estableciendo sin el rigor debido.
¿Un final feliz para el proceso norirlandés?
En primer lugar debe cuestionarse la generalizada asunción del “final feliz” del proceso norirlandés que tan recurrente resulta para la comparación. La enorme polarización política y social existente hoy en Irlanda del Norte, donde el Gobierno autonómico continúa suspendido desde el otoño de 2002 y en donde la segregación geográfica entre comunidades no ha dejado de crecer, arroja serias dudas sobre una valoración del proceso norirlandés tan erróneamente positiva como exagerada. Es muy convincente atribuir estas consecuencias a una equivocada gestión del proceso posterior al alto el fuego del IRA, sentando un precedente que debería evitarse en nuestro país. En contra de quienes ensalzan el pragmatismo de Tony Blair o Bertie Ahern, primeros ministros del Reino Unido e Irlanda, sus propios pronunciamientos públicos exponen cómo el terrorismo ha conseguido recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió policialmente. En enero de 2005 Ahern reconocía en el parlamento irlandés que en su intento por integrar al Sinn Fein en el sistema había ignorado las actividades delictivas en las que el IRA venía viéndose involucrado. Un año antes Blair afirmaba que no debía tolerarse una situación en la que representantes de la voluntad popular se vieran obligados a compartir el gobierno de Irlanda del Norte con un partido como el Sinn Fein asociado a un grupo terrorista todavía activo, esto es, el IRA. El aparente ultimátum del primer ministro británico había sido planteado ya varios años atrás, como se refleja en un discurso pronunciado en octubre de 2002 en el que también exigió “el final de la tolerancia de actividades paramilitares”, así como una “misma ley para todos que se aplique a todos por igual”. Aunque seguidamente aseguró que a partir de ese momento “un crimen es un crimen”, el paso del tiempo demostró que los crímenes del IRA recibían diferente consideración.
La impunidad política, jurídica, e incluso moral, que se desprende de semejante actitud no ha garantizado la ansiada desaparición de la organización terrorista, beneficiando por el contrario los objetivos propagandísticos de su entorno al favorecer la legitimación de quienes han sido capaces así de condicionar el sistema político, debilitando por ello la autoridad constitucional. Estas concesiones fueron criticadas por los representantes de la comunidad unionista durante años, siendo dichas reclamaciones ignoradas una y otra vez por los gobiernos británico e irlandés al entender que el fortalecimiento político del Sinn Fein aseguraba la continuidad del alto el fuego del IRA. Con ese contradictorio comportamiento, que sigue manteniéndose en gran medida, se transmitía a la opinión pública un nocivo mensaje: el Sinn Fein puede condicionar la normalización política a pesar de incumplir las reglas del juego democrático. Este comportamiento ha contribuido a fortalecer electoralmente al Sinn Fein al tiempo que ha debilitado a los partidos que hasta las últimas elecciones habían contado con el respaldo mayoritario del electorado nacionalista y unionista, esto es, el SDLP (Social Democratic and Labour Party) y el UUP (Ulster Unionist Party). Todo ello mientras el movimiento republicano, integrado por el Sinn Fein y el IRA, se convertía en “uno de los más sofisticados grupos criminales del mundo”, como ha reconocido Ian Pearson, ministro del Ministerio para Irlanda del Norte (NIO, Northern Ireland Office).
Las actividades criminales del IRA no se limitan a actividades mafiosas que desde algunos sectores de opinión se interpretan como inevitables después de décadas de violencia. A menudo se minimiza la gravedad de semejantes delitos mediante una ventajosa comparación con la renuncia del IRA a su campaña de asesinatos sistemáticos. Sin embargo, los sucesivos informes elaborados por la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas norirlandeses (IMC, Independent Monitoring Commission) confirman que el IRA continúa financiándose y recabando inteligencia, poniendo sus actividades ilegales al servicio de la estrategia política del Sinn Fein. Así pues, el Sinn Fein ha optado por las vías políticas pero sin renunciar a la contribución de las actividades ilegales del IRA, que continúa al servicio del partido político garantizándole beneficios mediante la promesa de una desaparición de la banda que nunca llega, al ser dicho objetivo la fuente de concesiones hacia quienes supuestamente habrían de conseguirlo. Es decir, las vías políticas emprendidas no son en absoluto democráticas, al operar el partido político con el apoyo criminal, logístico y financiero de una organización ilegal, propiciando un escenario que seduce a ETA y a Batasuna. Es por ello por lo que la eficacia de la lucha antiterrorista debe evaluarse no sólo en función de la disminución de la violencia como consecuencia de razonamientos tácticos de la organización terrorista ante su debilidad y declive de su ciclo vital, sino teniendo en cuenta además la capacidad de coacción y control que su brazo político, y por tanto la propia banda, pueden llegar a ejercer sobre las instituciones políticas y la sociedad si reciben un respaldo y una legitimación tan innecesarios como perjudiciales para los intereses estatales.
