En política internacional es necesario pararse a pensar, quizá con mayor frecuencia que en otras actividades públicas. Mirar atentamente lo que sucede y extraer consecuencias. No puede haber mejor marco para ello que este Real Instituto.
Uno de sus objetivos estatutarios es estudiar y comprender el escenario internacional. Tengo la sensación que, en los últimos años, este objetivo debe resultar especialmente complejo. Si algo caracteriza al mundo de hoy es la dificultad para enmarcarlo. Para asignarle un principio constitutivo. No hay una narrativa lógica, fácil de seguir e interpretar. Hay algunas tendencias subyacentes, pero no siempre claras.
Quiero compartir con ustedes esta tarde algunas reflexiones sobre estas tendencias. Sobre el mundo que dibujan. Y sobre el papel que puede jugar la Unión Europea en este escenario complejo. Entro en materia.
Consideremos la integración económica. Es una tendencia que nadie pone en duda. El comercio internacional ha crecido un 70% en cinco años. La inversión directa se ha duplicado. La integración financiera está llegando a cotas impensables hace sólo unos años. La crisis que sufrieron este verano los mercados de crédito, la rapidez y profundidad con la que se propagó la escasez de liquidez, da buena idea del grado de integración al que estamos llegando y también de los riesgos asociados.
La teoría nos dice que, en paralelo con la integración económica, debería haber un proceso de convergencia política a escala mundial. No parece ser el caso. En política está sucediendo en gran medida lo contrario: la desagregación. Parece contradictorio, pero ambas tendencias están conviviendo. Y son clave para entender hacia dónde nos encaminamos. Sobre las que debemos reflexionar. Más tarde volveré sobre este asunto.
Pensemos en la extensión planetaria de los derechos humanos y la democracia. Hasta hace bien poco, nadie hubiera puesto en duda esta tendencia. Incluso alguien llegó a hablar del fin de la historia. Pero no. La historia sigue escribiéndose, y a velocidad de vértigo. Y lamentablemente no en la dirección pensada. No es que la tendencia principal se haya visto interrumpida, es que está surgiendo una distinta. No es necesariamente la contraria, pero tenemos que tenerla presente para comprender lo que sucede a nuestro alrededor.
Y lo tenemos que hacer porque tiene consecuencias sobre nuestra forma de actuar. Europa ha tenido y sigue teniendo voluntad de proyectarse hacia el exterior en esta materia. No es concebible una política exterior europea que no incluya el factor de nuestros valores fundamentales. No debemos cambiar. Pero sí reflexionar sobre cómo hacerlo. Pensemos por un momento en las realidades que no encontramos. La primera, la más inmediata, es la demográfica. Y los números deben hacernos reflexionar.
El mundo occidental sólo representa un sexto de la población del mundo. Uno entre seis. De aquí al 2025, la población mundial aumentará en 1500 millones de personas. Occidente solo crecerá en 40 millones. Y lo que hoy es la Unión Europea puede crecer en apenas 10 millones de personas. Somos una minoría en un mundo inmenso. Tengámoslo presente al pensar sobre nuestro papel.
Otra de las tendencias que definen nuestro mundo es el establecimiento de límites a la soberanía de los Estados. Pero, de nuevo, no esperemos un proceso claro, lineal. En algunos casos, se trata de transferencia de soberanía a una entidad supranacional. La Unión Europea es el paradigma.
Pero no es en esos procesos en los que ahora quiero fijarme, a pesar de su innegable importancia. La tendencia de fondo, la que debe ser objeto de reflexión, es el sutil vínculo que se va estableciendo entre soberanía y responsabilidad de los Estados. Responsabilidad hacia los propios ciudadanos, el importante concepto de la responsabilidad de proteger. La Comunidad Internacional puede y debe asumir esta responsabilidad si el Estado en cuestión hace dejación de ella. En esto se basa la injerencia humanitaria aprobada por Naciones Unidas.
Y responsabilidad hacia otros Estados, por ejemplo en el marco del cambio climático. Los Estados deben ser responsables de los actos que desbordan sus fronteras y amenazan el bienestar de todos. Debemos progresar en la profundización de ese vínculo. Esta tendencia está en estrecha relación con un asunto que abordaré más adelante: el de la gobernabilidad de la sociedad internacional.
