Ver también versión en inglés: Latin America at the beginning of a decisive electoral triennium (2017-19).
Tema
América Latina inicia en noviembre de 2017 un largo período de alta intensidad electoral, que se prolongará hasta 2019, en el que 14 países de la región celebrarán comicios presidenciales. Está en juego la adaptación de las economías regionales al nuevo contexto internacional y la confirmación, o no, de que Latinoamérica vive un cambio de tendencia política.
Resumen
Las elecciones que van a tener lugar en América Latina entre noviembre de 2017 y finales de 2019 servirán para evaluar si se consolida el cambio de escenario y de equilibrios políticos (el recurrente “giro a la derecha o al centro-derecha” del que se habla desde 2015), y si los nuevos gobiernos que salgan de las urnas poseerán la fortaleza y voluntad política suficientes para emprender el camino de las reformas económicas estructurales a fin de adaptar la región al mundo emergente, el de la IV revolución digital.
Junto a la corrupción y a la necesidad de mayores niveles de transparencia, el eje del debate político-electoral en las elecciones latinoamericanas de este trienio va a pasar por la pugna que sostengan aquellos partidos y líderes que defienden posturas reformistas y la de quienes encarnen alternativas opuestas a tales cambios y transformaciones.
La América Latina de la próxima década va a ir tomando forma en sus ámbitos político y económico a lo largo de esas citas electorales en las que se perfilará la tonalidad ideológica predominante en la región y su fortaleza o debilidad para encarar los nuevos escenarios mundiales y los consiguientes retos económico-comerciales.
Análisis
América Latina se halla inmersa en un trienio electoral (2017, 2018 y 2019) decisivo para los futuros derroteros políticos y económicos de la región en la próxima década. En estos tres años habrá elecciones presidenciales en Chile y Honduras (2017), Costa Rica, Paraguay, Colombia, México, Brasil y Venezuela (2018), y El Salvador, Panamá, Guatemala, Argentina, Uruguay y Bolivia (2019). En 14 de los 18 países donde existen elecciones democráticas y pluralistas se renovará al jefe del Estado a través de las urnas. Además, en Cuba está previsto que Raúl Castro abandone la presidencia en febrero de 2018.
La América Latina de los años 20 del siglo XXI se va a diseñar e ir tomando forma a lo largo de este próximo trienio (2017-2019). Tras el consenso “neoliberal” de los años 90, el “giro a la izquierda” de la pasada década (giro heterogéneo y diverso que no se dio ni en todos los países ni de forma similar), América Latina estaría entrando en un momento de transición y experimentando “otro giro”, esta vez hacia la derecha o, para ser más precisos, hacia un centro-derecha de carácter pragmático y reformista donde Mauricio Macri, y quizá Sebastián Piñera, serían dos de sus más evidentes representantes.
Ese rediseño del mapa político latinoamericano coincide y se solapa con la encrucijada económica regional y sus numerosos retos para adaptar sus instituciones y la economía al nuevo mundo en formación, el del cambio tecnológico y la IV revolución digital. Los gobiernos que salgan de las urnas y los parlamentos que se conformen deberán afrontar profundas modificaciones y cambios estructurales en la búsqueda de mayor competitividad y productividad para unas economías atrapadas en una doble espiral de debilidad: económica (por la baja expansión del PIB) y política (gobiernos, en la mayoría de los casos, sin un fuerte sustento social, sin suficiente apoyo legislativo y sin voluntad política para impulsar la agenda reformista).
América Latina: elecciones, economía y reformas
Las reformas de los años 80 y 90 dieron paso a unas economías latinoamericanas más fuertes, confiables y estables. Sin embargo, el empuje reformista se agotó en la pasada década (adormecido, quizá, por –y en– la bonanza económica) y en la actual coyuntura el riesgo de la región es quedar atrapada en una situación de estancamiento (o escaso crecimiento) crónico que amenace la bonanza y la reducción de la pobreza de los últimos años. Según el FMI, Latinoamérica y el Caribe crecerán en conjunto al 1% en 2017 y al 1,9% en 2018: es, sin duda, una recuperación respecto a las caídas de 2015 y 2016 y, a la vez, una expansión moderada (excesivamente moderada). América Latina se beneficia de la recuperación de Argentina y de Brasil pero como el propio economista jefe del FMI para el hemisferio occidental, Alejandro Werner, reconoce, se “reanuda la marcha, pero a baja velocidad”.