La valoración que el ministro británico para Irlanda del Norte hacía del informe emitido en febrero por la referida comisión, revela los peligros que entraña para nuestra democracia replicar un modelo como éste que sin duda resulta atractivo para ETA y Batasuna. En opinión de Peter Hain, el informe demostraba “que el IRA se está moviendo en la buena dirección” al no haber “asesinatos” ni “robos de bancos”. “Si comparamos la situación actual con el lugar en el que estábamos hace diez años, el cambio ha sido abismal”, añadió. Esa sustancial mejora puede ser cuestionada si se enmarca en el contexto adecuado, valorándose como se merece la influencia que sobre el sistema político y la democracia tienen actos criminales como los descritos. Más de diez años después del alto el fuego del IRA, el Gobierno británico ha acomodado su sistema democrático con objeto de que las actividades ilegales de una organización terrorista sean valoradas como aceptables siempre y cuando no rebasen un umbral, el asesinato, que de todos modos los terroristas no consideran oportuno traspasar en un nuevo contexto nacional e internacional desfavorable para ello. Véase asimismo cómo de manera totalmente contradictoria con los principios fijados por la propia comisión como guía de su actuación, su informe apoyaba además la finalización de las sanciones económicas sobre el Sinn Féin impuestas tras diversos incidentes que demostraban la estrecha implicación del partido político con la organización terrorista. Así pues, tras una suerte de período de descontaminación, y aún a sabiendas de la existencia de semejantes vínculos, se aceptaba renunciar a la referida penalización. De ese modo se desincentivaba al brazo político a separarse de la organización terrorista manteniéndose una dinámica ya habitual a lo largo de los últimos años. Esta comisión sustenta su trabajo en unos principios democráticos básicos, entre ellos el que destaca como inaceptable que un partido político, y particularmente sus líderes, expresen su compromiso con la democracia y la ley mientras su actitud demuestra lo contrario. Considera además que los partidos políticos no deben beneficiarse de su asociación con actividades ilegales. Sin embargo, la comisión reconocía que el IRA seguía activo, realizando actividades criminales que, autorizadas por sus líderes, servían a la estrategia política del Sinn Fein, exponiendo por tanto la incoherencia de un comportamiento basado en ignorar las consecuencias de la asociación entre el grupo terrorista y sus representantes políticos.
¿Alto el fuego permanente?
La reciente declaración de alto el fuego de ETA ha sido comparada con la que emitiera en 1994 el IRA. Erróneamente se ha asegurado que el término “permanente” utilizado por ETA en esta ocasión era una réplica de la expresión empleada en aquel entonces por el grupo terrorista norirlandés. De ese modo se ha pretendido transmitir el mensaje de que esta vez el cese de ETA es realmente definitivo e irreversible. Sin embargo es absolutamente falso que el IRA hiciera uso de semejante expresión en aquel entonces, hablando en cambio de “un cese completo de sus actividades militares”. El hecho de que ETA sí lo haya introducido no debe ser tomado tampoco como prueba concluyente de que la banda vaya a desaparecer de la escena política. Por el contrario este episodio nos demuestra lo inútil que resulta centrarse en el análisis de comunicados como estos emitidos por organizaciones terroristas responsables de muchas otras declaraciones en las que constantemente se han justificado los injustificables asesinatos de seres humanos cometidos por sus activistas.