Los cambios en los centros de poder y decisión es la cuarta tendencia a la que quiero hacer referencia. Dentro de los Estados, hay una transferencia de poder de los Gobiernos a la sociedad, a los mercados, a diversos tipos de grupos, incluso a los individuos.
Y hay también una transferencia de poder entre Estados. Transferencia de lo que tradicionalmente denominamos Occidente a nuevos actores que emergen con fuerza. Y lo relevante es que estos últimos no necesariamente comparten nuestra visión del mundo.
Podemos enterrar definitivamente el mundo que vivimos, de forma fugaz, al final de la guerra fría. En él, una sola gran potencia, los Estados Unidos, la “nación indispensable” como la llamó mi buena amiga Madeleine Albright, tenía un poder militar, económico y diplomático incomparable. Los Estados Unidos siguen siendo la primera potencia. No hay duda de ello. Pero otros países llaman a las puertas de un status global. Rusia trata de recuperar el papel perdido. China e India se definen como potencias con vocación mundial. Ahora bien que en el mundo no haya una única potencia dominante no quiere decir que sea multilateral. Lo primero es un hecho. Lo segundo será la consecuencia de una buena política.
Finalmente, y para terminar este apresurado inventario de algunas corrientes profundas unas palabras sobre la energía. Las cuestiones energéticas han sido siempre estratégicas. Desde hace siglos. En los últimos años, el rápido crecimiento económico de algunos grandes países ha introducido tensiones nuevas en los mercados energéticos.
Esta batalla por los suministros energéticos tiene también consecuencias en política exterior. Algunos Estados productores utilizan sus recursos de forma descarnada para ganar influencia. Y algunos grandes consumidores supeditan su política exterior a la necesidad de asegurarse el suministro. Lo hacen hasta límites poco sanos para la sociedad internacional en su conjunto. Pero nada de esto es realmente nuevo.
Lo radicalmente nuevo son las consecuencias globales de las decisiones de cada Estado en la elección de sus opciones energéticas. Una proporción elevada de combustibles fósiles tiene implicaciones en las políticas sobre el cambio climático. Un masivo recurso a la energía nuclear puede tener consecuencias complejas en materia de no-proliferación. Una decidida apuesta por las renovables exige una sólida y segura política de interconexiones. En definitiva: las decisiones del otro me afectan. Y lo hacen en intereses vitales.
La Unión Europea tiene un papel relevante que jugar en este proceso. El primer obstáculo a superar para que pueda hacerlo está en camino de resolverse. La crisis, casi existencial, en que se sumió la Unión tras el rechazo al Tratado Constitucional debería quedar atrás en los próximos meses.
Es importante subrayar que durante estos dos años se han hecho cosas. Muchas y algunas muy significativas. La Unión ha estado presente en escenarios difíciles, en mediaciones complejas. Ha seguido siendo el primer donante de ayuda al desarrollo y de ayuda humanitaria. Ha jugado un papel constructivo en la Ronda Doha. Ha puesto en marcha una Agencia Europea de Defensa que está sentando las bases de una auténtica industria europea en este campo. Se ha dotado de capacidades de gestión de crisis, civiles y militares. Ha sido capaz de proyectar a miles de kilómetros, en Indonesia o la República Democrática del Congo, esas capacidades. El despliegue de fuerzas militares, de unidades de policía, de elementos civiles ha servido para crear las condiciones políticas que permitan resolver un conflicto. Esa es la forma de trabajar de la Unión. Se ha dicho que hay una forma europea de hacer las cosas. Estoy convencido de ello. Lo hemos demostrado en Aceh, en Kinshasa, en Georgia o en Bosnia. Hemos abierto un camino sobre el que se puede construir y mucho.
Pero es cierto también que era muy difícil continuar construyendo con el actual sistema institucional y normativo. Espero que el acuerdo alcanzado hace apenas dos semanas en Lisboa siente las bases para avanzar.
Sobre este acuerdo, sobre los futuros Tratados, unas breves palabras. A mi juicio, contienen dos aportaciones importantes en materia de política exterior y de seguridad.
