A propósito de la posverdad: Marx, Nietzsche y la deriva idealista de la izquierda política

“Ceci est une fake news”. Imagen para Hyperallergic (April Fools Day 2017). Foto: Hrag Vartanian (CC BY-ND 2.0)

Tema

Más allá de las interpretaciones y la construcción social, hay hechos, datos, duros y tozudos. Como siempre. No cambiaremos el mundo cambiando de conversación.

Resumen

Se supone que los think-tanks proporcionan información verídica y contrastada sobre la realidad política y económica. No siempre es así, por supuesto, pero la presunción de que ello es posible y deseable sustenta su tarea. Pues bien, ese supuesto aparece hoy seriamente en entredicho. Con objeto de discutir este tema se organizó el pasado enero un debate conjunto entre la Fundación Alternativas y el Real Instituto Elcano sobre “La importancia de los hechos en el debate público. El papel de los think tanks”. Lo que sigue es el texto de mi intervención, ampliado y revisado a partir del debate subsiguiente.

Análisis

Me propongo comentar el tema de las fake news y la posverdad, de lo que podríamos llamar los “tiempos” y los “espacios” de la posverdad. Pues me atrevo a detectar en ello algo más profundo que una simple consecuencia inintencionada de los nuevos medios de comunicación, de las redes sociales o los “trinos”, y que va también más allá (o más acá) de los populismos y nacionalismos actuales, y que hunde sus raíces en un cierto zeitgeist postmoderno y, por supuesto, post (y anti) ilustración. En definitiva, tratare de argumentar que la llamada posverdad es una poderosa corriente intelectual, con hondas raíces históricas y con amplia extensión, no sólo popular, sino incluso académica.

Y me serviré para iniciar el camino de un comentario que formuló Max Weber hace ya más de un siglo. Decía Weber: “Se puede medir la honestidad de un filósofo contemporáneo por su posición en relación con Marx y con Nietzsche”. Y añadía: “nuestro mundo intelectual ha sido conformado en gran medida por Marx y Nietzsche”. Creo que tenía (y sigue teniendo) razón, aunque argumentaré que hay una gran asimetría en el modo cómo uno u otro han conformado nuestro mundo mental, en el modo como hemos “dado cuenta” de ellos.

Efectivamente creo que, en este pasado bicentenario, sí hemos dado cuenta de Marx, lo hemos asimilado, e incluso superado. No es exagerado decir que todos somos marxistas, como somos weberianos o kantianos o hobbesianos. Todos ellos forman parte de nuestro arsenal cognitivo, de nuestros mapas conceptuales, y de nuestro lenguaje. Decía Zubiri que los griegos o los romanos no son nuestros clásicos, sino que nosotros somos griegos o romanos, del siglo XX, pero somos aún ellos. Y por eso son clásicos. Otro tanto podemos decir de esos autores, clásicos asimilados, hasta el punto de que no podemos pensar sin usarlos de algún modo, pues están dentro de nosotros. Tanto que más que pensarlos nosotros a ellos, son ellos quienes nos piensan dentro de nosotros. Nos han enseñado a pensar de cierto modo, son –como decía Durkheim– manières de penser mucho más que maîtres a penser (que lo fueron quizá inicialmente), hábitos adquiridos de pensamiento.

Algo similar ocurre con Marx, aunque de modo paradójico. Pues así como la izquierda se ha vuelto idealista –como argumentaré más tarde–, la derecha se ha vuelto marxista. Pero sin saberlo. Cuando Clinton en la campaña de 1992 dijo aquello de “es la economía, estúpido”, o cuando Rajoy y el PP confiaban en la buena marcha de la economía para resolverlo todo, menospreciando la política, representaban un economicismo tecnocrático, que lo espera todo de la economía y que le debe mucho a Marx. No voy a insistir, pero, por ejemplo, cuando hemos atribuido los nuevos populismos, VOX incluido, principalmente a la crisis económica, al llamado “precariado” o la desigualdad, creo que cometemos el mismo error de menospreciar la relevancia de las ideologías y, en definitiva, de la cultura, para la política. Podríamos llamarlo “marxismo naive”, que menosprecia la “superestructura” ideológica, por recordar la vieja jerigonza.