Las palabras de los grupos terroristas pueden interpretarse de modos diversos en función de los deseos de quienes interpretan esos gestos. Por ello, más allá de la mera retórica lo que verdaderamente debe exigírsele a la organización terrorista son hechos objetivos que demuestren de forma inequívoca su absoluta desaparición y disolución. Así lo aconseja la experiencia norirlandesa donde constantemente, a lo largo de más de diez años, los prometedores y sucesivos anuncios del IRA han sido calificados como históricos a pesar de que todavía hoy este grupo terrorista se mantiene activo. Cierto es que el IRA ha renunciado a su campaña de asesinatos sistemáticos como consecuencia de los elevados costes políticos y humanos que los mismos generan. Sin embargo, y tal y como ha destacado la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas norirlandeses, el IRA “se ha adaptado a los nuevos tiempos”. De ese modo, como se ha señalado, el IRA continúa financiándose y recopilando inteligencia mediante actividades ilegales que pone al servicio de la estrategia política del Sinn Fein, todo ello con la autorización de líderes que dirigen simultáneamente una y otra formación.
Este es el motivo por el que la declaración del pasado mes de julio en la que el IRA anunciaba el final de su “lucha armada” era en gran medida redundante a pesar de que todavía hoy es utilizada en nuestro país para respaldar la conclusión de un supuesto “final feliz” del proceso norirlandés que no se corresponde con la realidad. El anuncio del IRA fue ensalzado casi unánimemente, ignorándose que la organización terrorista había abandonado años antes su denominada “lucha armada” consciente de la ineficacia de la misma después de treinta años de asesinar sin conseguir sus objetivos. Sin embargo, los responsables del IRA no renunciaron, ni antes ni después, a mantener presente al grupo terrorista como elemento de presión con el que coaccionar a la sociedad y a los políticos, prometiendo por un lado su desaparición pero condicionándola a que el Sinn Fein recibiera concesiones políticas. Esta estrategia ha dado lugar a numerosos engaños, incurriendo los primeros ministros de Gran Bretaña e Irlanda en una contraproducente indulgencia hacia el brazo político de la organización terrorista. No sería extraño que ETA y Batasuna persiguieran un escenario semejante, de ahí la necesidad de mantener desde el Gobierno exigencias firmes como el desarme y la disolución total de la banda, reclamaciones que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos y otras cuestiones políticas como la vuelta a la legalidad de Batasuna. Esto impediría que la organización terrorista coartase al resto de los actores, incentivándose a su vez a Batasuna a exigir a ETA su verdadera desaparición.
En contra de este criterio hay quienes sostienen, a mi juicio de manera equivocada, que esa firmeza llevaría a ETA a recuperar la violencia. En este sentido es útil preguntarse si realmente puede recurrir nuevamente a sus asesinatos sistemáticos esperando resultados positivos de los mismos. No es tan plausible dicho retorno al terrorismo en un contexto nacional e internacional claramente desfavorable. Esas cambiantes circunstancias, motivadas por un declive de su ciclo vital complementado por una debilidad operativa y organizativa considerable, resultado de una eficaz presión política, policial, social y judicial a lo largo de los últimos años, ha restado eficacia a la violencia terrorista desaconsejando por ello su utilización. Cierto es que ETA continúa siendo capaz de emplear de nuevo el asesinato, si bien la banda también parece consciente de los elevados costes políticos y humanos que provocaría para su organización y el entorno de la misma. Es por ello por lo que la presión sobre ETA y su entramado, incluido el brazo político de la misma, sigue representando el factor más valioso para garantizar la eventual erradicación del terrorismo. Así pues, el alto el fuego de la organización terrorista no debe ser recompensado con la legalización de Batasuna. La vuelta a la legalidad de la formación que habría de sustituir a Batasuna sólo puede producirse cuando esa agrupación cumpla las condiciones democráticas que la ley impone, siendo para ello imprescindible la inequívoca desaparición de la banda y su desarme.