En primer lugar simplifican la representación exterior de la Unión. Las sucesivas Presidencias han desarrollado una labor meritoria y acertada en la inmensa mayoría de los casos. A pesar de ello, es un hecho que cambiar las caras, los estilos y muchas veces las prioridades cada seis meses es un obstáculo importante para hacer política exterior.
La segunda aportación se refiere al uso más racional y eficaz de los recursos de la Unión. Estos recursos son importantes. Situar en una única instancia, como hace el nuevo Tratado, la ejecución de todos los aspectos de una decisión redundará en una mayor eficacia.
Ahora bien, no hay que llevarse a engaño. Hacer que la Unión Europea tenga una política exterior y de seguridad va a seguir siendo un proceso largo y complejo. Son 27 Estados. Con 27 historias, geografías y sensibilidades diferentes. El consenso sigue en la base de cualquier acción. Algunos lo verán como un obstáculo. Para mí es un activo. Obtener este consenso y hacerlo operativo es difícil. Lo se por propia experiencia. Pero no tenemos alternativa.
Y no la tenemos porque la Unión tiene que estar presente, como un actor de peso, en ese mundo que está emergiendo. Para ello debe afrontar una serie de retos. Permítanme que comparta con ustedes mi visión sobre esos desafíos, sobre cómo la Unión Europea renovada debe proyectarse hacia el exterior.
Creo que, en los próximos años, la proyección internacional de la Unión Europea tiene ante sí tres grandes retos que afrontar.
– El primero es contribuir, y me atrevería a decir que liderar, la construcción de un auténtico y eficaz sistema multilateral.
– El segundo, definir sus intereses como Unión y actuar en el exterior teniendo en cuenta esos intereses.
– El tercer reto es redefinir cómo proyectar hacia el resto del mundo el conjunto de valores irrenunciables sobre los que se basa su sistema político.
La consecución de estos objetivos requiere no sólo enormes dosis de tenacidad y esfuerzo sino también una clara y decidida voluntad política por parte de los Estados Miembros. Pero no me cabe la menor duda que merece la pena. Permítanme ir desgranando esta nueva agenda exterior para la Unión.
Como he señalado, el primer reto es contribuir a la construcción de un auténtico sistema multilateral. Dos reflexiones:
– en primer lugar, a diferencia de países como Estados Unidos, China, Rusia, o India, el poder de la Unión no se medirá solo por su potencial militar, económico o diplomático. El poder de la Unión va a medirse por su capacidad de generar consensos en la comunidad internacional. La capacidad de influencia de Europa en el mundo tendrá mucho que ver con un activo difícil de cuantificar pero fácil de detectar: la legitimidad.
– en segundo lugar, la única forma de resolver la contradicción entre interdependencia creciente y soberanía es definiendo algún tipo de gobernabilidad mundial. De nuevo, un sistema multilateral para hacer el mundo gobernable.
El antecedente no es muy halagüeño: el fracaso en el 2005 del intento de reforma del sistema de Naciones Unidas. La Unión Europea debe retomar el testigo. La reforma de Naciones Unidas es muy importante. Pero es sólo parte de lo que hay que hacer.
Hacer normas debe ser la primera tarea. Sabemos muy bien que el Estado de Derecho y el imperio de la Ley son las mejores garantías contra los comportamientos arbitrarios. La mejor manera de proteger al débil. Pero en el medio internacional, las normas son, si se hacen generando consensos, la mejor garantía para todos los Estados, incluidos los más fuertes, que sus intereses pueden ser defendidos y preservados.
Tomemos un ejemplo particularmente complejo: el sistema internacional de no-proliferación. Se trata de un sistema vital para la seguridad del mundo. Y aún así, corre un serio peligro de desintegración. En esencia, el sistema se basa en un sutil equilibrio entre tres elementos: la no-proliferación, la transferencia de tecnología y el desarme. El problema es la percepción por un numeroso grupo de países de la aparición de desequilibrios entre estos tres elementos. Consideran estos países que mientras que la no-proliferación es objeto de vigilancia continua por parte de los Estados con armas y capacidad nuclear, estos Estados no cumplen sus compromisos en materia de transferencia de tecnología o en renunciar al menos a parte de sus arsenales.