Pues bien, no ocurre lo mismo con Nietzsche, con quien creo tenemos una cuenta pendiente. Pues me temo que también somos nietzscheanos sin saberlo, pero en este caso sin haber ido más allá de él, sin haberlo asimilado y, por lo tanto, superado. El punto de partida (no superado) lo expresa una famosa cita de los Fragmentos póstumos, apuntes y anotaciones que dejó sin publicar, pero editados en 1967 por Colli y Montinari en Berlín:

“Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno ‘sólo hay hechos’, yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum ‘en sí’: quizá sea un absurdo querer algo así. ‘Todo es subjetivo’, decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el ‘sujeto’ no es algo dado sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.— ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.
En la medida en que la palabra ‘conocimiento’ tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, ‘perspectivismo’.
“Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos.” (FP IV, 7 (60)).

Una cita que resume muchas e importantes ideas. Las resumo en tres: (1) todo es interpretación pues no hay hechos sino para alguien; (2) el conocimiento es una “perspectiva” de lo real; y (3) el conocimiento parte de los impulsos que son, a su vez, un ansia de dominio, una “voluntad de poder”.

Todo ello es muy relevante hoy, sobre todo el punto primero. Pues si con Nietzsche y la “muerte de Dios” entrabamos en el relativismo moral (“Bueno y malo son sólo interpretaciones, y de ninguna manera un hecho, un ‘en sí’”), con la idea de que no hay hechos sino interpretaciones (“también la esencia de una cosa es sólo una opinión sobre la ‘cosa’”) nos instalamos en el relativismo cognitivo. No es que no sepamos distinguir lo Bueno de la Malo, lo que es preocupante, es que tampoco podemos hacerlo con lo Cierto y lo Falso, lo que es dramático. Y si la búsqueda de una Moral objetiva y racional es una tarea bien difícil (si no imposible), la duda lanzada sobre el conocimiento es más radical, más nihilista si cabe. Pues la frase “no hay hechos sino interpretaciones” es casi el eslogan del postmodernismo anti-ilustrado y de la posverdad. Desde luego a Donald Trump le encantaría esta afirmación; es casi su mantra cotidiano. “Hechos alternativos”.

En la cita de Nietzsche percibimos sin duda la herencia envenenada y toxica del historicismo alemán y su crítica a la Ilustración, le herencia de Herder (siempre detrás de nacionalismos o idealismos), de su ataque a Montesquieu y el imperialismo parisino de la Razón (con mayúscula y única), y la defensa de la diversidad de razones cada una asentada en un Volk, en un pueblo, por supuesto constituido a su vez por una lengua. Una lengua cuyos límites son los límites del mundo, en la hipótesis de Sapir-Whorf, repetida una y otra vez, a pesar de que su falsedad se ha demostrado una y otra vez.

Efectivamente, si la Ilustración argumentaba que hay una sola Razón, apoyada en la naturaleza humana (“tous les hommes ont un esprit egalêment juste”, decía Helvetius), idéntica en todas las partes y en todos los tiempos, el historicismo la rompe según tiempos y espacios. No hay pueblos más cerca de la Verdad, pues, como decía Ranke, todos están igualmente cerca de Dios. A cada Volk, a cada pueblo, a cada identidad, su verdad, distinta para el castellano o el catalán, para el hombre o la mujer, para el homosexual o el heterosexual, para el colonizado o el colonizador, etc. Si los ilustrados enraizaban la Razón en la Naturaleza, el historicismo va a asentar las variadas razones en la Cultura y la Historia. Para ellos la razón y el conocimiento no son la variable independiente, sino, al contrario, algo que depende del sustrato orgánico pueblo-cultura-lengua, en una radical sociologización (y disolución) de la Razón para hacer de ella razones, en minúsculas y en plural.