Siguiendo el modelo norirlandés se aprecia cómo algunos sectores apuestan por interpretar como muestras inequívocas de la voluntad de ETA de poner fin a la violencia gestos aparentemente esperanzadores aunque estos no equivalgan a la mencionada desaparición y desarme de la banda. Se argumenta en defensa de este punto de vista que no resulta realista exigir de ETA semejantes obligaciones y que el tiempo convertirá paulatinamente en irrelevante a la banda. No obstante, se contribuye así a alimentar una dinámica mediante la cual la organización terrorista deja de constituir una carga para Batasuna, pues es precisamente la existencia de la banda y la promesa de su desaparición la que le garantizan beneficios al brazo político. Como consecuencia de esta lógica se libera a la banda de la presión que debería recaer sobre ella, trasfiriéndose la responsabilidad por el mantenimiento del alto el fuego a políticos y ciudadanos que se ven así coaccionados para aceptar condiciones que no son plenamente democráticas. En absoluto puede serlo tolerar que una organización ilegal continúe existiendo y manteniéndose inextricablemente unida a una formación política a pesar de las declaraciones formales de sus dirigentes respaldando procesos democráticos que se ven en contradicción con sus comportamientos antidemocráticos al beneficiarse de su asociación con dicha presencia. Como el ejemplo del IRA confirma, la mera existencia de una organización terrorista constituye un factor de coacción que jamás debería ser tolerado como aceptable.
¿Son necesarios el desarme y la excarcelación?
La impunidad e indulgencia que ha caracterizado el proceso norirlandés ha convertido en ineficaz el desarme del IRA anunciado el pasado año. Aunque presentado casi unánimemente como un gran gesto, la forma en la que se llevó a cabo impidió que cumpliera el objetivo que motivó esta exigencia en 1995: convencer a las víctimas del terrorismo del IRA de su voluntad inequívoca de poner fin a la violencia. El retraso en el desarme y su metodología impidieron generar la confianza que se buscaba con esa medida. Al contrario de lo que muchos observadores han defendido, el desarme de la organización terrorista y la metodología con la que debía acometerse eran vitales para el éxito del proceso de erradicación del terrorismo. Tres fueron los gestos de desarme que precedieron al último acontecido en septiembre de 2005. Ninguno de ellos se realizó de un modo que permitiera, tal y como se requería, que el desarme fuera verdaderamente eficaz. Así se desprende de las palabras del propio Martin McGuinness cuando en vísperas del desarme acometido en octubre de 2003 reconocía que los anteriores actos no se habían llevado a cabo en condiciones “convincentes”, de ahí que admitiera la necesidad de “transparencia” para que los pasos del IRA no causaran “decepción”. El propio general canadiense John De Chastelain, encargado de supervisar el decomiso de armas, subrayó también que desde 1999 insistió en sus contactos con el IRA en que, a menos que el desarme fuera “visible”, se dudaría de las buenas intenciones del grupo terrorista, concluyendo por tanto que las dudas convertirían en ineficaz el desarme. A pesar de ello, en octubre de 2003 y en septiembre de 2005 se cometieron los mismos errores. La única diferencia entre uno y otro acto fue que en esta última ocasión un religioso protestante y otro católico presenciaron el desarme, sin que se hiciera público un inventario de las armas o fotografías de éstas, como se había reclamado previamente. Sin embargo, esta única distinción resultaba insuficiente para garantizar la visibilidad y transparencia exigidas.
Dichos religiosos no eran aquellos que los unionistas habían propuesto, sino otros que sustituyeron a los que el IRA había rechazado. El recambio católico era particularmente desafortunado, al tratarse del padre Alec Reid. Esta figura, presentada en Irlanda del Norte y el País Vasco como un generoso pacificador, carece de la confianza necesaria entre la comunidad unionista al haber sido su objetivo durante años la constitución de un frente pan nacionalista en el que los partidos nacionalistas no violentos se coaligaran con quienes han defendido el terrorismo. De ese modo, ha insistido Reid, el grupo terrorista cesaría en su violencia, ahora bien, a cambio de una peligrosa legitimación que haría que la debilidad de dicha organización y de su brazo político se transformara en fortaleza. Lógico es por tanto que el unionismo desconfíe de quien ha defendido para el IRA algo que también parece propugnar para ETA, es decir, que las organizaciones terroristas obtengan, una vez cesen sus campañas, aquello que no pudieron conseguir a causa de las mismas, pero que en ese escenario lograrían precisamente como consecuencia de su terrorismo. En otras palabras, mediante tan sutil mecanismo de coacción y manipulación el terrorismo resultaría finalmente eficaz a pesar de la presentación pública de lo contrario.