Con las enormes tensiones en precio y suministro de los combustibles fósiles, y las necesarias limitaciones en su uso a la luz del cambio climático, la energía nuclear se plantea como una alternativa seria en el conjunto diversificado de fuentes energéticas que todo país debe tener. Ayer estuve en la reunión de Euromed. Llama la atención que, en el último año, países como Marruecos, Egipto o Jordania han puesto en marcha ambiciosos programas nucleares, impensables hace sólo dos años. Los avances en seguridad nuclear y tratamiento de residuos en los últimos años hacen esta opción más factible y racional también de cara a la opinión pública. Consecuencia de ello son las previsiones de crecimiento en la potencia nuclear instalada. Estas apuntan que en los próximos 20 años podría haber aumentos de hasta el 60% que nos llevarían a los 520 GW de potencia instalada.
El problema es que la tecnología nuclear es una tecnología de doble uso. Se enriquece uranio para alimentar una central y producir electricidad. Pero si se sigue enriqueciendo lo que se obtiene es un arma de destrucción masiva. La transparencia y la confianza son por tanto piezas esenciales del proceso. Tomemos un caso conocido: Irán. Como ustedes saben, el pasado año recibí un mandato de la Unión Europea y de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad para acordar con Irán las bases de una negociación sobre su programa nuclear. El objetivo es tener la seguridad de que se trata de un programa con fines exclusivamente pacíficos.
El fondo del problema es una cuestión de confianza. Irán dice tener un programa para instalar 20.000 MW de potencia nuclear. Pero salvo un acuerdo con Rusia para una central nuclear, cuyo combustible sería proporcionado por Rusia, Irán no ha firmado ningún acuerdo ni ha dado ningún pasado destinado a construir las en torno a 15 centrales nucleares que su programa requeriría. Lo único que hace es enriquecer uranio. Fabrica su propia gasolina antes incluso de comprar el coche. Y si fabricar gasolina para un solo coche es de dudosa racionalidad económica, lo mismo sucede con enriquecer uranio para un programa limitado de centrales.
El problema de confianza resulta evidente, y más aún a la luz de actividades pasadas. Por ello me felicito de que Irán se haya comprometido a cooperar con la Agencia Internacional de la Energía Atómica para aclarar todo el pasado. Espero que así sea. Es revelador echar una mirada a la mesa de negociaciones que se ofrece a Irán. De un lado Teherán. Del otro los países que precisamente pueden ayudar a Irán a tener un programa nuclear civil competitivo y de calidad, los países que pueden transferir la tecnología, construir las centrales. Esa es la esencia de la propuesta que presenté en Teherán en junio del pasado año. La desconfianza crecería aún más si Irán, finalmente, no es capaz de llegar a un acuerdo.
La única forma de resolver de forma duradera estos problemas es mediante una solución multilateral. Mediante la creación de un centro internacional de enriquecimiento bajo supervisión multilateral. Todos los Estados tendrían acceso a ese combustible enriquecido en igualdad de condiciones y a precios competitivos.
La Unión Europea es la mejor situada en la comunidad internacional para iniciar la reflexión sobre el sistema de no proliferación y hacer propuestas. Hagámoslo.
Si las normas son parte esencial del nuevo sistema multilateral, dar mayor legitimidad a los foros existentes es la segunda parte del trabajo. Hay que ampliar los círculos de decisión dando entrada a países emergentes. Hay que ampliar las mesas donde se discute y se decide. El G8 es un claro ejemplo. La incorporación de China, India, Sudáfrica, Brasil o México es imperativa. En caso contrario, la dolencia que ya sufre de falta de legitimidad y representación no hará sino agudizarse.
El segundo reto es que la Unión defina cuáles son sus intereses frente al exterior. Hasta ahora, se ha entendido que los intereses europeos eran la mera yuxtaposición de los intereses nacionales. Esa simple adición ha podido servir durante una época, pero esa época está tocando a su fin. Hay intereses europeos que no son simplemente los de algún o algunos Estados miembros, sino algo más, cualitativamente diferente. Definirlos será el fruto de un debate político que deberíamos abordar en el futuro. Y una vez definidos, esos intereses guiarán, junto con nuestros valores, la política exterior de la Unión.
Tomemos por ejemplo la migración. Se tiene la falsa impresión de que es un problema que afecta a los países del sur o a los grandes Estados de la Unión. Y estos toman a veces medidas como si así fuera. El problema es que nunca ha habido un debate real de cuál es el interés europeo en materia de migración. Ese debate incluiría elementos como nuestra política general, incluida la de ayuda, hacia los países africanos. La política de ayuda al desarrollo debe responder a un imperativo ético. Y al mismo tiempo, sólo tiene sentido si abre espacios para la solución política y económica de los problemas de fondo. Es en esto igual que una política correcta de gestión de crisis, también relevante en el caso africano. Nos falta ese debate. Y otros muchos de ese tipo.
Otro ejemplo, la relación de la Unión Europea con Rusia. Para la Unión, Rusia representa dos cosas simultáneamente. Es un vecino, el más importante. Es también un socio estratégico. No podremos resolver de forma completa cuestiones como el futuro de Kosovo o el conflicto en Darfur sin la colaboración de Rusia. Pero es en la faceta de gran vecino en la que quiero ahora hacer hincapié. Desde esta perspectiva, la relación con Rusia es extremadamente difícil. Probablemente sea la asignatura pendiente de más entidad que tiene en estos momentos la acción exterior de la Unión. Estoy convencido que gran parte del problema procede de la inexistencia de una definición precisa del interés de la Unión como tal. Definirlo y plantearlo sería positivo para las dos partes. Para Rusia también por supuesto.
El tercer reto para dotar a la Unión renovada de una auténtica política exterior es repensar, redefinir la proyección exterior de nuestros valores. Una política exterior debe basarse en valores e intereses. Esto es especialmente cierto en el caso de la Unión. No es concebible, ni siquiera sería creíble, una política exterior no basada en los valores que han inspirado la construcción europea.
Pero sería también irresponsable no darnos cuenta que surgen problemas cuando proyectamos estos valores hacia el exterior. Seguramente recordarán la llamada crisis de las caricaturas que tuvo lugar a comienzos del pasado año. Con aquel motivo, recibí el encargo de viajar a algunos países islámicos para tratar de contribuir a disminuir la tensión en un conflicto que se nos estaba escapando de las manos a todos. Cientos de personas perdieron la vida en aquellos incidentes. Como otras veces antes y después de aquello, tuve ocasión de darme cuenta de algunas cosas en relación con los derechos humanos y las libertades fundamentales. Lo primero, que no podemos dar por sentado que el resto de la humanidad, es decir, la mayoría, los consideren universales. Lo segundo, que hay que tener en cuenta que tratar de imponerlos es una temeridad.
Debemos por tanto hacer compatibles ambos argumentos. Hacer una política exterior basada en nuestros valores, proyectarlos. Y al mismo tiempo tener presente la situación en algunas partes del mundo.
¿Cómo? Pensemos en dos desarrollos muy importantes en esta materia. Los dos iniciados por inspiración europea y quizá tengamos un principio de solución. Me refiero al Tribunal Penal Internacional y a la abolición de la pena de muerte en el mundo. Ambos casos tienen varias cosas en común. Se iniciaron en Naciones Unidas a propuesta europea y con gran escepticismo, cuando no abierta hostilidad, de muchos países. Ambos procesos tardaron años en madurar. Durante ese tiempo se negoció con todos, hasta con los enemigos declarados de la iniciativa. Se hicieron transacciones sin renunciar a lo fundamental. En ambos casos se llegó a textos, a normas internacionales. Desde su firma, y en un lento goteo, se han ido adhiriendo numerosos países. No se ha tratado de imponer. Pero es cuestión de tiempo su universalidad.
Una de las características más admirables del proyecto europeo es su capacidad para regenerarse. Hemos tenido una nueva prueba de ello hace sólo unos días. Semejante vitalidad, cumplidos ya los 50 años, es su mejor activo. Su próximo paso debe ser implicarse más en el mundo. Contribuir a moldearlo. A hacerlo más justo y próspero. Merece la pena trabajar por este ideal. Y tampoco debemos olvidar que trabajar por Europa es trabajar por España.
Muchas gracias.
Javier Solana
Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común de la UE