Las cifras confirman una tendencia presente desde 2013: la mayoría de los países (salvo el prolongado y progresivo colapso de la economía de Venezuela o momentos de recesión profundos, pero acotados en el tiempo, en Brasil, Ecuador y Argentina) no se encuentran sumidos en una crisis económica (ni siquiera en una progresiva ralentización) sino que están atrapados en una dinámica de débil o muy bajo crecimiento. América Latina, desde un punto de vista económico, vive hace un lustro en una inercia económica de la cual aún no ha sido capaz de salir debido a que no se han llevado a cabo reformas estructurales internas. Entre 2003 y 2013 Latinoamérica atravesó un período de indiscutible bonanza: rápido crecimiento hasta 2008, decrecimiento en 2009 y lenta desaceleración o estancamiento en la actual década. Desde 2012 se han vivido cuatro años de lento crecimiento (2012, 2013, 2014 y 2017) y dos de caídas del PIB (2015 y 2016).
En la presente coyuntura (2017-2019) el principal problema de la región no es que crezca negativamente (lo hace y lo va a seguir haciendo en positivo) ni que disminuya ese crecimiento (aumenta respecto a los años anteriores). El problema pasa por la débil expansión regional, lejana a los índices que posibilitarían una disminución significativa de la pobreza y las desigualdades, para lo cual se requiere, además de políticas públicas eficientes, un crecimiento de en torno al 5% del PIB. La baja expansión va camino de transformarse en una característica estructural. Sin reformas que hagan más competitiva y productiva a la región, es altamente improbable que se produzca la aceleración siempre esperada (más allá de repuntes concretos), lo cual conduce, en el mejor de los casos, a una América Latina perennemente atrapada en un crecimiento insuficiente (levemente superior al 1% y muy lejano del 5% deseable).
En ese punto confluyen las dinámicas político-electoral y económica del trienio. El cambio de ciclo económico por el que atraviesan los países latinoamericanos ha tenido como una de sus principales consecuencias dejar al descubierto las debilidades de la región, que permanecieron escondidas durante la bonanza (2003-2013). El período de auge no fue aprovechado en su totalidad (pese a los avances socioeconómicos) para resolver muchas de las asignaturas pendientes de los países latinoamericanos.
Romper con la tendencia al estancamiento o mediocre crecimiento económico implica poner en marcha reformas estructurales con amplio consenso político para garantizar su sostenibilidad y su prolongación en el tiempo. Reformas que mejoren la competitividad y productividad a través de políticas públicas que favorezcan la inversión en capital físico (infraestructuras y logística) y humano (educación) y la diversificación productiva y de mercados de exportación, a la vez que incentiven la innovación y el emprendimiento para introducir valor añadido a las exportaciones. Reformas y políticas públicas que sean impulsadas, en definitiva, por Estados y administraciones más eficaces y eficientes para atender y canalizar las demandas de una ciudadanía y un electorado, conformado por unas clases medias que exigen mejores servicios públicos (en seguridad, transporte, educación y salud) y mayor transparencia en el funcionamiento de la “cosa pública” y compromiso en el combate a la corrupción.
Implementar ese plan reformista requiere de voluntad y fortaleza política. Desde este punto de vista, otro de los problemas que afronta la región es la inexistencia de un consenso sobre qué reformas aplicar y cómo impulsarlas. La creciente polarización política y deslegitimación y fragmentación partidista no contribuye a formar esos grandes consensos en torno al tipo de reformas estructurales necesarias. Ocurre todo lo contrario y, por esa razón, la pugna política en el trienio va a pivotar y girar entre aquellas fuerzas, partidos, movimientos y liderazgos que propongan el inicio o continuidad de tales transformaciones y aquellos que se opongan a su implementación. El electorado, finalmente, deberá elegir, en la mayoría de los casos, entre dos opciones: aquellos que estén dispuestos no sólo a conservar sino también a proseguir con las reformas hasta ahora impulsadas por gobiernos como el de Enrique Peña Nieto en México, Mauricio Macri en Argentina o Michel Temer en Brasil; o por quienes aspiran no sólo a detener ese proceso reformista sino incluso revertirlo. Es el caso de Andrés Manuel López Obrador en México, el PT y una parte de la izquierda en Brasil o el kirchnerismo en Argentina.
El eje electoral reformismo vs anti-reformismo
Lo ocurrido en las recientes elecciones legislativas argentinas y los pasos subsiguientes del gobierno del presidente Macri, tras la clara victoria de la coalición que le respalda, son una muestra de lo que está en juego en los comicios en marcha y los que se van a celebrar: la implementación de un programa reformista o su paralización.
La campaña para las elecciones legislativas en Argentina llevó aparejada un punto muerto de la obra reformista que emprendiera en 2015 y continuara durante 2016 el gobierno de Macri. Esos proyectos quedaron a expensas de la cita electoral del pasado 22 de octubre. La coalición Cambiemos triunfó en esos comicios y ese fortísimo espaldarazo para el ejecutivo que encabeza Macri ha abierto una segunda oleada de reformas con características muy definidas. En primer lugar, de reforzamiento de la continuidad en el reformismo gradualista: el gobierno optó, desde que asumió en diciembre de 2015, por impulsar las transformaciones de forma paulatina para evitar tensiones y un recrudecimiento de las protestas sociales. En segundo lugar, la victoria en las urnas favorece la puesta en marcha de cuatro nuevas reformas: (1) laboral (flexibilización del mercado de trabajo); (2) fiscal (ajuste del Estado y del gasto de los gobiernos provinciales); (3) previsional (con subida de la edad jubilatoria incluida); y (4) educativa (centrada en la secundaria).
Como se ha visto en Argentina, junto con la corrupción, el eje en torno al cual se va a establecer la pugna político-electoral del trienio girará en torno a la dicotomía reformismo-antireformismo. Esa será la dinámica en las elecciones en los dos gigantes regionales, Brasil y México. En los comicios mexicanos de julio de 2008, las diferentes fuerzas que compitan se situarán a favor o en contra del programa de reformas (y su posible profundización y continuidad) impulsado por Enrique Peña Nieto (el “Pacto por México” que tuvo su máxima vigencia entre 2012 y 2014). El proyecto será defendido, con ánimo de prolongarlo y darle mayor amplitud, por el candidato del PRI, sobre todo si resultara escogido el actual secretario de Hacienda, José Antonio Meade, cuya figura encarna ese modelo de cambios y transformaciones. Pero también lo harán otros partidos de la oposición, como el centroderechista PAN y el socialdemócrata PRD (ahora coaligados en el Frente Ciudadano), que fueron aliados de Peña Nieto en el proceso reformista y muy posiblemente no se apartarían en demasía (sobre todo el panismo) de lo que ha sido el norte de la administración actual.
Frente al continuismo en materia de reformas que representan el PRI, el PAN y en gran medida el PRD, el partido MORENA de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) encarna una postura diametralmente opuesta: antirreformista y de reversión de los cambios introducidos en el actual sexenio e iniciados más tímidamente en época del panista Felipe Calderón (2006-2012). En especial la reforma energética está en el punto de mira del líder de MORENA, quien encabeza, hasta ahora, la mayoría de las encuestas. AMLO aspira a revisar las leyes que abrieron los mercados energéticosa la inversión extranjera y se ha comprometido a celebrar un referéndum para revertir esa reforma.
En Brasil, la corrupción (el caso Lava Jato y sus derivaciones) va a sobrevolar y permear la campaña para las presidenciales de 2018. Pero también el eje pasará por la defensa o rechazo al plan de reformas de Temer (reformas que, irónicamente, inició, de forma más moderada, el gobierno de Dilma Rousseff). Temer ha impulsado un conjunto de transformaciones estructurales para recuperar la confianza de los inversores y que el país vuelva a crecer tras un bienio en recesión. Primero se votó una congelación del gasto público para frenar el déficit, luego se aprobó un conjunto de leyes de flexibilización laboral para estimular el mercado de trabajo y ahora busca modificar el sistema previsional. Esa labor ha sido respalda en el legislativo y desde dentro del gobierno por el PSDB, el partido que se perfila como favorito para disputar la segunda vuelta de las presidenciales con Geraldo Alckmin (gobernador de São Paulo) y João Doria (prefecto de São Paulo) como dos de los posibles candidatos.
Frente a la continuidad del reformismo de Temer en manos del PSDB, Lula da Silva va a tratar de convertirse en candidato, aunque el peso de los escándalos que le rodean y sus implicaciones judiciales van a dificultar su participación. Si no lo hace, su partido, el PT, en solitario o a través de alianzas con otras fuerzas de izquierda, procederá a la reivindicación de Lula y su época de prosperidad y bonanza como contrapunto a los tiempos de recortes que encabeza Temer. No en vano, cuando el ex presidente ha salido a las calles para respaldar las protestas en contra de la actual administración, la idea que ha dejado en el ambiente es precisamente esa, la de que sostiene la bandera antirreformista, tal y como atestiguan sus palabras: “Queremos no sólo la salida de Michel Temer, sino también frenar las reformas puestas en marcha por su Gobierno y que sea el pueblo quien elija en las urnas a su presidente”.