En este sentido, obsérvese cómo las críticas de los unionistas al método de desarme han sido ignoradas en gran medida, exponiendo contradicciones en la política británica que benefician al IRA y al Sinn Fein al concederles esa legitimidad antes negada. Así se desprende de la declaración de De Chastelain al anunciar que el decomiso careció de la “transparencia” requerida, extremo que, según él, debía aceptarse porque “el IRA dijo que no iba a suceder”, ya que el grupo no admitiría que el desarme sirviera para transmitir una imagen de “humillación” o “culpa”. Se asumía por tanto como realista el planteamiento de una organización terrorista que además obtenía a cambio la promesa de que las personas con causas pendientes en busca y captura podrían regresar a sus hogares con total impunidad. Las declaraciones de Peter Hain, ministro británico para Irlanda del Norte, son especialmente alarmantes al asegurar que esta medida es “dolorosa” para las víctimas pero “necesaria para cerrar la puerta de la violencia”. Sin embargo, la polémica suscitada tras el anuncio de semejante iniciativa, ampliamente rechazada, hizo necesario que el Gobierno británico la retirara a la espera de un clima de opinión más favorable para su adopción.
En ese contexto, la excarcelación anticipada de los presos pertenecientes a organizaciones terroristas se ha revelado como ineficaz, alimentando una lógica conducente a la peligrosa legitimación de la violencia al favorecer una narrativa del conflicto basada en la difusión de responsabilidad de quienes utilizaron el terrorismo. Esta dinámica ha derivado en una indulgencia que ha fortalecido a aquellos que practicaron el terrorismo: los presos han dejado de serlo pese a que las organizaciones terroristas continúan existiendo y extorsionando. Al mismo tiempo las víctimas, que siguen reclamando justicia y reparación, son presentadas como un mal necesario e inevitable, adquiriendo las injusticias cometidas sobre ellas justificación y sentido. Se prostituye así su memoria ignorándose que la mayoría de la sociedad jamás recurrió al terrorismo a pesar de sufrirlo, desincentivándose por tanto el respeto a los valores democráticos. La excarcelación subestimaba cómo estos factores afectan decisivamente la esfera política. Sin embargo la situación actual en Irlanda del Norte, caracterizada por la parálisis institucional y una profunda polarización política y social, demuestra que una democracia no puede funcionar con semejante déficit. Es por ello por lo que Bertha McDougall, viuda de un policía norirlandés asesinado por el grupo terrorista nacionalista INLA (Irish National Liberation Army), nombrada “Comisionada de las Víctimas en Irlanda del Norte”, ha subrayado que la sociedad norirlandesa será incapaz de progresar a menos que las autoridades se ocupen de las necesidades de las víctimas.
Las reclamaciones de las víctimas en Irlanda del Norte exigiendo la reapertura de casos todavía sin resolver han llevado finalmente a la policía a declarar que así debe procederse. Esta actitud muestra, por un lado, la necesidad social de justicia y reparación, y cómo la ausencia de ambas obstaculiza la normalización y la convivencia. Asimismo desvela lo incongruente que resulta excarcelar a presos sentenciados mientras se anuncia que otros criminales serán procesados si se encuentran suficientes pruebas, pero con objeto de ser inmediatamente excarcelados. Incoherente resulta asimismo anunciar, como se hizo en noviembre de 2005, una ley que permitiría la impunidad de quienes tienen todavía causas pendientes con la justicia como resultado de sus acciones terroristas y que permanecen en busca y captura, medida ésta que afecta seriamente a los derechos humanos de las víctimas. Finalmente, como se ha indicado, semejante proyecto tuvo que ser retirado ante el amplio rechazo suscitado. Un rasgo diferencial agravaría para el caso vasco las consecuencias de una impunidad similar, pues la violencia etarra no ha sido contrarestada con terrorismo de reacción, habiendo respondido la sociedad civil con un pacifismo que sería totalmente despreciado. De ese modo determinados individuos encontrarían en el incumplimiento de la ley un estímulo para la trasgresión y el recurso a la violencia, pudiendo favorecer también la represalia violenta de algunos ciudadanos ante la injusta inmunidad de quienes han infringido las normas del Estado de Derecho.