Pero el problema es evidente: si hay diversas y variadas razones, ¿quién tiene razón? El historicismo abrió la puerta al relativismo cognitivo y en él hunde sus raíces el zeitgeist de la posverdad.

Es por ello que a comienzos del pasado siglo hubo un profundo debate para solventar la paradoja del historicismo. El “perspectivismo”, apuntado ya por Nietzsche, se desarrolla en Max Scheler, en Mannheim y en Ortega. Pero, ¿por qué la suma de perspectivas va a proporcionarnos una visión objetiva y no un reforzamiento de sesgos y prejuicios? Mannheim acudía por ello al “intelectual flotante”, desclasado, sin prejuicios, que observa el mundo desde la distancia de su no-posición social (y Lukacs hacía lo mismo pero con el proletariado, la clase fuera de todas las clases). Ahora bien, ¿acaso no son los intelectuales una clase, la “nueva clase”? Y por ello la respuesta del neopositivismo del Círculo de Viena será casi el negativo de Nietzsche y de los perspectivistas, y el primer Wittgenstein, el del Tractatus, dirá lo contrario:

“El mundo es el conjunto de los acontecimientos, de los hechos, y, en último término, de los estados de cosas existentes. Los estados de cosas constan de cosas, son relaciones entre cosas.”

Para el primer Wittgenstein el mundo es una colección de cosas, de hechos. ¿Acaso las interpretaciones no son también hechos? Hechos de conciencia si se quiere, subjetivos, pero hechos, medibles y cuantificables como cualquier otro. Así pues, hechos sin interpretaciones para unos, o interpretaciones sin hechos para los otros. Mal dilema.

La nueva izquierda neocomunista, eurocomunista, iniciará su deriva hacia el historicismo al potenciar la super sobre la infra, la cultura sobre la economía, el “hombre nuevo” sobre la “sociedad nueva” y el “socialismo real”. Es el eurocomunismo, es Gramsci y su idea de hegemonía, hoy ciertamente hegemónica. Y mayo del 68 acabará de diluir el materialismo marxista en un pensamiento que le debe más al consumo que a la producción, más a la comunicación que al trabajo, y que, en todo caso, se escapa de la realidad y huye de los hechos: “Mis deseos son la realidad; La imaginación toma el poder. Comiencen a soñar. Abajo el realismo socialista”. Y, sobre todo: “Sean realistas: pidan lo imposible”. En el contraste entre el Partido Comunista francés y los jóvenes estudiantes rebeldes serán éstos quienes acabarán definiendo el lenguaje e interpretando el mundo. Pasamos de una ética materialista de la escasez y el trabajo a una moral post-materialista de la abundancia y el consumo, una ética de la auto-realización y de la identidad. Lo que importa son los estilos de vida, los lifestyles, las identidades, lo que (se supone que) somos, no lo que hacemos.

Derrida, Lacan y, sobre todo, Foucault le darán a este idealismo una vuelta de tuerca casi definitiva. No hay hechos sino interpretaciones, cierto, pero es el Poder quien interpreta. Cada individuo crea su interpretación, su verdad, pero es el Poder (magnificado, ubicuo, omnipresente y reificado) quien dispone de los medios para imponer su (única) interpretación a los demás. Llevando al extremo la tesis de que “la ideología dominante es la de la clase dominante”, la verdad es un reflejo del poder, una verdad engañosa, siempre una verdad de dominio. Frente a la que sólo cabe la crítica y la de-construcción. Frente a la construcción ideológica de los dominantes, la política consiste en la de-construcción, en la reinterpretación.

De Nietzsche, a Gramsci y a Foucault, al significante vacío de Laclau y Mouffe, sólo hay un paso. Mezclado con el control de “la agenda”, el framing y el labelling (enmarcar e identificar), con Lakoff. Como no pensar en un elefante, como no pensar en la casta, en el “régimen del 78” por ejemplo. Pronuncias la palabra y te atrapa.

Trump habría saltado de alegría ante esta afirmación de que la verdad es el poder. De hecho, la practica a diario. Mi poder es mi verdad, y no hay otra.

Hay que tener cuidado con no tirar al bebe con el agua sucia, pues este giro paradigmático hacia la comunicación ha tenido mucho bueno. El llamado “giro lingüístico” de la filosofía, que comienza con Gadamer y el segundo Wittgenstein y se extiende por todas las ciencias sociales, ha implicado recobrar el “lado activo del conocimiento”. No hay conocimiento sin interés que lo justifique, dice Habermas, y antes Mannheim (y antes Nietzsche, como veíamos). Toda verdad responde a un interés y emerge en un espacio y un tiempo que la hace relevante. Tiene raíces, es local y temporal. Sin interés no hay conocimiento. Cierto, pero eso no lo agota, pues la motivación psicológica o la causa de un enunciado no elimina ni cancela su verdad o falsedad. Puede que el descubrimiento del ADN haya sido consecuencia de la ambición desmedida de unos científicos, o de una casualidad, o de su ansia de poder, o de que se enfadaron con su mujer esa mañana, no importa. Lo que sí importa es que es así, es un hecho, es cierto. La ciencia no deja de serlo porque haya sido generada por individuos ambiciosos, venales, machistas o imperialistas.

Hay aquí una grave confusión, que por fortuna Marx no compartía. Y que se soluciona (se supera) aceptando que los humanos vivimos en un mundo bidimensional y hay que atender a sus dos dimensiones. Por una parte, un mundo de hechos, de cosas materiales; pero, por otra, hechos y cosas que son interpretadas, que tienen un sentido, socialmente construido. Por usar lenguaje clásico, vivimos en un mundo material penetrado y traspasado por la palabra hablada. De tal modo que, si podemos y debemos atender a la construcción material del mundo (al trabajo) como quería Marx (trabajo vivo que trabaja sobre trabajo muerto, de generaciones anteriores), también debemos atender a la construcción simbólica del mundo (a la comunicación), como quería George Herbert Mead (en quien me he basado yo). Y no son independientes la una de la otra, por cierto, pues hasta el más tonto de los arquitectos (es cita de Marx) construye primero en su imaginación antes de hacer ningún edificio. El cerebro guía la mano desde hace milenios, pero la mano manipula e ilustra al cerebro.

Y por ello, es verdad que “ir a las cosas mismas” (en expresión de la fenomenología, retomada por Ortega) requiere de-construir esa previa construcción simbólica. Pues cuando nos ponemos a pensar, ya hemos pensado el objeto, ya lo hemos pre-construido. Como señalaba antes, pensamos de acuerdo con hábitos adquiridos e interiorizados en largos procesos de socialización de nuestra mente.

Pero todo esto no es nada nuevo, muy al contrario. Si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran, no haría falta la ciencia, dice Marx. La realidad aparece siempre escondida detrás de prejuicios, ideologías, estereotipos o lo “políticamente correcto”. Ir detrás de las ideologías a la esencia de las cosas, des-mitificar y des-fetichizar, es la esencia de la metodología marxista, que es toda ella una deconstrucción de ideologías (de la ideología alemana, o de la francesa, o de la economía política; crítica de la economía política, se titula El Capital). Pero Emil Durkheim nos dice lo mismo: desconfiemos del sentido común, de lo políticamente correcto, se construye la ciencia contra las apariencias. Y por eso Ortega diferenciaba entre ideas (lo que pensamos) y creencias (que nos piensan), y nos alertaba ante el riesgo de creer ciegamente en las creencias y nos incitaba a pensar desde donde pensamos. La razón debe analizarse si quiere estar a la altura de los tiempos, debe estar siempre atenta al punto ciego de la mirada. Pensar a ambos lados del pensamiento. Todo modo de ver es un modo de no ver, si miro algo dejo de mirar algo.

De modo que sí, Marx, Durkheim y Ortega dicen casi lo mismo. Tras lo manifiesto está lo latente. Añadamos a Freud, sumemos el funcionalismo sociológico. Nada nuevo. De-construir las apariencias es la tarea de la buena ciencia. Pero todos los que he citado sabían que, detrás de mistificaciones y fetichismos, está la realidad, los hechos y las cosas. También los hechos y las cosas de conciencia. Detrás de las interpretaciones, del framing y del labelling, está la realidad. Ni el más osado constructivista se atrevería a decir que el autobús que viene por la calle esta socialmente construido y es una interpretación, y no un hecho. Esta sala mide lo que mide, y eso es un hecho no interpretable. La interpretación aureola la realidad y de ese modo la encubre y mistifica, o la agranda y agiganta. Pero sigue allí detrás de su interpretación.

Sin embargo, este idealismo de izquierdas es hoy casi hegemónico en facultades de ciencias sociales en todo el mundo. Todo es lenguaje, labelling, framing, comunicación y construcción social. Es significativo el cambio de título del conocido libro de Berger y Luckmann La construcción social de la realidad, nada menos que el quinto libro más importante de la sociología contemporánea (según la International Sociological Association). Libro que inicialmente llevaba el subtítulo de A Treatise in the Sociology of Knowledge, mención que desapareció en ediciones posteriores. Pues no era ya una introducción a cómo conocemos, sino una introducción a la misma realidad, producto de la construcción social. Y hoy todo al parecer es construcción social, incluido el cuerpo, lo que roza el disparate.

Un ejemplo nos permitirá percibir este giro desde el materialismo clásico basado en la producción y el trabajo, al moderno idealismo de la “construcción” e interpretación del mundo, dominante en los “hábitos de pensamiento” contemporáneos. Hace algunos años hice un análisis de contenido que las ponencias presentadas en el IX Congreso de Sociología Española celebrado en Barcelona en septiembre del año 2009. Más de 1.200 ponencias o comunicaciones fueron presentadas y todas, por supuesto, llevaban su título. Pues bien, ¿qué nos dicen esos títulos, qué palabras, términos, conceptos, aparecían con mayor frecuencia y cuales no figuran? ¿Qué “marco teórico en uso” emerge?

Por supuesto, algunos de los términos más usados son clásicos, y, así, la palabra que aparece más citada es “trabajo”, con 91 referencias. Otros términos clásicos que mantienen su relevancia son “política” (60), “educación” (59) y “valores” (36). Más interesante es explicitar los términos o conceptos que no aparecen o lo hacen con escasa frecuencia. Así, los términos “obrero”, “lucha de clases” y “modo de producción” no aparecen mencionados ni una sola vez, al igual que “neocapitalismo”, “imperialismo”, “colonialismo”, “clase obrera”, “fábrica”, “hambre” o incluso “sociedad industrial”. Datos a mi entender reveladores de un claro desinterés por ciertos temas y cuestiones clásicas. “Economía” aparece mencionada sólo tres veces, y para aludir a “economía informal”, “sindicato” aparece cuatro veces, “capitalismo” sólo cinco veces, “industrial” cuatro veces, “pobreza” tres, y “capital” 16 veces (pero la mitad aluden a “capital social”).

Frecuencias que ponen de manifiesto un evidente alejamiento de un marco teórico y conceptual dominante hace un par de décadas. Y que es sustituido por otro cuyos términos usuales son nuevos. Así, el segundo término más citado (tras “trabajo”) es el de “genero”, que aparece 62 veces; “construcción” es el quinto más citado y aparece 43 veces, “mujeres” aparece en 38 ocasiones (pero “hombre” sólo en siete), “cultura” y “consumo” en 37, e “identidad” en 33.

Todo un mapa conceptual, una radiografía o, para ser más precisos, una topología de lo que preocupa (o no) a los sociólogos españoles en activo, de su framing de la realidad.

¿Adónde nos lleva esto? Decía Joyce (en versión de Guelbenzu) que ya que no podemos cambiar el mundo, al menos cambiemos de conversación. Pues bien, los postmodernos nos dicen que para cambiar el mundo hay que cambiar de conversación, cambiar el sentido, la interpretación, pues no hay nada detrás, ninguna realidad sólida, ningún hecho. Creen a pies juntillas en el carácter performativo del lenguaje, que es su único instrumento político.

Lo que lleva a una singular estrategia política: la política del decir, política de la representación y de la comunicación. Por comparar de nuevo, si Rajoy y el economicismo tecnocrático eran el hacer sin el decir, economía sin política ni comunicación, tecnocracia, Podemos o Trump o el Brexit son hoy lo contrario: el decir sin el hacer. O, si se prefiere, el hacer a través del decir, re-enmarquemos el mundo.

No es ninguna tontería, por supuesto. Aceptemos que el decir tiene importancia, también política. Vaya si la tiene. Ponerle nombre a las cosas, decía Lewis Carroll. Pero aceptemos que no basta, pues, además, hay que hacer, y eso implica conocer la realidad más allá de sus interpretaciones. El Brexit es el ejemplo paradigmático de un decir sin pensar hacer. Otro tanto para el procés independentista. Como hemos declarado la República, ya somos una república. Pero el performativismo no llega a tanto y se queda en pura logomaquia. Literalmente magia: abracadabra.

Y preguntémonos ¿dónde arraiga este idealismo? ¿Cuál es su caldo de cultivo, su raíz, su espacio y tiempo? Pues si todo tiene sus bases sociales, y si todo discurso hay que analizarlo en función de su raíz social (y eso, no lo olvidemos, es marxismo puro), también este discurso idealista lo tiene.

Y evidentemente florece allí donde el pensamiento puede desarrollarse sin contacto con la realidad, sin tener que someterse al contraste con el mundo, sin tocar las cosas mismas. ¿Cuál es ese espacio? Desgraciadamente, la moderna Universidad es el caldo de cultivo ideal para este idealismo. Universidades autónomas del poder político, es cierto (y es una conquista), pero autónomas también de la misma realidad con la que no se quieren mezclar. Aisladas físicamente en campus idílicos, y aisladas mentalmente detrás una actitud de menosprecio y altanería frente a todo lo que pueda parecer práctico y aplicado, ya sea la empresa, la política, la seguridad y la defensa, incluso la investigación aplicada. Un aislamiento que es casi obligado en el profesor/investigador universitario.

Efectivamente, el problema de un profesor universitario no es nunca lidiar con el mundo, sino lidiar con otras versiones del mundo en el mercado de ideas global. Sus referencias positivas o negativas, sus enemigos, están en otros departamentos, en otras facultades, otras versiones, otras interpretaciones y otros intérpretes. Él no habla jamás del mundo, sino de las diversas versiones del mundo; y no le habla a la sociedad, sino de la sociedad; y su audiencia son otros intérpretes, no otros actores. Se mueve en un meta-discurso por encima de los discursos que sí hablan del mundo. Y con frecuencia en un meta –meta– discurso. Incluso la insistencia en las citas de otros autores lleva a que su trabajo se centre en discutir las discusiones, discutir las versiones, y no las cosas mismas. Los departamentos de ciencias sociales de las Universidades son torres de marfil no tanto porque busquen la objetividad y el distanciamiento (lo cual es no sólo conveniente sino imprescindible) sino porque el papel del profesor ha sido definido de ese modo.

Y hay que denunciar la hegemonía que ese nuevo idealismo ha conseguido en facultades de ciencias sociales, humanidades o comunicación. No es casualidad que este nuevo idealismo izquierdista haya salido de las facultades de ciencias sociales norteamericanas (o españolas, por cierto), como no lo fue que mayo del 68 (una revolución del labelling y del framing) saliera de otras facultades de ciencias sociales.

Esto no pasa en los think-tanks, o al menos no debe de pasar. Ya sostuve, y lo reitero, que la diferencia entre los think-tanks y las universidades es que los primeros tratan de cubrir el espacio entre la teoría y la práctica, con los pies en el suelo, escuchando a la sociedad y en dialogo con ella, y no sólo hablando de ella por encima de ella. Y por eso tienen que ser, no ya interdisciplinarios, sino anti-disciplinarios (como decía Wender que tenía que ser el Media Lab del MIT). Pues nuestros problemas no están framed en un campo científico, no resolvemos cuestiones de una disciplina, sino cuestiones que están en la calle, en los periódicos, en la agenda social, política o empresarial. Y le hablamos a la misma sociedad, a los políticos o los empresarios, a los periodistas y líderes de opinión. Y con ánimo de cambiar las cosas mismas, y no sólo sus interpretaciones. ¿Debemos asombrarnos de su proliferación y de su éxito? A medida que las Universidades se centran más y más en sus discursos y se alejan del ruido de la calle, la tarea mediadora de los think-tanks deviene más y más relevante.

Conclusiones

Para terminar, se pueden comentar tres consecuencias.

Primera: la importancia actual de los think-tanks. Son imprescindibles pues sólo aquí se totalizan los fenómenos sociales. Las Universidades analizan la realidad social despiezada en marcos analíticos diversos. La economía, la política, la cultura, la historia… Y lo hacen dialogando con otras interpretaciones y no buscando el contraste con la misma realidad. Pero la realidad nunca es así. Es siempre un fenómeno social total (Mauss).

Una segunda consecuencia: el idealismo (filosófico, científico y político), tiene que desacreditar a los think-tanks si pretende que su mensaje sea aceptado. Y lo hace con dos ataques distintos. Uno es el de su independencia, mostrando las conexiones con intereses económicos o políticos, nuestra dependencia de grandes empresas o de grandes países. A Brookings lo financia Huawei o China; a muchos los financia Arabia Saudí. Es cierto, y es un problema. Sin duda nuestro talón de Aquiles, frente al que hay que estar alerta. Y sin duda la mejor solución es diversificar las fuentes de financiación. Nadie es totalmente independiente, pero hasta el más tonto sabe que es mejor tener muchos jefes que uno solo.

El segundo ataque es más directo: el ataque a los expertos. Se nos acusa de ser “torres de marfil”, justamente porque no lo somos. Y en el mercado de ideas, en el nuevo ágora de las redes sociales, con mensaje corto y rotundo, la opinión del experto pesa casi lo mismo que la del lego. La desintermediación del mercado de ideas que suponen las redes, el person to person, quiebra las barreras de entrada, quiebra las jerarquías, y toda opinión pesa lo mismo. O lo parece al principio. Del mismo modo que pasamos casi sin darnos cuenta de la democracia representativa a la democracia directa y asamblearia, por los mismos motivos pasamos de un ágora jerarquizada a otra anárquica y asamblearia. Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes “intelectuales” o gurús a los expertos, de éstos a los comunicadores y tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y las pasiones, por supuesto. El sueño de la razón produce monstruos.

Pero la tercera consecuencia es la más perniciosa, pues la consecuencia no intencionada de esa desintermediación es una oculta nueva mediación por aquellos que controlan las redes con algoritmos misteriosos. Puede ser Google o puede ser Cambridge Analytica. Pero el espacio virtual, que fue recibido por grandes gurús como la acracia realizada más allá del alcance del poder político y económico, la libre comunicación person to person, ha acabado dando lugar a gigantescos monopolios, algunos visibles como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), otros ocultos como los hackers rusos o chinos. La total desintermediación alimenta hoy a gigantescos mediadores que medran en el mercado de las ideas. Y, al final, el intelectual orgánico es el algoritmo que nos indica qué debemos leer, qué página debemos visitar, qué caminos intelectuales debemos recorrer. Y, por supuesto, cuales evitar.

Hemos dado cuenta de Marx, pero no de Nietzsche, al menos de cierto Nietzsche. Más allá de las interpretaciones y la construcción social, hay hechos, datos, duros y tozudos. Como siempre. No cambiaremos el mundo cambiando de conversación.

Emilio Lamo de Espinosa
Presidente del Real Instituto Elcano | @PresidenteRIE