En Chile lo que se pondrá en juego en noviembre/diciembre de 2017 es la pugna entre dos reformismos de diferente entidad y calado. El que encarna la oficialista Fuerza de Mayoría, con Alejandro Guillier como candidato, que aspira a continuar y profundizar los cambios introducidos durante la gestión de Michelle Bachelet, que aportaron un sesgo social a la liberalizada economía chilena (reforma fiscal, gratuidad de la enseñanza universitaria, proyecto de reforma constitucional, sistema de jubilación público…). Por el contrario, la oposición de centro-derecha, coaligada en la alianza Chile Vamos liderada por el ex presidente Sebastián Piñera, persigue impulsar un paquete de reformas más “liberal”, de recorte del gasto público buscando la eficiencia económica para recuperar la perdida senda de la fuerte expansión, y llevar a cabo una profunda modificación de las principales transformaciones acometidas durante el período bacheletista (2014-2018).
Guillier ha tratado de reavivar el miedo a la derecha como portadora de un programa de corte “neoliberal” que llevaría consigo la supresión de los «beneficios sociales» nacidos de las reformas del actual gobierno. En palabras de Guillier, “si es sólo con crecimiento económico eso nos va a llevar a acentuar el cuadro de la concentración de la propiedad y de la riqueza y los ingresos y eso nos puede llevar a movilizaciones sociales”. Por su parte, Piñera ha construido el eje de su programa de gobierno en impulsar la austeridad fiscal mediante una reasignación presupuestal “de programas mal evaluados”, que supondrían un ahorro de unos 7.000 millones de dólares como plataforma desde la que propiciar un sólido crecimiento económico.
De una u otra forma, los demás comicios presidenciales del trienio 2017-2019 van a llevar implícita esa pugna entre las posturas reformistas y las antirreformistas. En Costa Rica (febrero de 2018) el centro del debate girará en torno a las transformaciones necesarias para combatir el elevado déficit fiscal que arrastra y lastra el desarrollo del país desde comienzos de siglo. De igual forma, en Colombia (mayo de 2018) se va a hablar mucho en la campaña del proceso de paz con las FARC que ha polarizado al país, tal y como se comprobó en la consulta de 2016. Pero más pronto que tarde los candidatos y las fuerzas que les respaldan deberán poner sobre la mesa sus proyectos para conseguir reactivar una economía que no acaba de despegar. De hecho, el FMI acaba de reducir la previsión de crecimiento en 2017 desde el 2,3% al actual 2%. En 2019, la Argentina que acaba de dar un importante voto de confianza a Macri deberá evaluar de nuevo la gestión reformadora del presidente, quien muy posiblemente opte a la reelección.
Conclusiones
América Latina va a vivir tres años (2017-2019) de alta intensidad electoral con comicios en 14 países. Se trata de unas citas muy importantes, y algunas especialmente significativas (como Chile, Colombia, México, Brasil y Argentina), en un doble aspecto, en los ámbitos político y económico.
Desde el punto de vista político, las elecciones de este trienio pueden confirmar, matizar o desmentir el llamado “giro a la derecha” (al centro-derecha sería una expresión más exacta) que la región emprendió en 2015 cuando Macri derrotó al kirchnerista Daniel Scioli en las presidenciales de Argentina y la MUD triunfó en las legislativas venezolanas de ese año. Esta nueva tendencia político-electoral se vio reforzada por la derrota de Evo Morales en el referéndum de febrero de 2016 y la destitución de Dilma Rousseff en Brasil, aunque victorias como la del orteguismo en Nicaragua en 2016 o de Alianza País en Ecuador en 2017 convirtieron ese supuesto “giro” más en un predominio del centro-derecha que en un cambio generalizado de alcance latinoamericano. Posibles victorias como la de Piñera en Chile, Juan Orlando Hernández en Honduras, el priismo en México o de un tucano en Brasil avalarían ese cambio de tendencia hacia el centro-derecha aunque no es descartable que se produzcan éxitos electorales de la izquierda populista (de Andrés Manuel López Obrador en México), reelecciones de la “izquierda bolivariana” en Venezuela y Bolivia e incluso la emergencia de candidatos ajenos, y extremadamente críticos, con el sistema (outsiders) al hilo de lo ocurrido en EEUU con Donald Trump (Jair Bolsonaro en Brasil).
Desde el punto de vista económico, lo que está en juego en estos comicios es si se ponen en marcha, o no, en los países de la región amplias y profundas reformas estructurales para adecuar América Latina a un nuevo contexto internacional en el que el éxito comercial, la expansión económica y las mejoras sociales (disminución de la pobreza y la desigualdad) vayan de la mano de economías con mayores niveles de productividad y competitividad, en las que unos Estados y administraciones eficaces y eficientes pongan en marcha políticas públicas que incentiven la innovación, la diversificación y apuesten por la inversión en capital físico y humano, así como por vincular a los países latinoamericanos a las grandes cadenas de valor y producción internacionales.
Rogelio Núñez
Periodista especializado en América Latina