Conclusiones: A veces se reivindica el estudio de las causas de fenómenos terroristas exógenos mientras se ignora la etiología del terrorismo etarra, o sea, el absolutismo ideológico de individuos fanáticos que persiguen la imposición violenta de un ideario nacionalista. Al ignorarse dichas causas, aceptando un modelo para el final del terrorismo que incluya concesiones como las descritas en las líneas precedentes, puede impedirse la erradicación del mismo. ETA y Batasuna no son entes ajenos, sino instrumentos de un movimiento que pretenden los mismos fines. Tanto ETA como Batasuna ambicionan un poder que paradójicamente el Estado podría facilitarles al entender que una renuncia táctica a la violencia equivale realmente a una auténtica metamorfosis del movimiento terrorista y a su desaparición.
En nuestro país se tiende a limitar el precio político que el Estado habría de pagar al ámbito de los presos etarras, argumentándose que las circunstancias políticas habrían cambiado y que el objetivo último de la paz así lo exigiría. Apréciese cómo determinados movimientos tácticos de ETA, entre ellos el anuncio del cese de sus actividades terroristas en un contexto de debilidad en el que resulta poco rentable la reactivación de los asesinatos, podrían facilitar un escenario en el que bajo el pretexto de una modificación de las “circunstancias políticas”, principios esenciales de la democracia y de la lucha antiterrorista fueran abandonados, incluida la máxima recogida en la resolución del Congreso de que “la violencia no tiene precio político”. Así ocurriría si la separación de poderes en la que se sustenta nuestro sistema democrático fuera ignorada con el objeto de favorecer beneficios penitenciarios con la excusa de que políticamente ciertas medidas son imprescindibles para el avance del “proceso de paz”.
El análisis y evaluación de las iniciativas adoptadas en Irlanda del Norte nos demuestra lo erróneo que resulta abandonar las exigencias objetivas que deben demostrar claramente la voluntad inequívoca de poner fin a la violencia por parte del grupo terrorista. Confirma además la necesidad de comprobar que el gobierno cumpla rigurosamente sus firmes promesas en torno a la verificación de una desaparición absoluta de la organización terrorista sin incurrir en concesiones al brazo político de la banda que permitan la perpetuación de ésta. En consecuencia, su desarme y su disolución total representan exigencias realistas y prácticas que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos y otras cuestiones políticas como la vuelta a la legalidad de Batasuna, lo cual impediría que la organización terrorista coartase al resto de los actores. Este modelo incentivaría a Batasuna a exigir a ETA su verdadera desaparición y facilitaría la restauración del consenso entre los principales partidos democráticos.
Cierto es que diversas declaraciones de representantes políticos insisten en que la “ausencia de violencia” debe ser clara para avanzar en el denominado “proceso de paz”. Dichas declaraciones públicas deben mantenerse evitando la tentación de rebajar gradualmente las exigencias a pesar de su previa apariencia de firmeza. Así se aprecia ya al atribuir a Batasuna unas intenciones pacíficas y de alejamiento de ETA que no vienen corroboradas por hechos, hasta el punto de que se ha llegado a plantear que su legalización sería posible con una mera declaración formal en contra de la violencia. De esa manera se facilitaría que un partido político inextricablemente unido a ETA busque una fórmula verbal que le permita vencer su ilegalización a pesar de mantener el vínculo con la organización terrorista, burlando de ese modo la política antiterrorista que llevó a su ilegalización. Quienes proponen ese proceder en el caso de que se percibiese un aparente distanciamiento entre Batasuna y ETA, parecen asumir como eficaz y necesaria una cierta “ambigüedad” con el fin de hacer avanzar el denominado “proceso de paz”, error cometido en Irlanda del Norte, donde dicha ambigüedad se convirtió más bien en destructiva. Se sustentó en incoherentes comportamientos por parte de los Gobiernos británico e irlandés que si bien inicialmente establecieron exigencias al Sinn Fein que aparecían como firmes en el momento de ser impuestas, fueron gradualmente abandonadas. Esa peligrosa inconsistencia ha dañado gravemente la credibilidad de los Gobiernos, debilitando su autoridad y beneficiando en cambio al Sinn Fein al transmitirse el mensaje de que este partido, reconocido por todos los actores como el brazo político de un grupo terrorista todavía activo, puede condicionar la normalización política a pesar de incumplir las reglas democráticas. Al mismo tiempo se ha facilitado de este modo su crecimiento electoral al trasladarse al electorado el mensaje de que el fortalecimiento del Sinn Fein garantizaba el mantenimiento del alto el fuego del IRA.
Rogelio Alonso
Profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos